Un día, hace
algunos años, cuando aún era soltera, tomé una decisión impulsiva, temeraria y
drástica: me corté el pelo corto, corto, corto, muy mínimamente corto, como
nunca antes me lo había cortado y como nunca después osé volver a cortármelo,
ni voy a volver a cortármelo jamás. En ese tiempo no estaba viviendo un período
muy fácil, mi mejor amiga se había puesto a pololear con el tipo que me gustaba;
no disfrutaba mi trabajo; no tenía un solo peso en el bolsillo y recuerdo que
por esos días si sonaba el teléfono, o era número equivocado o, en el mejor de
los casos, se trataba de la secretaria del dentista. Mi vida necesitaba un
cambio. Urgente. Y no sé por qué perturbada razón decidí que el cambio empezaría
con la poda de mi frondosa cabellera.
Fue, claramente,
un error. Despojarme de mi pelo largo,
liso, brillante y sedoso, no sólo no me hizo sentir mejor, sino que agravó mi
frágil condición, porque a la lista de desdichas ya enumeradas, se le sumó entonces
el infortunio más patético de todos: mi cabeza parecía un kiwi.
¿Por qué hacemos
este tipo de cosas las mujeres? ¿Por qué al sentirnos ansiosas tendemos a atentar
contra nuestra integridad capilar? ¿Qué tipo de disfunción cerebral nos hace
creer que al cortarnos el pelo solucionaremos nuestros problemas? La respuesta
en realidad es bien simple: como no nos gusta sufrir y no queremos pasarlo mal,
nos subimos desesperadas al carro de la primera idea –por muy chiflada que sea-
que prometa paliar nuestra desgracia. Y hacemos tonteras.
El numerito del
kiwi me enseñó una simple pero valiosa lección: a veces es mejor no hacer nada.
Por eso el otro día cuando se acercó una amiga y con la cara bañada en lágrimas
de rímel, me preguntó si era buena idea llamar al pastel de turno para
preguntarle por qué la otra noche la había dejado plantada, mi respuesta casi
le reventó los tímpanos: “¡¡Ni se te ocurra!!”, le advertí desencajada, y
agregué luego ecualizando mis decibeles: “Escucha bien, querida, y por favor hazme
caso porque yo sé lo que te digo: a veces es mejor no hacer nada”.
En las
situaciones más tristes y angustiantes, en los momentos más álgidos, en las
noches más oscuras, en las discusiones más irritantes, no hacer nada es también
una opción. Y en esos casos, es casi siempre la opción más sensata. Además, en
cierta forma, no hacer nada, te obliga a quedarte un rato en esa emoción dolorosa
y te permite sentirla y eventualmente aceptarla. Porque el dolor evitado o mal
procesado siempre vuelve a salir, como resentimiento, como rabia, como envidia,
como pesimismo, como inseguridad. Vivir el dolor siempre es más sano que
esconderlo o enmascararlo.
A las pocas
semanas de mi infortunio capilar, los nubarrones comenzaron a disiparse en mi
vida. Me cambié de trabajo, mi amiga terminó con el susodicho y el dentista que
me atendió resultó ser un churrazo que entre amalgama y gutapercha me invitó a
salir. Sin embargo, mi cabello se demoró casi un año en crecer a un largo más o
menos decente. Y durante todo ese tiempo, cada vez que me miraba al espejo, aparecía
una y otra vez en mi mente, como pop-up, la misma odiosa ventana emergente: “A veces
es mejor no hacer nada”.
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