Si a mi hijo,
que cursa séptimo básico, sus profesores lo sorprendieran haciendo copy-paste
en algún trabajo para el colegio, de seguro le pondrían una mala nota. Los
profesores de mi hijo detestan el copy-paste y lo detestan porque saben que es
el recurso más fácil, el más flojo, el más evidente, el más indolente y el más
limitante. A pesar de que mi hijo y casi todos sus compañeros de clase lo
tienen medianamente claro, sinceramente, no estoy segura de que sea una
práctica completamente erradicada.
Es que la
tentación está tan a la mano, es tan fácil hacerlo y la cantidad de información
que hay disponible hoy en el ciberespacio es tan colosal, que muchos creen que
el copy-paste puede -como se dice en jerga juvenil- “pasar piola”. Sin embargo,
es una práctica muy fea, casi tan fea como meterse el dedo a la nariz. Y el
paralelo entre ambas acciones es notable, porque tanto la una como la otra son
ejercitadas por muchos más de los que lo reconocen. Además, en los dos casos,
si nadie se entera, no pasa nada… pero pucha que es grande la vergüenza cuando
te pillan in fraganti, ya sea con el dedo incrustado en las fosas nasales, o
con el texto o las ideas de otro haciéndolas pasar como tuyas.
Como le
sucedió a Melania Trump, que en el discurso que dio esta semana en la
Convención Republicana donde su marido Donald fue proclamado oficialmente como
el candidato de dicho partido, expresó las mismas ideas y prácticamente pronunció
las mismas frases que ocho años antes había emitido Michelle Obama en similares
circunstancias durante la Convención Demócrata. Gran bochorno gran. Para
Melania, para Donald y para Meredith McIver, la asesora que le escribió el
discurso a Mrs. Trump y quien luego de todo el alboroto generado por el plagio
renunció a su cargo. Renuncia que no fue aceptada por los Trump.
Allá ellos.
Motivada por
lo anterior, no puedo evitar acordarme de otras situaciones que causaron igual
escándalo en nuestro ambiente criollo, como el supuesto copy-paste del ex
Ministro Rodrigo Peñailillo en los informes que realizó para las empresas de
Giorgio Martelli. En fin. Lo hacen los escolares, los ministros de estado y los
aspirantes a ocupar la Casa Blanca. Me pregunto cuántos de ellos se meterán
también el dedo a la nariz. Sería bueno indagar… “Disculpe la impertinencia,
Señora Melania, pero, ¿Se mete usted el dedo a la nariz?” Estoy segura que la
esposa del magnate norteamericano lo negaría escandalizada… así como lo
negaríamos todos. Sea como fuere, la verdadera pregunta que debemos hacernos es
si con tanto pañuelo desechable dando vueltas por ahí ¿Será necesario andar
metiéndose el dedo en la nariz?
Lo mismo pasa
con el copy-paste. Teniendo tantas ideas revoloteando en nuestra cabeza, por
qué a veces elegimos plagiar las de los demás. ¿Por flojera? ¿Porque estamos
apurados? ¿Porque pensamos que los demás tienen mejores ideas que nosotros? De
alguna forma (y siguiendo con la analogía que, reconozco, no es la más
elegante), nuestras ideas son como pañuelos desechables: siempre hay uno por
ahí al fondo de la cartera o apachurrado en algún bolsillo u olvidado en el
cajón del escritorio. Efectivamente, muchas veces será más fácil meterse el
dedo a la nariz, pero siempre es mucho más digno, higiénico y civilizado darse
el trabajo de buscar el paquetito de pañuelos, abrirlo y sonarse.
A las ideas
también hay que darse el trabajo de buscarlas en los recovecos de nuestra
mente, abrirlas y usarlas. Porque de que hay… hay. Con el tiempo y a medida que
nos familiarizamos con el uso de los pañuelos desechables, uno aprende que es
mejor tener varios a mano y en lugares de más fácil acceso. Con las ideas, pasa
lo mismo, mientras más nos habituamos a generar, más van apareciendo. Es cosa
de cultivar las buenas costumbres no más.
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