lunes, 29 de diciembre de 2014

Sanar


La enfermedad es siempre la manifestación de que algo no anda como debería andar. Ya sea que tenga un origen físico, emocional o espiritual, la enfermedad es la oportunidad para equilibrar aquello que se ha desequilibrado, para aliviar lo que duele, para completar lo que falta o para reparar lo que sea que está presentando problemas. En ese sentido, la enfermedad es una especie de portal, que a través de síntomas como incomodidad, malestar o dolor, nos da la posibilidad de sanar. Sin síntomas, es muy difícil saber que estamos enfermos. El síntoma es una luz, un aviso y su aparición es invariablemente el primer paso en el proceso de curación.
Contrariamente a lo que tendemos a pensar, el síntoma de una enfermedad es una buena noticia porque constituye la primera señal de que algo está fallando. Sin embargo, en nuestro afán por curarnos y solucionar el problema, tendemos a atacar el síntoma y no lo que lo causa, pensando erróneamente que si silenciamos el síntoma, desaparece también la enfermedad de base. En el maravilloso libro “La enfermedad como camino”, Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke, ejemplifican esta idea a través del tablero de un auto. Cuando algo anda mal en el motor, se enciende una luz en el tablero como indicador de una anomalía… “lo procedente en este caso – dicen los autores-  es eliminar la causa de que se encienda esta luz, no quitar la bombilla (…) la señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría”.

Con las crisis ocurre lo mismo. Al fin y al cabo, una enfermedad es una crisis. Crisis personales, de pareja, laborales, sociales, son la expresión de que algo no está bien y que requiere ser sanado. Las crisis son un síntoma y por lo mismo, son siempre una oportunidad. Dethlefsen y Dahlke señalan: “cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera al síntoma como su gran enemigo, sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad”.
Este cambio de enfoque es por si sólo sanador, porque transmuta esa  vulnerable mirada inicial llena de miedo, en una visión mucho más empoderada y esperanzadora. Y como bien sabemos, la actitud es clave a la hora de enfrentar dificultades.
Ahora que el año termina y que quizá es tiempo de balances para muchos… ojo con las cosas que duelen, que molestan, que sabemos que no están bien. Físicas y no físicas. Son luces titilando en el tablero de la vida y están ahí por algo. Podemos ignorarlas y desconectar la bombilla: por un rato todo parecerá ir mejor, pero en el fondo nada habrá cambiado y tarde o temprano otras luces empezarán a titilar. O podemos hacernos cargo y aprovechar la oportunidad de sanar que el síntoma nos ofrece…. Sanar, en todo el amplísimo sentido de la palabra.   

domingo, 21 de diciembre de 2014

El aromo de Navidad


 
Recuerdo que cuando era chica pasamos muchas navidades sin el clásico árbol de Navidad. Y, sorprendentemente para mí, mis padres no tenían ninguna urgencia  por adquirir uno. A pesar de la presión que ejercíamos sobre mi mamá para que cediera, ella respondía invariablemente y sin que se le moviera una sola pestaña: “tenemos otras prioridades, niños”. Yo me golpeaba la cabeza contra la pared y con la lógica y la sintaxis propia de una pequeña de sólo un dígito de edad, me preguntaba: “¿Qué otra prioridad puede ser más prioritaria que comprar un árbol de Navidad en Navidad?”… Y luego me quedaba pensando y medio confundida me volvía a preguntar, “¿Qué significa prioridad?”
Todos mis amigos y vecinos tenían arbolito, sin embargo en nuestra familia el dinero no sobraba y como suele suceder en estos casos, la permanente práctica de la austeridad había convertido a mi mamá en una experta en sucedáneos, por lo tanto ella juraba que la estaba haciendo de oro al disfrazar de pino navideño -con luces, bolas y guirnaldas- a unas ramas recién cortadas del aromo del jardín. Durante las primeras horas, el sui generis arbolito tenía cierta dignidad y era más o menos aceptable. Pero con el paso de los días, las ramas del aromo comenzaban  a languidecer para luego entrar en una irreversible etapa de desecamiento, similar a la que deben experimentar las momias en el desierto. Como era nuestra única opción, a mí y a mis hermanos no nos quedaba otra que seguirle el juego a nuestra progenitora y “hacer como si” estuviéramos decorando el árbol del Rockefeller Center de Nueva York.

Pasaron siete, ocho, nueve… diez navidades y las ramas del aromo se fueron consolidando como el árbol navideño oficial de nuestra casa. Ya para la Navidad número 11, tener o no tener un pino de Navidad no era tema. Cuando por fin en la Navidad número 12 mi papá destinó parte de su ajustado presupuesto para comprar un hermoso pinito de plástico, con mis hermanos nos pusimos contentos, pero el hecho tampoco fue motivo de una algarabía extrema, como quizá años antes yo hubiese pensado que sería. Es verdad, ya estábamos más grandes, pero de una u otra forma habíamos comprendido  la parábola: la Navidad no era ni más ni menos navideña porque no teníamos un arbolito tradicional… la verdadera Navidad se lleva en el corazón.
Sé que suena cursi, pero no me importa porque así fue no más. Las ramas de aromo me acompañaron en las navidades más emblemáticas de mi vida. En ellas no había ni menos magia, ni menos alegría, ni menos amor porque nuestro arbolito era un poco diferente al que tenía el resto de la humanidad. Quizá mis papás nunca lo racionalizaron así, pero el hecho de no ir más allá de sus posibilidades para darnos todo lo que pedíamos, fue el mejor regalo de Navidad que nos pudieron hacer a lo largo de los años, porque nos enseñó a dejar de añorar lo que nos faltaba… para empezar a aprovechar todo lo que sí teníamos.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Dueña de casa


