No hay cosa más agotadora que una conversación de sordos. Nadie escucha a nadie y la dinámica es más o menos esta: uno habla y pontifica sobre algo, el otro hace como que escucha, pero lo que en realidad hace es esperar su turno para rebatir todo lo que dijo el que hablaba. Los roles se alternan y se repiten intercaladamente hasta que alguno de los dos se aburre o hasta que es hora de comerciales. Cuando se termina la conversación la sensación es la misma que la de aquel que se pasó la mañana entera barriendo las hojas de la calle sólo para descubrir más tarde, con horror y con espanto, que la bolsa que usaba como basurero estaba rota… y que más encima, el Otoño estaba recién comenzando.
Hablar sin que te escuchen es quizá uno de los ejercicios más extenuantes que existen, no sólo porque tus argumentos no son capaces de convencer a tu oponente, sino porque lisa y llanamente tu oponente no te valida como interlocutor válido y todo lo que le entra por un oído, le sale por el otro. Y digamos que, en general, esta es una dinámica de ida y vuelta. El que habla sin que lo escuchen es habitualmente el mismo que no escucha cuando le hablan. Son las dos caras de una misma moneda. Una moneda terca y torpe que al final del día no sirve para nada más que para guardársela en el bolsillo porque con ella uno no gana nada, más bien pierde la oportunidad de enriquecerse con una visión diferente de la propia.
No hay peor sordo que el que no quiere oír ni peor discusión que aquella en la que ninguna de las dos partes quieran ceder. Basta ver esos acalorados debates en televisión, con políticos y/o analistas… nadie escucha a nadie. Nadie le da el punto al otro y, básicamente, pareciera que se trata de sentarse a repetir como loro un mantra incansable e incombustible que tanto unos como otros parecieran haberse aprendido de memoria. ¿Para qué sirven esas discusiones entonces? ¿Cuál es el objetivo de tenerlas? ¿No es acaso el propósito de discutir tratar de encontrar puntos en común para solucionar un problema o llegar a algún acuerdo?
Y lo que sucede en la tele, sucede también en la vida. Las discusiones dejan de ser herramientas a través de las cuales se pueden lograr acuerdos y se convierten más bien en instancias utilizadas para imponer los propios puntos de vista, entendiendo erróneamente que más que defender una tesis estaríamos defendiendo también nuestra valía como persona. Entonces, los diálogos entran en callejones sin salida de los que es imposible salir.
Cuando lo único que importa en una discusión es dejar callado al adversario o, peor aún, no dejarlo hablar, estamos sin duda frente a una conversación de sordos. No hay que tenerle miedo a no pensar cómo el otro, pero tampoco hay que perder de vista que el otro piensa como piensa por las mismas razones por las que yo pienso como pienso: sus experiencias, su historia personal, su contexto y la única y particular perspectiva que le da el hecho de estar parado sobre sus propios zapatos y no sobre los de nadie más.
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