Pero lo que
más me gustó de ese instante, es que mis hijos pudieron verlo y fueron testigos
de cómo se gana una final. Vieron que se
puede. Que es posible. Y ellos, a su corta edad han podido ya experimentar 2
veces lo que se siente ser campeón de verdad. En sus corazones ha quedado
estampado cómo es el rostro del que sabe que va a meter el gol. Y lo que es más
importante aún, ellos ya han internalizado que ese rostro es chileno.
Yo crecí en
otro Chile, un Chile que a través del fútbol nos mostraba otra identidad. Era
un Chile que no creía que podía ser campeón. Un Chile que durante muchos años
enarboló como su gran logro el tercer lugar obtenido en el Mundial del 62,
donde más encima éramos locales. Un Chile que siempre clasificó contando los
puntos, o en el repechaje, o dependiendo del desempeño de un tercero, al que ojalá le fuera mal, para
que nosotros pudiéramos rasguñar un cupo. Por eso, como si fuera un gran logro,
se hizo famosa la frase “Chile depende de Chile”, que daba a entender que ya era un avance de nuestra
mentalidad clasificar por nuestros propios medios y dejar de prenderle velitas
a otros equipos para que perdieran el partido y así nos dieran el cupo a
nosotros por descarte.
Yo crecí en
otro Chile, un Chile que solía errar los penales en los momentos cruciales, un
Chile que le echaba la culpa al árbitro o a los guarda líneas por haber perdido
el partido, un Chile que muchas veces se conformó con el empate, un Chile que
inventaba bengalas, un Chile que tenía una o dos lumbreras en el equipo y si
esa lumbrera no estaba inspirada, el apagón en el equipo era total, un Chile
que se revolcaba en el piso cuando lo lesionaban, un Chile que – en fin- se
conformaba con ese Chile.
Pero algo
pasó en el camino. En algún momento ese Chile cambió el switch. Y fue este equipo
de fútbol el que comenzó a cristalizar las creencias de ese nuevo Chile: y
dejamos de echarle la culpa al clima, a la altura, al árbitro, al foul, al
travesaño, a la tormenta que mojó la cancha, a las estadísticas, al peso de la
historia y a los campeones de siempre. Porque además de haber inspirado a todo
un país para que empezara a cantar el himno nacional con el corazón en la
garganta, el gran legado que la actual selección de fútbol le ha dejado a las
nuevas generaciones – y a las antiguas también- es que ha corregido la
percepción que Chile tiene de Chile. Antes pensábamos que Chile no podía. Hoy
sabemos que estábamos equivocados. Chile puede. Chile es campeón. Bicampeón.
Que no se nos olvide nunca.
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