No es sino hasta que uno lo vive en carne propia que no sabe realmente lo que significa ser dueña de casa. Por eso, en general, a los hombres les cuesta entender en toda su dimensión el valor de ser “dueña de casa”, aunque muchos de ellos creen que sí lo saben. Y no lo digo ni como un reproche ni como una proclama feminista. Lo digo simplemente en el mismo sentido en que ni yo misma sabía lo que era ser dueña de casa en toda su plenitud, hasta que me convertí en una.
Ser dueña de casa es complejo. Es una de las actividades más demandantes que existen. Dándole vueltas al asunto y mirando a mi alrededor a todas esas sorprendentes dueñas de casa con las que uno se ha encontrado en la vida, he llegado a la conclusión que lo más notable, desafiante y difícil, es esa capacidad de posponerse ellas mismas por el bien superior que es el bienestar de su familia. 24/7, los 365 días del año… 366 en el caso de ser año bisiesto. Sin feriados irrenunciables.
Es una pega sin descanso y sin final. En una familia todo empieza y termina en la dueña de casa, en la mamá, en la esposa, en la que cocina, la que plancha, la que prepara la colación de los hijos antes de ir al colegio; en la que barre la vereda de la calle y saca la basura los días martes, jueves y sábado; en la que se esmera porque la casa esté linda y limpia; en la que mientras lava, canta; la que mientras hace la cama piensa en cómo ayudar a su hijo; en la que mientras le echa cloro al wáter se acuerda que tiene hora al dentista y que hay que sacarle una copia a la llave del portón; en la que muchas veces se muerde la lengua para que la discusión termine ahí no más; en la que le da la comida al perro –aunque yo no tengo perro- pero hay muchas que sí. Porque esta columna no es sobre mi sino sobre ellas, a las que yo tampoco veía, sino hasta que me uní a sus huestes, un poco a regañadientes al principio, pero luego caí en cuenta que alguien tenía que hacer la pega… y que el dedo me apuntaba a mí.
Además, es la pega menos glamorosa que hay. No hay entregas de premios, ni galas anuales. No existe el Nobel a la dueña de casa y -que yo sepa- ninguna revista de papel couché (de esas que se especializan rankings de cualquier cosa: “Los 10 empresarios top”; “Las ejecutivas más influyentes del país; “Las mejores empresas para trabajar”, etc…) ha titulado jamás: “Las 100 mejores dueñas de casa de Chile”. No señores, porque la labor de dueña de casa casi no se valora socialmente.
Y entonces es ahí donde este trabajo adquiere su dimensión más notable. Porque se convierte en una cruzada silenciosa, privada y muchas veces invisible. Como invisible es el aire que respiramos, pero que cuando falta uno se empieza a ahogar.  La dueña de casa es eso… una matriz impalpable que hace que el mundo gire, que los hombres sonrían, que los hijos crezcan y que cada uno de nosotros tenga un remanso donde al final del día… todo está bien.

Bendición




En lo personal, ésta no ha sido la mejor semana de mi vida. Fue más bien difícil. Nada terrible. Pero sí difícil. ¿Quién no ha tenido semanas así? Semanas donde todo parece un poquito menos ameno, menos simpático, menos dicharachero. Estamos en el último mes del año  y al parecer eso es suficiente para hacer que los niveles de tolerancia bajen, que la paciencia se acabe rapidito y que la buena onda se haya ido de vacaciones a la Cochinchina.
Sin embargo, algo mágico ocurre en los momentos en que las cosas no parecen ir del todo bien. Uno se conecta con uno. Y muchas veces eso es lo único que basta para empezar a ver la luz al final del túnel. ¿Por qué? Porque uno se vuelve más consciente de lo que le ocurre; al volverse más consciente,  uno se vuelve más dueño de uno mismo y al volverse más dueño de uno mismo uno se empodera para buscar una salida y una solución.
Para salir de momentos así, creo que no hay recetas universales, cada uno debe buscar su propio camino y su propia manera. Pero pienso que el primer paso para empezar a movilizarse hacia un futuro mejor es sentir que de una u otra forma es uno el que debe emprender el viaje.
Además, los momentos difíciles tienen la cualidad de ayudarnos a separar la paja del trigo. Lo verdaderamente importante emerge como lo verdaderamente importante. Todo lo demás parecen castillos de hielo expuestos a pleno sol: pierden su forma, su contextura y se derriten convirtiéndose en lo que realmente son: sólo agua. Agua que se evapora y se va. En cambio lo importante no se evapora nunca. Y  es en los momentos de dificultad cuando uno lo ve de una forma mucho más obvia y evidente y se pregunta extrañado ¿Cómo pude perder tanto la perspectiva?

Es que muchas veces la perspectiva se pierde no más. La vista tiende a nublarse cuando todo es fácil y bonito. No digo suceda que siempre ni que nos pase a todos. Pero pasa. Seamos francos, cuando todo va bien  ¿Qué necesidad hay de empoderarse y de volverse consciente? Re-poca, la verdad. Me quedo con lo que dijo Einstein al respecto: “La crisis es lo mejor que puede suceder porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo, sin quedar superado".
Así las cosas y pensándolo bien, creo que esta semana en realidad… ha sido una bendición.  

martes, 2 de diciembre de 2014

Grilletes

No quisiera tener que teñirme el pelo nunca más. Lo sé. Con todo lo que invierto en el tema, no son buenas noticias ni para la industria de coloración capilar ni para mi querido peluquero, que en verdad es un ángel y sabe que no es nada personal con él. Es más bien algo personal conmigo. Pero ojo, tampoco es tan dramático. Sólo dije "no quisiera tener que teñirme el pelo…" Es sólo una declaración de intensión y ningún caso se trata de una decisión tomada, porque honestamente, no estoy para nada segura de poseer la valentía para llevar a cabo mi idea y sobreponerme a todo lo que implica el descarnado proceso de dejarse crecer… las canas.
 
Lo que tengo es más bien un anhelo y unas poderosas ganas de liberarme del grillete de la tintura. Un grillete que cada tres semanas me obliga a disponer de tiempo (que siempre es escaso), de dinero (que tampoco me sobra) y de paciencia (que derechamente, en mi caso, hay re-poca). Pero lo más patético de todo, es que yo misma tengo la llave del grillete y no me atrevo a soltarlo. Me da susto y pudor y cargo de conciencia y un millón de otras cosas más, entre las cuales está el maldito "qué dirán".
 
¿Qué dirán? ¿Me veré más vieja? ¿Luciré menos atractiva? ¿Pareceré mayor? ¿Le gustaré a mi marido? ¿Y mis amigas, que son brutalmente honestas, qué opinarán? ¿Los amigos de mis hijos creerán que soy la mamá de su compañero de curso o pensarán que soy la abuela? Tendría que cambiar la foto de mi perfil de Facebook y del Whatsapp… ¿Y qué dirán quienes no me ven en persona hace tanto tiempo? ¿Seré capaz de hacerme la chora y soportar tanta presión? ¿Quién me pone la presión? ¿Ellos?... ¿Yo?
 
…Yo.
 
