miércoles, 5 de octubre de 2016

Pelotas en el aire

freeimages.com/Utpal Deka
Jugamos a ser equilibristas de un malabar interminable: familia, trabajo, hijos, realización personal, estudios, emprendimientos, compromisos, obligaciones, deberes, derechos y más deberes. La mayoría de nosotros andamos en eso todo el día: con varias pelotitas en el aire y tratando que ninguna se nos caiga al suelo. Sin embargo, y a pesar de nuestros esfuerzos, de tanto en tanto alguna se nos escapa. Entonces tenemos que detenernos y agacharnos a recoger la bola perdida. Y luego, volvemos a empezar, intentando aprender del error y concentrándonos más en la técnica de cómo mantener las bolas en el aire sin que se caigan. Con el paso de los años y la práctica incansable, nuestra destreza mejora y temerariamente vamos añadiendo más y más pelotitas a nuestro juego. Y comprobamos –incluso para nuestra propia sorpresa- que somos realmente buenos haciendo malabarismo.

Sin casi darnos cuenta, la vida avanza y aunque uno jura que ha estado viviendo a concho, haciendo muchas cosas, aprovechando al máximo las oportunidades y jactándose de ello, lo cierto es que, de lo único que ha estado realmente preocupado es de que no se le vaya a caer ninguna pelota. Y uno finalmente se da cuenta que se ha convertido en un ducho malabarista de un circo imaginario que en realidad nunca va a llegar a la ciudad.

Así, con el tiempo, los brazos se van cansando de tanto aspaviento y empiezan a aparecer las sospechas de que algo no está del todo bien y entonces la cabeza se llena de cuestionamientos y uno se pregunta si habrá en la vida alguna otra cosa que hacer que no sea el tener que estar permanentemente dándole vueltas a un montón de pelotas en el aire. Y por esas cosas que ocurren cuando se cumple cierta cantidad de años, uno puede incluso llegar a descubrir que en realidad, el malabarismo no es tan entretenido como parecía y –lo peor de todo- que tampoco me está dejando mucho en el alma, excepto la incómoda sensación de que “he estado tan ocupada haciendo tantas cosas… que finalmente no he hecho nada”.

Entonces, a propósito, uno se atreve a dejar caer algunas pelotas. Primero es una, la que soltamos con cierto temor, pero al comprobar que el mundo no deja de girar, de a poco nos animamos a soltar otra y otra… y otra más. Así de repente, uno nota que con menos pelotas el juego se hace mucho más manejable y por un rato vuelve a pasarlo bien, como al principio. Pero es sólo por un rato, porque a poco andar uno vuelve a cansarse.  


Y ocurre luego, que como uno anda en esa, los milagros empiezan a suceder y un día cualquiera, en una ciudad extraña, recorriendo un barrio que no deberías estar recorriendo, te topas con una pared vieja en un esquina sucia y hedionda, en la que con spray rojo está escrito “Deja el malabarismo”… En ese instante sueltas todas las pelotas y por primera vez en mucho, mucho tiempo,  te das cuenta de lo tibio que está el sol y piensas que es quizá porque la primavera ya llegó.

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