miércoles, 10 de agosto de 2016

Copy-paste

Si a mi hijo, que cursa séptimo básico, sus profesores lo sorprendieran haciendo copy-paste en algún trabajo para el colegio, de seguro le pondrían una mala nota. Los profesores de mi hijo detestan el copy-paste y lo detestan porque saben que es el recurso más fácil, el más flojo, el más evidente, el más indolente y el más limitante. A pesar de que mi hijo y casi todos sus compañeros de clase lo tienen medianamente claro, sinceramente, no estoy segura de que sea una práctica completamente erradicada.

Es que la tentación está tan a la mano, es tan fácil hacerlo y la cantidad de información que hay disponible hoy en el ciberespacio es tan colosal, que muchos creen que el copy-paste puede -como se dice en jerga juvenil- “pasar piola”. Sin embargo, es una práctica muy fea, casi tan fea como meterse el dedo a la nariz. Y el paralelo entre ambas acciones es notable, porque tanto la una como la otra son ejercitadas por muchos más de los que lo reconocen. Además, en los dos casos, si nadie se entera, no pasa nada… pero pucha que es grande la vergüenza cuando te pillan in fraganti, ya sea con el dedo incrustado en las fosas nasales, o con el texto o las ideas de otro haciéndolas pasar como tuyas.

Como le sucedió a Melania Trump, que en el discurso que dio esta semana en la Convención Republicana donde su marido Donald fue proclamado oficialmente como el candidato de dicho partido, expresó las mismas ideas y prácticamente pronunció las mismas frases que ocho años antes había emitido Michelle Obama en similares circunstancias durante la Convención Demócrata. Gran bochorno gran. Para Melania, para Donald y para Meredith McIver, la asesora que le escribió el discurso a Mrs. Trump y quien luego de todo el alboroto generado por el plagio renunció a su cargo. Renuncia que no fue aceptada por los Trump.  

Allá ellos.

Motivada por lo anterior, no puedo evitar acordarme de otras situaciones que causaron igual escándalo en nuestro ambiente criollo, como el supuesto copy-paste del ex Ministro Rodrigo Peñailillo en los informes que realizó para las empresas de Giorgio Martelli. En fin. Lo hacen los escolares, los ministros de estado y los aspirantes a ocupar la Casa Blanca. Me pregunto cuántos de ellos se meterán también el dedo a la nariz. Sería bueno indagar… “Disculpe la impertinencia, Señora Melania, pero, ¿Se mete usted el dedo a la nariz?” Estoy segura que la esposa del magnate norteamericano lo negaría escandalizada… así como lo negaríamos todos. Sea como fuere, la verdadera pregunta que debemos hacernos es si con tanto pañuelo desechable dando vueltas por ahí ¿Será necesario andar metiéndose el dedo en la nariz?

Lo mismo pasa con el copy-paste. Teniendo tantas ideas revoloteando en nuestra cabeza, por qué a veces elegimos plagiar las de los demás. ¿Por flojera? ¿Porque estamos apurados? ¿Porque pensamos que los demás tienen mejores ideas que nosotros? De alguna forma (y siguiendo con la analogía que, reconozco, no es la más elegante), nuestras ideas son como pañuelos desechables: siempre hay uno por ahí al fondo de la cartera o apachurrado en algún bolsillo u olvidado en el cajón del escritorio. Efectivamente, muchas veces será más fácil meterse el dedo a la nariz, pero siempre es mucho más digno, higiénico y civilizado darse el trabajo de buscar el paquetito de pañuelos, abrirlo y sonarse.

A las ideas también hay que darse el trabajo de buscarlas en los recovecos de nuestra mente, abrirlas y usarlas. Porque de que hay… hay. Con el tiempo y a medida que nos familiarizamos con el uso de los pañuelos desechables, uno aprende que es mejor tener varios a mano y en lugares de más fácil acceso. Con las ideas, pasa lo mismo, mientras más nos habituamos a generar, más van apareciendo. Es cosa de cultivar las buenas costumbres no más.


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