¿Cuántos grilletes más andamos arrastrando por la vida? Grilletes que están atados a nuestros tobillos, que nos torturan al caminar, que nos entorpecen el avance y que nos impiden ser como queremos ser. Sin embargo, aunque las llaves para abrirlos las tenemos en nuestras propias manos, somos nosotros los que no nos queremos liberar. Obedecemos a la lógica ilógica del "qué dirán", pensando que son todos los demás quienes nos imponen sus reglas… cuando en realidad somos nosotros los que hemos decidido acatarlas. Creo que no es tema si me tiño o no me tiño las canas. Lo que sí es tema, es que mi vida esté teñida por las opiniones y juicios de los demás. Y en ese caso, claramente… la única que destiñe soy yo.

martes, 25 de noviembre de 2014

En un segundo

(Columna publicada en "El Mercurio de Antofagasta" el sábado 22 de Noviembre de 2014)
 
La vida puede cambiar en un segundo. Así, drásticamente y de manera inesperada. Un segundo basta para que los afanes pierdan todo sentido… o para que lo recobren. Cuántas historias habremos conocido: un accidente, una enfermedad, una pérdida. Un segundo es lo que se demora la vida en remecernos, en darnos vuelta, en cambiarnos las reglas del juego para luego decirnos, ya, siga jugando como pueda, Señorita o Señora o Caballero.
 
En las páginas de este diario, se publicó durante esta semana el caso de la contadora Andrea Fernández, casada, madre de 4 hijos, quien sobrevivió el pasado 28 de octubre a un accidente en calle Salvador Allende en esta ciudad. Quedó parapléjica. Así, en un segundo, un día cualquiera.
¿Cómo se hace para seguir viviendo? ¿Por dónde se empieza? ¿Cómo se paran los caídos? ¿Cómo vuelven a sonreír los que creyeron que jamás volverían a hacerlo? La respuesta que se me viene a la cabeza es una sola: somos más de lo que creemos que somos. Y creo que ésa debería ser la primera gran lección que estos acontecimientos inesperados traen: entender que dentro de cada ser humano hay algo, una luz, una fuerza, un poder… "algo", que en circunstancias adversas nos convierte en los héroes y heroínas de nuestras propias vidas. No conocemos nuestro potencial hasta que nos vemos obligados a ponerlo a prueba.
 
A justo un mes del accidente de Andrea se dará inicio a la Teletón. Y a mí me parece que eso se puede leer como una señal. La Teletón es un motor de amor que nos mueve y nos inspira a los chilenos. Porque en la Teletón hay miles de historias de quienes pensaron que no iban a poder, pero al final sí pudieron.
 
A Andrea la vi en la foto del diario, tendida en una cama, inmóvil. Pero estoy segura que dentro de ella no hay nada inmóvil. Está empezando a dar la pelea más importante de su vida y con lo poco que leí de su rutina antes del accidente se ve que es una luchadora. Andrea además tiene a toda su familia detrás, apoyándola, pero también nos tiene a nosotros, los que no la conocemos y simplemente leímos la noticia y nos conmovimos. Desde algún lugar de la vida, cada persona que supo lo que te pasó, Andrea, te está mandando fuerza, ánimo y amor porque creemos que sí podrás y apostamos a que serás la heroína de tu propia historia.

La vorágine de fin de año


Despedidas, graduaciones, ceremonias de clausura, presentaciones del colegio, paseos de curso, convivencias de fin de año, cenas de empresa, fiestas navideñas para niños, entregas de notas, compras de regalos, bazares, ferias de las pulgas, decoración del arbolito, ventas nocturnas, conciertos de Navidad… ¡Stop! Todos queremos que llegue fin de año. Pero cuando llega, lo único que añoramos es que pase pronto.
 
Entre las frases que más he escuchado estos días -y que incluso yo misma he pronunciado- están: "Ando como loca", "Estoy colapsada", "Esta época es terrible", "Estoy agotada", "Corro todo el día", y un interminable etcétera. ¿Tiene algún sentido que sea así? ¿Quién es el responsable de que mi experiencia se haya desbocado a este nivel? Alternativa A: Las circunstancias que me rodean. Alternativa B: Yo.
 
Si elegiste la alternativa A, déjame decirte que las noticias no son muy halagüeñas para ti, porque básicamente has optado por sentirte una víctima de lo que te sucede. Y lo que ocurre es que el rol de víctima lo único que te permite es volverte reactivo… y las personas reactivas se ven a menudo afectadas por su ambiente. Si el tiempo es bueno, se sienten bien; si el tiempo es malo, se sienten mal. Quizá hayan oído alguna vez hablar de Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austríaco y judío. Frankl estuvo encerrado en los campos de concentración de la Alemania nazi, donde experimentó cosas espantosas. Toda su familia murió en los campos, pero un día, desnudo y solo en una habitación tuvo una epifanía que denominó "la libertad última", esa libertad que ni sus carceleros podían quitarle. Ellos podían hacer lo que quisieran con su ambiente y su cuerpo, pero Frankl, entendió claramente que "en su interior, él podía decidir de qué modo podía afectarle todo aquello".
 
Estamos hablando de campos de concentración… en nuestro caso, es sólo la "vorágine de fin de año". En medio de las terribles experiencias que le toco vivir, Viktor Frankl "usó el privilegio humano de la autoconciencia para descubrir que entre el estímulo y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir". Me gustan estas historias inspiradoras, porque me invitan a ejercer mi libertad personal.
 
Es verdad, el entorno tiende a enloquecer bastante en estas fechas. La gente anda un poco más nerviosa, ansiosa y apurada; hay más tacos, más gastos, más sobreexcitación. Además, el clima se pone más caliente y uno como que anda más hinchado y transpira más… ¿Y qué importa? El año se acaba, el verano está ad-portas, vivimos al lado de un mar maravilloso y de un cielo azul con un sol resplandeciente que se lo quisieran en cualquier parte del mundo. Les digo sinceramente que este fin de año quiero disfrutar y pasarlo bien, de corazón, de verdad. Cero estrés, cero agobio. Cero queja. Elijo la alternativa "B".

domingo, 9 de noviembre de 2014

Hay que hacer lo que hay que hacer




Una de las grandes verdades de la vida es que de ésta sí que no salimos vivos y entonces, si todos al final de alguna u otra forma vamos terminar nuestro periplo por estos lares ¿qué tenemos que perder? Nada. Si se trata de hacer que esto valga la pena, entonces, que así sea. Porque en verdad la idea es que en el minuto de los “quiubo”, todo cuadre, todo encaje y que podamos respirar aliviados con la única sensación que en verdad alivia en la vida, que es la sensación de haber hecho la pega y de haber dado el cien por ciento.
Pocas experiencias hay tan reconfortantes como presentarse a dar una examen y tener la tranquilidad y la certeza que estudiaste todo lo que tenías que estudiar, a conciencia, honestamente. Es una sensación de fortaleza y poder. Cuando no es así, te debilitas porque tiendes a traspasar tu poder a elementos ajenos a ti: a la suerte, a la prueba, al profesor, al alumno que se sienta a tu lado, al clima, al insomnio, incluso a la estampita que llevas guardada en el bolsillo de la camisa. Si eliges creer que todas esas cosas tendrán algo que ver en el resultado de tu prueba, es tu decisión. La experiencia me ha enseñado que ésas son sólo ilusiones. Ilusiones que lo único que hacen es embriagarte con mentiras que no son más que producto del miedo de sentirte perdido y solo. Pero, sinceramente, uno nunca anda ni tan solo, ni tan perdido, porque aunque sea bien en el fondo, uno tiene al menos la vaga noción de que para sacarse una buena nota en un examen hay que estudiar para la prueba.

