De los
placeres simples de la vida, caminar es quizá uno de los más gratificantes y uno
de los que proporcionan los mayores beneficios, no sólo físicos, sino también psíquicos
y espirituales. Todos somos caminantes en esta vida, sólo que a veces nos
olvidamos de representar más literalmente ese rol. En mi caso, confieso que
camino bien poco. Reconozco que me he vuelto muy cómoda y la tecnología ha conspirado
en mi contra, poniéndome el mundo en la
punta de los dedos. En verdad, ya casi no necesitamos levantarnos del sillón
para conseguir lo que queremos y con un solo click estamos virtualmente donde
queremos estar.
En esencia,
lo anterior no tiene nada de malo, al contrario. Me declaro una entusiasta de
la tecnología, pero al mismo tiempo hay que admitir que con la tecnología
corremos el riesgo de desconectarnos excesivamente del mundo real. Lo complejo, es que al desconectarnos del
mundo real, nos desconectamos de nosotros mismos porque todo tiende a ser fácil,
instantáneo y automático, exonerándonos de cualquier esfuerzo para conseguirlo.
Durante
este verano he redescubierto el placer de caminar. De ir al ritmo que mi cuerpo
permite, respetando el tiempo que me demoro en trasladarme de un lugar a otro y
aprovechando el espacio que se abre para bajar las revoluciones y para reencontrarme
con aspectos de mi interior que ya casi había olvidado. Porque al caminar, poco
a poco se va silenciando el mundo y empiezas a escuchar mucho más nítidamente lo
que piensas, lo que sientes y lo que quieres. Cuando uno camina se acuerda que
adentro suyo hay alguien que es mucho más que el que se deja ver por fuera y
entiende que hay una dimensión mucho más real que el sueño que sueñas a diario.
Caminar, en
cierta forma, nos vuelve a vincular con la tierra firme, con la noción de que para
avanzar hay que dar un paso a la vez y que ese paso nos regala una brecha de
suspenso y reflexión. Un paso que sumado a otros te permite recorrer largas
distancias, pero al mismo tiempo te invita a visitar un paraje interno que sin
tu presencia se vuelve yermo y desolado. Al caminar, percibes, reflexionas, te
inspiras, haces conexiones, generas ideas. En fin, no sólo oxigenas tu sangre,
sino también tu alma y tu entusiasmo.
La vida se
vuelve a vivir desde la vereda y no desde esa supercarretera donde todo sucede
más rápido y menos amablemente. Creo que cuando la vida deja de vivirse
apurada, se restaura su color, su nitidez y su brillo. Es lo mismo de siempre
pero distinto, más sabroso, más ameno, más consciente y más verdadero. Caminar es
una buena forma de recordar que en esencia somos viajeros, quienes más que tratar de llegar a algún lugar…
debemos empeñarnos por disfrutar del viaje.
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