Éramos un grupo
de apoderadas del mismo curso, quienes durante una convivencia, conversábamos
–unas más animadas que otras- sobre aquellos temas que, en esta etapa de
nuestras vidas, constituyen el singular universo en el que existimos: niños,
tareas, recetas de cocina, quehaceres domésticos, antialérgicos y una serie de
otras menudencias que honestamente me tenían bosteza que te bosteza.
Hasta que la
palabra la tomó Mary, quien confesó que una de las actividades que más detestaba
realizar era planchar. “Por fin alguien dice algo sensato”, pensé para mis
adentros. Y Mary se explayó en su relato: “Hasta hace un tiempo, yo podía hacer
cualquier cosa con una sonrisa en la cara, cocinar, lavar, tender camas,
ordenar, limpiar vidrios… lo que quisieran. Pero si me tocaba planchar, y más
encima guardar en los closets la ropa planchada, se me acababa toda la simpatía
y me convertía en un búfalo enjaulado”. Traté de visualizar un búfalo tras las
rejas y lo vi rabioso, sudoroso, con los ojos inyectados y echando espuma por
la boca. Sí, la analogía estaba perfecta. Yo también me he sentido así.
“Hasta que un día
– continuó Mary- entendí que no podía seguir comportándome como una bestia
aprisionada y decidí liberarme…”. Me dieron ganas de ponerme de pie y
aplaudirla. “¡Así se habla, mujer!”, pensé, porque tal como llegó el día en que
gracias al advenimiento del tendido eléctrico desapareció ese personaje
conocido como “el sereno”, el despertar de la conciencia cósmica en esta Era de
Acuario debería propiciar la erradicación definitiva del planchado como un
quehacer doméstico.
Y Mary continuó
con su historia y nos contó que decidió ir a una tienda de mejoramiento del
hogar y se compró la plancha más atómica que pudo encontrar y 4 canastos de
plástico de distintos colores. Ya de vuelta en su casa, dictaminó que durante
los domingos en la tarde, la sala de estar –donde tenía empotrado su tonto
Smart TV Ultra HD Full 4K3D- se convertiría en una sacrosanta sala de
planchado. “Nadie puede interrumpirme, ni distraerme, ni hablarme, ni quitarme
el control de la tele, ni pedirme ninguna cosa… ¿Entendieron?”, le anunció al
resto de su atónita familia. “Y cuando termine, cada uno tomará, con esas
manitas que Dios les dio, el canasto del color que les corresponda y guardará
su ropa bien planchadita y ordenadita en su respectivo closet”. “Les juro
chiquillas -dijo finalmente nuestra heroína- que desde ese día soy feliz
planchando”.
Todas las
apoderadas escuchábamos boquiabiertas la asombrosa historia de Mary. Y yo como
que hasta me emocioné, porque Mary logró realizar una hazaña que es muy
compleja y que al menos a mí me cuesta mucho: convertir algo que odio… en algo
que amo. Mary, a través de una tediosa tarea cotidiana, ejerció en el sentido
más profundo y personal el concepto de libertad… una libertad que te permite
escoger el lugar desde dónde quieres vivir la vida y que no tiene que ver con
grandilocuentes revoluciones libertarias, sino más bien con la alquimia más
difícil de todas: la íntima y silenciosa transformación interna.
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