Pasamos la existencia sacándole la vuelta a lo que tenemos que hacer y cuando nos percatamos de que no hicimos lo que vinimos a hacer a este mundo puede ser demasiado tarde. Bueno, no todo siempre es tan prístino, claro y evidente. Las determinaciones flaquean a veces, hay varios días en los que he querido dejar botadas todas mis buenas intenciones de Año Nuevo, y sí, confieso que mil veces las he dejado botadas y olvidadas en el camino. El día a día es complejo, te hace perder perspectiva, te “terrenaliza” todos los sueños y te convierte en un peatón más al que muchas veces le cuesta sobreponerse a la pesadez de la cotidianidad. Pero como dicen por ahí, hay que tratar de acordarse siempre que “para tener lo que nunca has tenido debes hacer lo que nunca has hecho”.
En fin, lo que quiero decirles es simplemente que para bajar de peso hay que dejar de comer, para ganar dinero hay que trabajar, para ser campeón hay que entrenar, para ser feliz hay que dejar de sentirse desgraciado, para gozar hay que dejar de sufrir, para comprarse un auto hay que ahorrar plata, para ir al cine hay que pagar la entrada, para tener la casa limpia hay que tomar la escoba y barrer. En pocas palabras, para tener lo que quieres tener… hay que hacer lo que hay que hacer.

¿Halloween o Jálogüin?


A propósito de muertos, fantasmas y zombies. Qué fiesta más rara es Halloween. Es rara porque para empezar ni siquiera sabemos lo que significa Halloween (una rápida búsqueda en Wikipedia, arroja que se trata de una contracción de All Hallows' Eve, que significa “Víspera de Todos los Santos”). Si se castellanizara, la palabra debería escribirse Jálogüin, pero en realidad, eso se ve aún más raro. Así es que Halloween así en inglés está bien. Está bien, pero –insisto- es una fiesta rara.
Cuando yo era chica, Halloween no existía en este país. Nadie salía a tocar los timbres del vecindario pidiendo “dulce o travesura” (a lo más sólo hacíamos ring-raja). Nadie tampoco se disfrazaba de esperpento, ni decoraba su casa con negro y con naranja. Pero hace rato que ya no soy chica y hace rato también que el mundo cambió y se globalizó y hoy todo es diferente y lo que se hace en Estados Unidos se hace también en la China, en el Congo y en Chile. Así, sin más razón que la sinrazón. Por eso es raro Halloween, porque es una fiesta ajena, difícil de entender para los que no nacimos con ella. Pero bueno, aquí está y al parecer cada año va tomando más fuerza.

Esto quizá se deba a que cada año hay más muertos que el año anterior. No es menor constatar que anualmente mueren en este planeta cerca de 56 millones de personas. Otro dato: en total, desde que el mundo es mundo, se estima que han pasado por la faz de la tierra más de 107 mil millones de seres humanos, y si consideramos que hoy la población mundial es de aproximadamente 7 mil millones de personas, podemos deducir que los habitantes del más allá superan las 100 mil millones de almas. Y nunca tienen bajas. De más está mencionar que nadie, jamás, abandona ese lugar. ¿Qué tal? Después de este análisis Halloween no parece una celebración tan descabellada: son considerablemente muchos más los que están en el patio de los callados que los que aún seguimos vivitos y coleando. Es justo que esas miles de millones de almas tengan una fiesta al menos una vez en el año.
Pero igual, me sigue pareciendo raro que para recordar a los que han pasado a mejor vida nos pasemos la tarde entera abriendo la puerta de la casa y entregando caramelos. Me cuesta hacer el link para entender la lógica que hay detrás. Pero como el reino de los muertos debe tener una lógica bien distinta a la del mundo de los vivos, me declaro incompetente para hacer el análisis. Lo único que me queda claro después de esta reflexión, es que los que estamos vivos somos muchos menos que los que están muertos, y que durante el breve espacio de tiempo en el que vamos a estar por estos lados antes de que nos llegue nuestra hora fatal, más nos vale gozar, disfrutar y mirarle el lado amable a la vida. Y esto incluye que cada último día del Octubre abramos la puerta de la casa las veces que sea necesario no sólo con las manos llenas de caramelos… sino que también con la cara llena de risa.   

El gato y el ovillo de lana


 
En este loco ajetreo diario. En esta incansable competencia por ser mejor, por tener más, por ser aceptado, por pertenecer, nos enredamos como se enreda el gato con un ovillo de lana y nos olvidamos que todo empezó como un juego, como algo entretenido. Sin embargo, es bien probable que al rato y sin saber bien cómo, el gato termine con la lana estrangulándole el cogote, furioso con él mismo porque casi no puede moverse, sintiéndose atrapado y más encima… tonto.
La gran lección del gato es que se enredó porque perdió de vista la razón primigenia por la que estaba haciendo lo que estaba haciendo: pasarlo bien. A menudo pasa, que uno entra en una especie de vorágine por lograr, por avanzar, por obtener. Se obsesiona con los desafíos, enfrenta las pequeñas y las grandes batallas, va para allá, viene para acá, sonríe para la foto, se involucra, se la juega, pero interiormente siente un vacío.  Julio Iglesias ganó millones haciendo un mea culpa al respecto: “Me olvidé de vivir”, cantaba arrepentido y confesaba que corría por la vida sin freno, que olvidó que la vida se vive un momento, que quería ser en todo el primero y que ni se acordó de vivir los detalles pequeños.  

