A propósito
de una desafiante situación que le tocó enfrentar a mi hijo preadolescente, me
salió una frase que no sé de dónde la habré sacado… “Mira Max– le dije
tomándolo de los hombros y mirándolo directamente a los ojos- los valientes no
son los que no tienen miedo. Son los que a pesar de estar muertos de miedo,
igual hacen lo que tienen que hacer”. “Ya, ya, mamá…”, me respondió él,
haciéndose el indiferente. Pero como lo conozco, sé que la frase le llegó y que
gatilló una nueva conexión neuronal en su cerebro.
Como la
mayoría de las mamás, no soy experta en educación ni en crianza, ámbitos en los
que cada quien hace lo que puede, con lo que sabe, con lo que va aprendiendo, con
lo que se le ocurre improvisar y… “que Dios nos pille confesados, no más”. Vaya
a saber una si todo el empeño que le pone está bien encauzado. En este tipo de
quehaceres las certezas son más bien escasas, las dudas abundan y lo que
funciona bien para unos, no necesariamente resulta ser la panacea para otros.
Lo que sí creo que es transversal para todos, es que muchas veces uno va
aprendiendo con los hijos. Ellos son maestros que nos piden que les enseñemos
justamente aquello que nosotros mismos debemos mejorar. Como dijo Richard Bach,
autor de “Juan Salvador Gaviota”: “Se enseña mejor lo que más se necesita
aprender”.
Nadie nace
valiente. Uno se va haciendo valiente con el paso del tiempo y en la medida en
que va practicando la valentía. En ese sentido la valentía es como un músculo
que conviene desarrollar y mantener en forma. Y para eso nos sirve el miedo,
para hacer de contrapeso y para forzarnos a equilibrar la balanza. Vivimos en
una realidad de polaridades: todo es doble, todo tiene su extremo: bien-mal,
alto-bajo, miedo-valor, etc. La naturaleza de estos polos es la misma,
siendo su aparente diferencia sólo una cuestión de grados.
Si, como
aquí postulo, es imposible que haya valentía sin miedo, entonces el miedo tampoco
puede existir sin valentía. De acuerdo a esta lógica, deberíamos tener la convicción
de que cada vez que el temor nos paraliza, en algún pliegue de nuestra
esencia debiera estar escondida la
valentía, esperando que la descubramos, la honremos y que –como sea- la saquemos a relucir y procedamos
según su mandato.
Sin miedo, ser
valiente es una farsa. Se puede ver bonito, pero en realidad, carece de valor. Por
eso me pongo contenta cuando veo que en un acto genuinamente valeroso, mi hijo es
capaz de superar sus temores. Y en este caso, uso a propósito el término
valeroso, con el fin de amalgamar en él sus dos acepciones: que tiene valentía
y que es… inmensamente valioso.
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