El sol sale para todos. Y eso en
la ciudad de Antofagasta, instalada en pleno desierto –pero no cualquier
desierto, sino el más árido del mundo- es una verdad aún más potente. A
propósito del tema de la depresión, que se convirtió en trending topic todos-ya-sabemos-por-qué, escuché un par de datos
que no me dejaron indiferente: algunos países con prolongados inviernos con
poca luz natural (como Dinamarca y Noruega) tienen las más altas tasas de
depresión y suicidios en el mundo. Es lo que los especialistas llaman depresión
estacional. Así, a primera vista parece lógico, y aunque hay gusto para todo, los días grises,
fríos y más cortos del invierno en general no parecen tan estimulantes como
aquellas jornadas donde predomina un sol brillante, con temperaturas más
cálidas y donde hay mucho más rato para disfrutar de la luz natural.
Claro está que el tema lumínico
no es el único factor que gatilla síntomas depresión en el ser humano, obviamente
tampoco es el más preponderante. Y peor aún, ni siquiera vivir en un lugar donde se dan condiciones
privilegiadas en cuanto a la presencia del Astro Rey en el cielo, garantiza
mayores índices de felicidad en sus habitantes. Es cierto, los estudios serios
al respecto escasean, y me atrevo a decir que no hay, sobre todo, aquellos que
se refieran en forma específica a nuestra querida Antofagasta.
Sin embargo al conversar con
especialistas locales sobre el estado anímico general de los antofagastinos,
ellos deslizan cuidadosa y sutilmente una realidad que ven a diario en sus
consultas: en esta ciudad la depresión estaría a la orden del día. Está bien,
estas son palabras mías, las que yo inferí luego de mis conversaciones con los
doctores. Y vuelvo a insistir, ni ellos ni yo tenemos datos duros para
respaldar esta visión. Pero ellos cuentan con su experiencia clínica… y yo,
bueno, con mi sentido común, con mi percepción personal del tema, con mi
deambular diario por esta ciudad y con las interacciones que tengo con el resto
de los antofagastinos. Y raya para la suma, lo que me queda en la retina no es
precisamente que estoy rodeada de gente alegre, ni entusiasta, ni optimista…
para nada.
La pregunta es por qué… Qué nos
falta para ser más felices, para ser más agradecidos de la vida, para tener más
confianza en nosotros mismos, para vibrar con las oportunidades que se nos
presentan.
Si la felicidad la estamos
buscando fuera de nosotros, la respuesta es de Perogrullo: nos falta todo:
plata, autos, cuerpos hermosos, televisores, I-Pads, I-Phones, nos faltan
mejores calles, más oportunidades laborales, más igualdad social, mejores
esposas, maridos más dadivosos y cariñosos, hijos más responsables y
estudiosos, profesores más amorosos, vecinos más considerados, jardines más
verdes, flores más baratas… en fin la lista es interminable e inalcanzable.
La buena noticia es que si la
felicidad la buscamos dentro de nosotros… en verdad, no nos falta nada. Tenemos todo para ser felices, para disfrutar
la vida, para reírnos más, para encontrarle el lado amable a lo que nos toca
experimentar. Por diseño de fábrica los
seres humanos venimos al mundo programados para gozar, para ver lo bueno en vez
de lo malo, para que el vaso siempre nos parezca medio lleno. Por defecto, tenemos
la capacidad para detenernos y entender que la vida no es sólo “lo que nos
sucede”, sino que tenemos plena potestad para escoger “cómo nos sucede”. Cada
una de las elecciones que yo haga con respecto a lo que me pasa va a determinar
cómo va a ser mi vida. En otras palabras va a crear mi vida. Y si nos damos
cuenta que permanentemente estamos ejerciendo nuestro derecho a elegir qué
pensar, a elegir cómo reaccionar y finalmente elegir qué creer… entonces… Elijamos sabiamente. Elijamos lo
que nos conviene. Elijamos lo que nos haga sentir bien. Elijamos lo que nos
ayude a progresar. Elijamos lo que nos haga más felices.
Elijamos ver el sol… porque el
sol sale para todos.
Ilustración: Paulina Gaete.
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