En el libro “Dejar ir”, el renombrado psiquiatra, filósofo e investigador norteamericano David Hawkins, señala que “cuando la emoción subyacente es olvidada o ignorada y no se la experimenta, el sujeto no es consciente del motivo de sus actos y desarrolla todo tipo de justificaciones, de hecho, con frecuencia no sabe por qué hace lo que hace”. Agrega este notable científico que “una manera simple de volverse consciente de la meta emocional subyacente tras cualquier actividad consiste en utilizar la pregunta  “Para qué?”. Después de cada respuesta, se vuelve a preguntar para qué, una y otra vez hasta que se descubre el sentimiento básico”. Hawkins proporciona el ejemplo de un hombre quiere un auto nuevo. “¿Para qué quiero el auto nuevo?” “Bueno -dice- es una señal de reconocimiento, de respeto y de estatus”.  Y otra vez:  “¿Para qué quiero el estatus?”. “Para conseguir el respeto y la aprobación de los demás”. Y otra vez se pregunta:  “¿Para qué quiero ese respeto y esa aprobación?”. “Para tener una sensación de seguridad”. Y vuelve a preguntarse: “¿Para qué quiero la seguridad?”. “Para sentirme feliz”. Al final, concluye Hawkins, “la pregunta constante del para qué revela que en el fondo hay sentimientos de inseguridad, infelicidad y falta de plenitud. Cada actividad o deseo revelará que el objetivo básico es lograr una cierta sensación. No hay otras metas más que las de superar el miedo y alcanzar la felicidad”.
Preguntarse para qué hago lo que hago es un buen ejercicio. Pero debe ser hecho con honestidad. Porque finalmente ¿para qué juega el gato con un ovillo? Para pasarlo bien. Si ocurre que se enreda y lo pasa mal, su objetivo no se cumple y probablemente se convertirá en un gato triste y frustrado que  lo más seguro es que termine echándole la culpa de su desgracia a “ese maldito ovillo de lana”. El ovillo de lana es sólo un ovillo de lana. Pero el enredo es responsabilidad del gato.

viernes, 24 de octubre de 2014

Niños en shock

 
(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 18 de Octubre de 2014)
 
Ayer dejé a mis hijos en shock. Como una forma de aterrizarlos un poco y trasmitirles que no todo siempre es fácil, rápido, instantáneo y automático, les conté que cuando yo era chica, la tele era en blanco y negro, que los dibujos animados sólo los daban un par de horas en el día y que con suerte, había 4 canales para elegir; les conté también que el control remoto no existía y que si uno quería cambiar de canal tenía que levantarse de su asiento, acercarse al aparato y girar el selector, cosa que también se podía hacer con ayuda de un alicate si es que la aludida perilla hubiese pasado a mejor vida.
 
Mis tres pequeños me miraban estupefactos. Yo me entusiasmé con las remembranzas y les conté también que si quería hablar por teléfono tenía que ir a la esquina; que las fotos había que mandarlas a revelar a una tienda y que se demoraban dos días en tenerlas listas; que el agua se hervía en una tetera; que el choclo venía en una coronta y no en una bolsa de plástico congelado; que no existían las zapatillas con velcro y que uno tenía que aprender a amarrarse los cordones desde chiquitito. Les relaté además que las tareas del colegio las hacía con la ayuda de una enciclopedia que tenía 25 tomos, de dos kilos y medio cada uno y que más encima, como la enciclopedia de mi casa estaba en inglés, tenía que traducir la información palabra por palabra con un diccionario Inglés/Español porque -obvio- no existía el Traductor de Google.
 
Los pobres me miraban con una mezcla de entre compasión e incredulidad… "¡Qué suerte que nací en el 2005!", comentó aliviada mi hija de 9 años. Me invadió un poderoso déjà vu y recordé que en algún momento de mi niñez también agradecí haber nacido varias décadas después que mis propios padres, porque tengo la sensación de haber escuchado la misma cantinela por parte de mis progenitores, con una exacerbada valoración de su infancia versus la mía. El tono del discurso era básicamente el mismo que el que usé con mis hijos, sólo el detalle cambia: en vez de ver tele, leían El Peneca y Billiken; en lugar de goma de borrar a veces usaban miga de pan; al colegio no llevaban mochila sino bolsón de cuero; no existían las bebidas cola, sólo tomaban Bidú o Sorbete Letelier; la leche la traía diariamente a la casa un señor que se llamaba lechero; los pollos venían con plumas y los jeans se llamaban Pecos Bill.
 
Siempre en estas conversaciones hay un dejo de "mi-infancia-fue-mucho-mejor-que-la-infancia-de-los-niños-de-hoy", y yo creo que al final es la misma vieja historia que se va contando una y otra vez teñida por la nostalgia de la niñez ya vivida a la cual nunca podremos volver sino a través de estos recuerdos medio empolvados que descansan en la memoria.
De la infancia de mis padres a la de mis hijos, el mundo ha cambiado, qué duda cabe, pero pareciera que nuestra esencia sigue siendo la misma. Cada uno piensa que su propia experiencia fue la mejor, no importa si nacimos en el 2005, en 1968 o en 1943. Los niños son por sobre todo niños y los adultos en el fondo también somos niños… un poco más grandes, nada más.

La parte oscura del camino

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 11 de octubre de 2014) 
 
En toda empresa, aventura o desafío, los momentos iniciales están llenos de promesas, de ilusiones, ganas y entusiasmo. ¡Vamos a emprender un viaje!... y con nuestra mejor disposición nos preparamos para subirnos al carro, o a lo que sea que nos va a llevar a nuestro destino y a nuestra meta. Todos en la partida nos dan ánimo, nos impulsan y nos hacen sentir orgullosos de nosotros mismos. Los pañuelos blancos se agitan, una que otra lágrima de emoción se cae y las palabras de aliento te inundan el alma.
Así es como empiezan casi todos los viajes y en la medida en que nos vamos alejando del punto de partida, los vítores  se van sintiendo cada vez más lejanos. Poco a poco, uno se va internado en la espesura del recorrido, el silencio se va haciendo cada vez más grande y más profundo, hasta que llega el instante en el que por primera vez en toda la travesía, uno se da cuenta está completamente solo, en la inmensidad de una aventura loca y corajuda. Sola: yo y mi sueño. Mi sueño y yo. Y me confundo sin ser capaz de distinguir quién es más importante ¿Yo? ¿Mi sueño? Y las preguntas se agolpan: ¿Cómo fue que llegué hasta acá? ¿Por qué estoy metida en esto? ¿Quién dijo que esto era lo que realmente yo quería?

