Todo lo
desbocado daña. El agua que lava y que calma la sed, en exceso y fuera de su
cauce, arrasa, ahoga y mata. Es lo que pasa con casi todo: lo que en su justa
medida hace bien, cuando se desequilibra, perjudica. Lo poco y lo mucho son los
extremos del equilibrio (que se define como el estado en el cual se encuentra
un cuerpo cuando las fuerzas que actúan sobre él se compensan y anulan
recíprocamente), y cuando éste se pierde, se pierde también la paz. Así de
frágil es este estado. Lo vivimos en carne propia esta semana donde la energía de
la naturaleza nos sacó de nuestra situación de armonía.
Sin
embargo, al salir del statu quo, estamos obligados a mirar la vida desde otra
perspectiva. Y eso siempre trae un regalo: se nos abren nuevas opciones de
entendimiento, captamos verdades que de otra forma jamás podríamos detectar y
vemos más claramente aquello que antes permanecía oculto. En otras palabras,
crecemos. El costo es el dolor, la frustración, la rabia y la impotencia entre
muchas otras emociones que se entremezclan y se manifiestan como pueden. Y
creo, que está bien que sea así, porque es parte del proceso. Después de una
tragedia – ya sea personal, colectiva, grande o pequeña- nunca volvemos a ser
los mismos que antes. Algo en nosotros cambia para siempre. Y, aunque sea
difícil entenderlo ahora, la mayoría de las veces cambia para bien.
Tengo claro
que nunca es bueno hacer tanto análisis en medio de la tormenta. Hay frases que
definitivamente no funcionan cuando la tragedia aún está en desarrollo. Las
palabras de esperanza nunca suenan más vacías y simplonas que cuando se dicen
antes de tiempo. Aunque dejó de llover hace varios días, para mi gusto el
temporal aún no ha terminado y aún estamos en shock. Sobre todo, quienes han
sido golpeados más directamente por la desgracia. Las penas siempre van pasando
de a poco. Al ritmo de cada uno. Sin embargo, cuando las penas son colectivas,
la empatía tiende a ser mayor y eso
mismo ayuda a incrementar la velocidad de la curación. Sentirse acompañado en
el dolor es a veces la máxima bendición.
El agua siempre ha sido escasa en el desierto.
Históricamente estamos acostumbrados a añorarla, no a tenerla en abundancia. Menos
toda junta y de una sola vez. Pero ya que vino y que se coló en cada una de
nuestras casas (me atrevería a decir que son muy pocas las viviendas donde el líquido
elemento no entró, ya sea como torrente, como barrial o como gotera), recibamos
su mensaje: la fuerza del agua es inmensa, nuestra fuerza colectiva también.
Dejemos que estas dos fuerzas se compensen y se anulen, y veamos si así podemos
alcanzar un nuevo equilibrio.