Ilustración: Paulina Gaete.
Con tres niños de 4, 7 y 10 años revoloteando por la casa,
la privacidad se ha convertido en un bien derechamente escaso en mi vida.
Encontrar la paz y el espacio necesario para –por ejemplo- sentarme con un
espejo de aumento y una pinza a sacarme los pelos indiscretos de mis bien
pobladas cejas y otros sectores faciales, puede convertirse en una tarea
titánica que muchas veces es francamente imposible llevar a cabo… “¿Por qué te
haces eso Mamá?”; “¿Te duele mucho?”; “¡Yo quiero, yo quiero, yo quiero!”; “¡Miren!
¡La Mamá tiene pelos en la peraaaa! ¡Jajajaja!”.
Bueno, el otro día estaba lavándome los dientes y de pronto
escuché que alguien apaleaba la puerta del baño con desesperación emitiendo al
mismo tiempo unos alaridos espeluznantes: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!”. Se me
paralizó el corazón. Estremecida y con la boca rebalsándoseme de espuma, abrí
la puerta temiendo encontrar a uno de mis angelitos chapoteando en un charco de
sangre –lo mínimo de acuerdo a la intensidad de los golpes y los elevados
decibeles de los chillidos, claro.
Pero no. Allí estaba ella, Leticia, la de 7 años, chupando
un Kojac –o como quiera que se llamen esas cuestiones que abundan en las
piñatas de los cumpleaños. “¿¡¡¡Qué pasó!!!?”, vociferé aún medio aterrada y
babeando pasta de dientes… “Es que Mamá –me dijo mi Pequeña Saltamontes sin siquiera
sospechar que me tuvo al borde de un síncope- te quiero preguntar una cosa… ¿Es
verdad que al otro lado del espejo hay una familia igual a nosotros pero al
revés?...”
Broma.
No pude gritarle nada a la inocente cría porque ya estaba
medio atragantada con la espuma inundándome el gaznate, así es que me limité a
inflar furiosa los hoyos de la nariz y me encerré con un portazo nuevamente en
el baño para terminar con mi accidentado
ritual de higiene bucal. Mientras lo hacía –obvio-me miré en el espejo… Y entonces una voz en off dentro de mi cabeza
volvió a susurrar la oportuna pregunta de mi retoña: “¿Es verdad que al otro
lado del espejo hay una familia igual a nosotros pero al revés?”. Lo más
patético de todo es que por breves instantes me sorprendí fantaseando con ese mundo al otro lado del
espejo:
“La mamá sería igual a mí, pero rubia, curvilínea y sin
pelos de más en ninguna parte. Siempre andaría maquillada, con la manicure
perfecta y peinada de peluquería. El marido estaría en la casa de lunes a viernes
y trabajaría sólo los sábados y domingos en la noche. Además, el caballero
odiaría la televisión y le tendría una alergia severa al control remoto. Los
niños no serían humanos, sino más bien estatuas -de carne y hueso,
evidentemente- pero bien apernadas al piso. Les encantarían las alcachofas, los
brócoli y las papas con chuchoca. ¡Ah! y una cosa adicional, el más cruel de
los castigos sería obligarlos a jugar Wii o Nintendo DS durante horas,
degustando unas asquerosas papas fritas con kétchup… ¡Puaj!”.
Cuando salí del baño,
mi hija Leticia estaba tendida boca arriba en mi cama mirando el techo. Seguía
chupando el odioso Kojac. Sin sacárselo de la boca, me espetó… “Ya poh mamá…
¿Es verdad o no?”.
“Mira, mocosa –le dije- no me vuelvas a asustar ni a
interrumpir mientras estoy en el baño… ¡Y deja de chupetear esa cochinada
mientras le hablas a tu madre!”. La pobre se sentó en la cama, se sacó el dulce
de la boca y poniéndome los mismos ojos lacrimógenos que pone el Gato con Botas
en Shrek, me dijo: “Perdón Mamá…”. “Bueno”, le respondí algo conmovida y le di
un beso en la frente.
Luego de medio segundo… aquí no ha pasado nada. Lengüeteando
nuevamente el dichoso caramelo, mi hija insistió: “Mamita… ¿Tú crees que al
otro lado del espejo hay una familia igual a nosotros pero al revés?”. “Puede
ser”, le contesté tratando de no despedazar esa prístina inocencia infantil.
“Qué pena”, me dijo ella. “¿Por qué, qué pena?”, volví a preguntar. “Obvio, poh
Mamá, si al otro lado el mundo es al revés…
entonces esa debe ser una familia muy, muy triste”.
Y como si nada, saltó de la cama y salió corriendo. Ya bajando las escaleras, la escuché gritar
“¡Max, vamos a andar en bici!”
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