¿Les ha
sucedido que mientras le están contando algo a alguien, ustedes sienten que esa
otra persona está cero por ciento interesada en lo que ustedes están diciendo? Y
por otra parte… ¿Les ha ocurrido que mientras alguien les está contando algo a
ustedes, ustedes están pensando en cualquier otra cosa menos en lo que ésa persona
está relatando? Para un atento observador , se nota a la legua cuando alguien
está aburrido en una conversación. La sintomatología es clara: el oyente lateado
generalmente presenta todos o algunos de los siguientes comportamientos no
verbales: mira constantemente alrededor cuando el otro habla; asiente demasiado
con la cabeza; la sonrisa es falsa (sólo sonríe con los labios y no con los
ojos); mira de forma repetida su reloj o su celular; pestañea insistentemente.
Además, verbalmente, el que está aburrido emite cada cierto rato sonidos
guturales neutros del tipo “Mmmmm” o “Shhhhh”, y exclamaciones “comodín” de índole “mira… ah”,
“qué loco”, “claro”, “es verdad”, etc.
Seamos
francos: quien más, quien menos, esto nos ha sucedido a todos. Y nos ha pasado
de ida y de vuelta. O sea, es altamente probable que más de alguna vez nuestros
interlocutores se hayan aburrido soporíferamente con nuestro discurso y –de la
misma forma- debemos conceder el punto de que en varias ocasiones hemos sido
nosotros quienes nos hemos lateado hasta la somnolencia más insufrible con los
algunos de los relatos de otros.
Estamos
empate, entonces.
Pero es un
triste empate, la verdad. Dejando de lado la reacción defensiva típicamente
humana de ver “la paja en el ojo ajeno…”, los invito a que en este caso seamos
un poco más autocríticos y nos enfoquemos más en la parte del refrán que se
refiere a “…la viga en el propio”. Estableciendo la salvedad de que efectivamente
hay personajes intrínsecamente lateros (ojo, que incluso nosotros mismos
podríamos ser uno de esos especímenes), qué tal si nos abrimos a la posibilidad
de considerar que el aburrimiento que sentimos al escuchar la conversación de
otro no es porque el otro sea realmente tedioso per se, sino porque a nosotros
no nos interesa en lo más mínimo lo que para ese otro resulta de un interés
sublime. En castellano, lo que quiero decir, es que finalmente nos da un lata
negra escuchar cualquier cosa que no tenga estricta relación con lo que le
interesa a nuestro minúsculo mundillo personal y privado, más conocido como
“Yo”.
Al final,
se trata de cuán desarrollada tengo “Yo” la capacidad para escuchar a otro. Mejor
dicho: ESCUCHAR, así con
mayúscula, negrita y subrayado. Escuchar no sólo con el tímpano, sino con el
corazón, interesándonos genuinamente en el otro y en lo que para el otro es
importante. Es un ejercicio que debiéramos practicar más a menudo, dejar de
justificarnos diciendo que el otro es aburrido y empezar a asumir que más bien
es a nosotros a quienes nos falta genuino interés para realmente ESCUCHAR lo que el otro nos
quiere compartir.
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