Los últimos rayos del sol me compelen a echarle una mirada a la brújula, por si acaso, para chequear si ando muy perdida. Con tan mala suerte que al momento de sacarla del bolsillo, ésta se cae y se hace añicos. Excelente. La  hago de oro, estropeando lo único que podía darme una pista acerca de si voy por la senda correcta o si definitivamente estoy haciendo el ridículo. La noche no se hace esperar, tiñendo todo con su negrura honda y espesa. Resulta mandatorio, hacer un alto y acampar. Definitivamente estoy en la parte oscura del camino. Nadie nunca me dijo que iba a encontrarme con estas tinieblas, con esta falta de luz, con esta desorientación, y con todas estas dudas martillándome la cabeza. Nunca… nadie… ni siquiera… lo mencionó.
Así, medio aturdida, hago lo único que puedo hacer para huir de la tenebrosa oscuridad que me rodea. Cierro los ojos y me interno en mi propia oscuridad, igual de oscura que la de afuera, pero al menos ésta es mía. Entonces sucede lo que habitualmente sucede cuando uno cierra los ojos: me quedo dormida. Y sueño. Sueño que tengo un sueño. Y sueño que para cumplirlo, sólo tengo que decir tres palabras mágicas: Confía-en-ti.  Confía en ti.  ¡CONFÍA EN TI! Cuando despierto, ya es de día. Me siento renovada, re-energizada, feliz, con la certeza de tener todo lo necesario para terminar mi aventura… y me queda claro que a veces, la clave más importante de todo el viaje la encontramos en la parte oscura del camino.

Cuero de chancho

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 4 de Octubre de 2014).
Durante un significativo período de mi vida, trabajé en el mundo de la televisión y el espectáculo. Fue una etapa interesante donde aprendí mucho de la naturaleza humana, de sus grandezas y de sus aspectos más menguantes. Entendí que el showbusiness es un reflejo de la vida misma, aunque quizá en un tono más technicolor, pero donde la tragedia y la comedia comparten el escenario por igual. En ese tiempo, me tocó trabajar muy de cerca con una rimbombante estrella del firmamento local, quien me inspiró para sacar varias conclusiones acerca de los curiosos mecanismos que emplea la psique humana para garantizar la supervivencia del individuo en un hábitat complejo donde continuamente hay que estar defendiéndose del resto de las fierecillas que en él habitan.
 
Vi de todo y fui testigo de muchas situaciones que me resultaron extremadamente llamativas, sin embargo, una de las curiosidades que pude distinguir -y de la cual el personaje farandulero con el que trabajé era una eximia exponente- tenía que ver con una notable capacidad para soslayar los comentarios negativos, obviar las críticas, esquivar olímpicamente los dardos venenosos y básicamente volverse inmune a los ataques, pelambres, comidillos y rumores malintencionados que suelen proliferar en este tipo de entorno y, para que estamos con cosas, en varios otros entornos también. Es lo que popularmente se conoce como tener cuero de chancho.
 
Entendido así, el cuero de chancho es un estado mental y un concepto con una connotación positiva, ya que opera como un excelente mecanismo de defensa garantizando nuestra supervivencia y nuestro progreso en la vida. Como todo, claro, llevado al extremo puede ser bastante nocivo, haciéndote perder todo contacto con la realidad para transformarte en un ente que sólo ve lo que quiere ver y escucha lo que quiere escuchar. Es quizá lo que le sucedió a la celebridad a la que me he referido, que con el correr del tiempo no tuvo más que refugiarse en el anonimato de su vida privada, porque finalmente su cuero de chancho se puso tan, pero tan duro, que los únicos comentarios que validaba eran los que provenían de la imagen del espejo cuando ella se paraba frente a él.
 
El mundo de la farándula es una asertiva caricatura de las venturas y desventuras del resto de los mortales. En nuestras vidas corrientes y cotidianas ocurre lo mismo que en ese ámbito, sólo que sin cámaras, sin maquillaje y sin efectos de sonido. En general, en el peregrinar de la vida la delicadeza de cutis va disminuyendo con el correr de los años y uno se vuelve más selectivo en cuanto a los comentarios que realmente considera versus aquellos cuyo destino no es más que la taza del excusado. La gracia está en tener la sabiduría para reconocer la diferencia y para ello, no hay mejor receta que además de tener los pies bien puestos sobre el suelo, nuestra epidermis pueda desarrollar un grosor, una resistencia y una permeabilidad similar a la del cuero de chancho.

La brecha

(Columna publicada en El mercurio de Antofagasta el Sábado 27 de Septiembre de 2014)
 
"¿Qué quieres ser cuando grande?". Es una pregunta inmortal. A todos nos la hicieron una y mil veces cuando niños. Todos, curiosos, la hemos vuelto a formular. Y comparamos. ¿Qué quería ser yo cuando grande? ¿En qué finalmente me he convertido? Supongo que el balance debe ser personal y privado. Algunos sacarán cuentas alegres; otros, suspirarán aliviados al ver que finalmente nunca se convirtieron en aquello que alguna vez pensaron podían llegar a ser y también están los que, quizá amargamente, reconocerán que tienen una deuda con ellos mismos y con esos sueños que no han logrado cristalizar.
 
Esa deuda es lo que también podemos llamar la brecha. O sea, la distancia que hay entre lo que pensé que iba a ser y lo que finalmente fui. La brecha es una especie de antimateria: lo que no fue, lo que no he logrado, lo que falta, lo que nos separa, lo que nos impide convertirnos en lo que alguna vez bosquejamos para nosotros mismos. La brecha es bastante hostil y extraña, porque en ella habitan todo tipo de fantasmas, miedos e inseguridades.
Es, además, el medio ambiente ideal para el cultivo de las más intrincadas excusas: grandes, chicas, grotescas, increíbles, y también aquellas que parecen casi-casi verdaderas. Le brecha es, asimismo, la rendija favorita de la mala suerte y de los males de ojo, que dicho sea de paso, no son más que otro tipo de excusa.
 
Sin embargo, lo más peligroso de la brecha es que con el tiempo logra engatusarnos y empezamos a sentirnos más y más cómodos con su falsa compasión y su malentendida condescendencia. Porque mal que mal, la brecha perdona nuestros pecados, avala nuestra somnolencia, nos apaña en la pereza y se convierte finalmente en una zona de confort que cada día es más difícil dejar. La brecha nos reduce a la versión más mezquina de nosotros mismos y, como la bribona astuta y mentirosa que es, reconforta la indigencia de nuestro espíritu con el más vil de los consuelos: el conformismo.
 
¿Y saben por qué? Porque la brecha comprende que está permanentemente amenazada de muerte, pero al mismo tiempo sabe que si nosotros nos conformamos con lo que tenemos, nunca vamos a apretar el gatillo. Por eso el llamado es a rebelarnos contra la brecha para que cada vez sea más corta y más estrecha y más insignificante, hasta que llegue el día en que no exista y que en vez de brecha… haya simplemente un sueño convertido en realidad.

