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Sin casi darnos
cuenta, la vida avanza y aunque uno jura que ha estado viviendo a concho,
haciendo muchas cosas, aprovechando al máximo las oportunidades y jactándose de
ello, lo cierto es que, de lo único que ha estado realmente preocupado es de
que no se le vaya a caer ninguna pelota. Y uno finalmente se da cuenta que se
ha convertido en un ducho malabarista de un circo imaginario que en realidad
nunca va a llegar a la ciudad.
Así, con el
tiempo, los brazos se van cansando de tanto aspaviento y empiezan a aparecer
las sospechas de que algo no está del todo bien y entonces la cabeza se llena de
cuestionamientos y uno se pregunta si habrá en la vida alguna otra cosa que
hacer que no sea el tener que estar permanentemente dándole vueltas a un montón
de pelotas en el aire. Y por esas cosas que ocurren cuando se cumple cierta
cantidad de años, uno puede incluso llegar a descubrir que en realidad, el
malabarismo no es tan entretenido como parecía y –lo peor de todo- que tampoco me
está dejando mucho en el alma, excepto la incómoda sensación de que “he estado
tan ocupada haciendo tantas cosas… que finalmente no he hecho nada”.
Entonces, a
propósito, uno se atreve a dejar caer algunas pelotas. Primero es una, la que
soltamos con cierto temor, pero al comprobar que el mundo no deja de girar, de
a poco nos animamos a soltar otra y otra… y otra más. Así de repente, uno nota
que con menos pelotas el juego se hace mucho más manejable y por un rato vuelve
a pasarlo bien, como al principio. Pero es sólo por un rato, porque a poco
andar uno vuelve a cansarse.
Y ocurre luego,
que como uno anda en esa, los milagros empiezan a suceder y un día cualquiera,
en una ciudad extraña, recorriendo un barrio que no deberías estar recorriendo,
te topas con una pared vieja en un esquina sucia y hedionda, en la que con spray
rojo está escrito “Deja el malabarismo”… En ese instante sueltas todas las
pelotas y por primera vez en mucho, mucho tiempo, te das cuenta de lo tibio que está el sol y
piensas que es quizá porque la primavera ya llegó.
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