Ilustración: Paulina Gaete.
Ayer fui a la cuarta jornada de “Antofagasta Ciudad Creativa:
¡Cuidado! Creativos Pensando”, una instancia que busca contribuir al
fortalecimiento del sector de las Industrias Creativas en nuestra ciudad. El
encuentro consistía en un foro-panel titulado “Arte y revitalización de barrios”.
Se hablaron muchas cosas interesantes, pero se me quedó dando vueltas en la
cabeza el concepto de barrio al que se refirieron los panelistas. Ese barrio de
antes donde uno jugaba a las tacitas en la vereda de la casa, donde se le
vendía jugo de sobre a la señora de la esquina y donde no era inusual partir a
pedirle una taza de azúcar a la vecina buena onda.
Y mientras escuchaba hablar a los especialistas, tuve un nostálgico flashback y en mi
pantalla mental comenzaron a desfilar interminables imágenes de esos años deliciosos.
Yo nací y crecí en Santiago y tuve la suerte de criarme en uno de esos barrios
de antes. Me acordé de largos y calurosos veranos en los que no había
presupuesto para vacaciones pero a nadie le importaba mucho porque teníamos una
manguera… y eso era suficiente. Hasta que un día mi papá rescató de la casa de
mis abuelos un roñoso pero amplio bote de goma que se convirtió en la “alberca”
más lujosa de la cuadra. En ella chapotearon todos los amigos y algunos no tan
amigos de la vecindad: el Pat’e Cumbia, la Patty, el Colorín de la Casa Grande
y el Enano Maldito, que una vez le dejó el ojo morado a mi primo porque éste
tuvo la mala idea de decirle que su bicicleta Caloi último modelo era de niñita…
Cómo disfrutábamos cuándo sentados en la cuneta justo debajo
del aromo de la casa de la Señora Bebé, esperábamos al heladero que pasaba
rigurosamente todas las tardes a eso de las tres y cuarto, tocando las
campanillas de su carrito. El Colorín de la Casa Grande siempre se compraba el hit
del momento: el recién salido “Cone” de Bresler… Todos lo envidiaban. Pero a mí
no me importaba porque yo sólo era feliz con el helado de agua de naranja, el
que sorbeteaba escandalosamente hasta chuparle toda la anilina y dejar adherido
al palito de madera sólo un breve pedazo de hielo tan blanco como la nieve… Y entonces
me iba corriendo desesperada a mi casa para sacar la lengua frente al espejo
del baño y descubrir con enorme placer que el “amarillo crepúsculo” me había teñido
hasta la más recóndita de mis papilas gustativas.
Por allá lejos andaba, en el barrio de mi infancia, cuando de
repente me percaté que el foro-panel se había terminado. De golpe volví al 8 de
agosto de 2013 en Antofagasta. Agarré mis cosas apurada y me acordé que la Baby Sitter podía cuidarme
a mis hijos sólo hasta las nueve y media. Me fui caminando al estacionamiento con una
sensación calientita en el alma.
Apenas me subí al auto, me acordé
que no tenía dinero en efectivo en la billetera para pagarle a la Baby Sitter. Manejé
hasta el Cajero Automático más cercano, inserté la tarjeta Redbank, metí mi
clave y crucé los dedos para que la bendita maquinita me diera el monto
solicitado. Gracias a Dios lo hizo. Me volví a subir al auto y descubrí con
angustia que estaba a punto de quedarme sin bencina. ¡Maldición! Necesitaba una
estación de servicio ¡ya!… Llegué rezando a la bomba de la Avenida Angamos y me
bajé rauda porque es autoservicio. Metí la tarjeta de débito, saqué la tarjeta de
débito, ingresé el monto, la clave, el tipo de octanaje, enchufé el pitón en el
estanque del auto y mil, diez mil, veinte mil, treinta mil, cuarenta mil pesos después... stop. Retiré el
pitón, retiré el comprobante de pago, retiré la boleta fiscal y leí en la
pantallita: “Muchas gracias por haber venido a Copec”.
Por tercera vez en menos de 10
minutos me volví a subir al auto. Eran las nueve treinta y cinco PM. Pero antes de
echar a andar el motor, me tuve que sacar la chaqueta porque tenía calor. Llamé
a la Baby Sitter, le dije que iba llegando, que estaba en la casa en 5 minutos.
Mentí. Me demoré exactamente 3 minutos y 47 segundos en llegar a mi casa. La
Baby Sitter me estaba esperando con la puerta abierta. Le pregunté cómo se
habían portado los niños, me dijo que bien aunque mi hija más chica había
tosido varias veces, lo que significaba que una “amena” noche me esperaba. Le
pagué y se fue.
La casa estaba en penumbras y en silencio.
Entré al living, dejé mi bolso en el sillón floreado y no sé por qué cuando pasé frente al espejo
que está en el comedor me dio por abrir
la boca y sacar la lengua… pero el "amarillo crepúsculo" ya se había ido.
que nostalgia!
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