Pensamiento exponencial

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 20 de septiembre de 2014)
 
Es difícil ser menos de lo que uno es. El universo se expande y también todos los que estamos en él. Hoy cada uno de nosotros es mucho más de lo que fue ayer, aunque a veces pensemos que no. Cada día aprendemos algo nuevo, vemos algo nuevo o vivimos algo nuevo que se incorpora a nuestro ser y nos expande mentalmente, emocionalmente y/o físicamente. Y al día siguiente, con todo eso ya adosado a nuestra esencia, volvemos a aprender, a ver y a vivir algo nuevo. Y lo más alucinante es que esa expansión debería ser exponencial, es decir, tener un ritmo de crecimiento que aumente cada vez más rápidamente.
Jason Silva, que se presenta en su sitio web (www.thisisjasonsilva.com) como “cineasta, futurista y “adicto a las epifanías”, y que además es actualmente el conductor del programa “Juegos Mentales” del canal National Geographic, lo explica mejor que yo. En el evento South by South West SXSW 2013, Jason habla sobre el pensamiento exponencial v/s el pensamiento lineal  y señala que “ha habido más cambios en los últimos 100 años que en los últimos mil millones de años”. Con el siguiente ejemplo se entiende mejor la idea: pensemos en contar 30 pasos: 1, 2, 3, 4… etc. hasta 30. Cuando lleguemos al paso número 30 nuestro valor de avance será 30. Eso es pensamiento lineal. Pero si tomamos los mismos 30 pasos y avanzamos exponencialmente, la evolución sería 1, 2, 4, 8, 16, 32… etc. Al llegar al paso número 30 el valor de avance sería de más de mil millones. Eso es pensamiento exponencial. 30 v/s mil millones, en la misma cantidad de pasos.

Y Jason usa la tecnología para ejemplificar este fenómeno: “tu smartphone es un millón de veces más barato, un millón de  veces más pequeño y mil veces más poderoso de lo que hace 40 años era una supercomputadora de más de 60 millones de dólares del porte de un edificio y a la cual tú podías acceder sólo si contabas con privilegios especiales”. Y agrega “hoy, una persona con un smartphone en África tiene mejor sistema de comunicación que lo que tenía el Presidente de Estados Unidos hace 25 años”. Bien, todo esto es resultado del pensamiento exponencial.
Atrapados en el pensamiento lineal, el avance es lento y muchas veces se atasca con creencias limitantes que no sólo retrasan la llegada de tiempos mejores, sino que son además fuente de frustración y dolor. Uno de los requerimientos del pensamiento exponencial es olvidarse de las limitaciones, abrir las compuertas de la inspiración y permitir que las ideas bajen sin censura, porque esas nuevas ideas siempre serán exponenciales, fruto de todo el conocimiento que ya posees (aunque muchas veces no sabes o no recuerdas que posees). Aunque parezcan ideas locas, raras, distintas. Al fin y al cabo ¿no es así como todas las grandes ideas se ven en un comienzo? Es imposible ser menos de lo que uno es si uno está abierto a ser todo lo que puede ser.

Valor agregado


Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 13 de septiembre de 2014.
La mente no para. Todo el día parloteando, comentando, enjuiciando. Nunca se calla. Su diálogo es intenso y es sordo: no escucha más que sus propias razones, no obedece más que sus mismos patrones de siempre y la información que recibe la procesa a la luz de sus más profundas creencias. Leyendo “El Poder del Ahora” de Eckhart Tolle, me he hecho un poco más consciente de esta permanente conversación que tiene lugar en mí. Entiendo que la afirmación que acabo de hacer es bastante rara, porque implica que en el coloquio que se lleva a cabo en mi interior –como en todo coloquio- hay al menos dos participantes: uno sería mi mente con mis pensamientos… ¿y el otro, quién sería?
Puedo entender que yo no soy mis pensamientos y, por ponerlo de manera rimbombante, puedo decir incluso que yo soy más que mis pensamientos. Sin embargo, para mi sorpresa, debo reconocer que la mayor parte del tiempo me identifico tanto con lo que da vueltas en mi cabeza que soy incapaz de establecer la diferencia. Y el simple hecho de constatar que en general me muevo por la vida creyendo a pies juntillas que yo soy mis pensamientos, no me deja para nada indiferente, porque significa entonces que casi siempre creo ser quien en verdad no soy. Y eso sí me parece un tanto  patológico.

¿Esto no es acaso lo que nos pasa a casi todos? ¿Estaremos todos un poco locos, entonces? Eckhart Tolle señala que “la causa principal de infelicidad nunca es la situación, sino tus pensamientos sobre esa situación”. No somos lo que pensamos y más aún, lo que pensamos sobre lo que nos sucede no es más que la interpretación de un hecho que en sí mismo sólo es lo que es: ni bueno, ni malo, ni positivo, ni negativo. Es uno el que le agrega el valor.
Al igual que el IVA, que es un impuesto que recauda el fisco y que en Chile recarga el 19% sobre la transacción comercial de un bien o servicio, aumentando así su precio de venta, nuestra realidad está construida por experiencias y situaciones cuyo significado se recarga con el valor agregado que le dan nuestros pensamientos (que en muchos casos superan por lejos el 19%) haciendo que estas experiencias o situaciones sean mucho más de lo que en verdad son. En este sentido sería quizá más sensato copiarle a los norteamericanos, que siempre venden sus productos diferenciando el valor original de éstos del valor del impuesto (por ejemplo, el precio de una polera es de US$ 9.99 plus tax). Una cosa es el precio del producto y otra el valor agregado del impuesto… Una cosa es lo que nos sucede y otra cosa el valor agregado por el pensamiento a eso que nos sucedió.  

sábado, 6 de septiembre de 2014

Livianita de equipaje


(Publicado en "El Mercurio de Antofagasta" el 6 de septiembre de 2014)
 
Hay una señora ya mayor. Tan mayor que está a pocos días de cumplir cien años. ¿Cuántas vidas están contenidas en cien años? ¿Cuántas risas y llantos? ¿Cuántos dolores que se han secado con el tiempo? ¿Cuántos momentos de felicidad que están viajando por algún lugar del espacio? Y todavía la luz de esta señora, que es mi abuela paterna, no se apaga. Y todavía pareciera que tiene ganas, aunque la mayor parte del tiempo está tranquilita, mirando la tele y metida en la cama.  La memoria se le ha puesto olvidadiza, cosa que no parece tan rara cuando estás a punto de cumplir un siglo de vida. Al principio sus olvidos me daban pena, porque yo pensaba, qué triste no acordarse de lo que te va pasando, pero hoy como que incluso me da gusto, porque he entendido que el olvido es parte de su sabiduría. Y les voy a contar por qué.
Algo que constantemente me llamaba la atención era que en la casa de mi abuela siempre había pocas cosas. Sólo lo necesario. Nada de closets atestados de ropa, ni de baúles de recuerdos, ni de bodegas con trastos inservibles. En la casa de mi abuela todo lo que había, se usaba. Todo lo que ella tenía, servía. Recuerdo el cajón de su velador donde guardaba pulcramente sólo un par de lentes de lectura y la novela de turno de Agatha Christie. Nada más… ¡Nada más! Y así era con todo: sus carteras siempre lucían aplastadas, como si un elefante se hubiese sentado sobre ellas, porque invariablemente estaban casi vacías,  sólo un monedero y un pañuelo de género y con suerte, a veces, los lentes de sol. Cuando viajaba, lo hacía como las actrices en las películas, con una minúscula maleta en la que misteriosamente cabía todo, incluso los pomposos vestidos con que estas mismas actrices aparecían en la escena siguiente, dejándola a una con una intriga que aún no he logrado resolver del todo. Porque –la verdad sea dicha- cuando yo viajo figuro como un ekeko y además cada uno de mis bultos parece contener los sacos de cemento necesarios para construir un rascacielos.   

Pero mi abuela siempre se movió por la vida ligerita de toda carga. Y quizá esa ha sido su gran metáfora porque tampoco guardaba cachivaches en su corazón. Las tristezas rapidito las botaba, los desaires los desechaba, no coleccionaba rencores y no recuerdo haberla visto enrabiada, así con esas rabias testarudas que se quedan con uno por días, meses e incluso años. Tantas cosas que uno guarda y que no tienen sentido. Ocupan espacio, acumulan polvo, se ajan, se ponen vinagre y hacen que nuestro equipaje sea cada vez más pesado, cosa que a los 70, a los 80, a los 90 ya no podamos más y nos muramos, no de viejos, ni de enfermos, sino de cansados. De cansados de andar con tanto lastre a cuestas, con tanta pena en el lomo, con tanto resentimiento en el alma.
Por eso mi abuela siempre practicó el olvido y lo sigue practicando hoy… ahora lo entiendo. Porque pareciera que para llegar a apagar graciosamente cien velitas, conviene andar vaporosa como el viento y más bien livianita de equipaje.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Regalos


He leído en las redes sociales todo tipo de comentarios relativos al nuevo letrero que da la bienvenida a Antofagasta en la Avenida Salvador Allende. La mayoría de ellos critican, incluso virulentamente, esta nueva estructura instalada por la Municipalidad y Paisajismo Cordillera. Personalmente -debo ser honesta- tampoco me gusta el bendito letrero, pero eso en verdad no importa tanto, porque es la opinión particular de una simple espectadora del hecho, que no participó ni un milímetro en la generación de la idea, ni en su planificación ni en su ejecución. Para ponerlo en otras palabras, he recibido un regalo y el regalo no ha sido de mi agrado.

No es la primera vez que me sucede algo así. Recuerdo que cuando cumplí 8 años, mi mamá decidió hacerme una fiesta con mis amigos. Yo estaba expectante, esperaba ansiosa a los invitados y -obvio- los regalos. Todo anduvo bien hasta que llegó mi mejor amiga, Claudia, de quien yo esperaba el regalo más especial, grande y lindo. Sin embargo, Claudia me entregó un minúsculo paquetito. Lo abrí curiosa y para mi decepción sólo me encontré con un par de pinches de lata y un dibujo de dos niñas abrazadas en el que se leía 'Amigas para siempre'. 'Broma', pensé. Y sin hacer el menor esfuerzo por disimular mi desencanto, le dije a mi amiga: 'Yo no uso pinches… y además, son feos'. Claudia se puso a llorar, mi mamá escandalizada me retó al frente de todos los invitados, la mamá de mi amiga me miró con odio, yo también estallé en llanto… y por un momento todo mi cumpleaños se fue a las pailas.
 
No recuerdo bien cómo se arregló el desaguisado, pero de lo que sí me acuerdo es que ese día en la noche, antes de dormir, mi mamá se sentó en mi cama y acariciándome el pelo me dijo que mi reacción con Claudia no había sido la mejor y que los regalos siempre había que agradecerlos. Yo, dura de mollera, me defendí argumentando que los pinches eran lo más aburrido que había recibido en toda mi vida y que yo '¡Jamás, le regalaría algo tan feo a ella!'. 'A ver, Señorita -me dijo tiernamente mi mamá- creo que no estás entendiendo: lo que ha hecho tu amiga Claudia es que te ha dado el regalo más valioso que alguien te puede dar… te ha dado la posibilidad de que aprendas a ser agradecida'.
 
El nuevo letrero de Antofagasta es un regalo. Un regalo porque antes de su instalación ahí no había nada y ahora en ese lugar hay un mensaje. Pero además es un regalo porque ha hecho que quienes vivimos en esta ciudad nos hagamos conscientes de la importancia de dar la bienvenida a quienes llegan por estos lados. Como me enseñaron mi mamá y mi amiga Claudia, creo que los regalos siempre hay que agradecerlos. Porque hay algunos regalos que a veces vienen con pillería. Y en esa pillería está el verdadero tesoro que nos vienen a entregar.

viernes, 22 de agosto de 2014

Más allá de los sueños


A propósito del triste fallecimiento de Robin Williams, hay una película protagonizada por este versátil actor norteamericano que casi no se ha mencionado en los interminables resúmenes de su trayectoria cinematográfica que han aparecido profusamente en la prensa durante estos días. Se trata de 'Más allá de los sueños' (en inglés: 'What dreams may come'), basada en la novela homónima de Richard Matheson. La cinta trata sobre lo que sucede después de la muerte, sobre el cielo, el infierno y sobre cómo nuestra vida no es más que el reflejo de lo que pensamos, creemos y soñamos. De hecho, la traducción literal del título en inglés es 'En lo que pueden convertirse los sueños'.

Curiosamente, y a pesar de que este gran actor realizó trabajos notables en varias otras producciones cinematográficas, siempre me llamó mucho la atención su desempeño en este papel, de hecho he visto la película varias veces, y hoy - después de lo que ocurrió esta semana- no me puedo deshacer de la imagen de Robin Williams interpretando a Chris Nielsen, el protagonista de esta historia. Quizá porque en la película él también muere y quizá porque en la película también se muestra lo que le sucede a quienes se quitan la vida. Y lo que en primera instancia podría ser un tema bastante sórdido y complejo de relatar, se presenta como una historia llena de esperanza, bellamente contada. Incluso, esta cinta ganó el Oscar en 1998 por los mejores efectos visuales.
 
'Más allá de los sueños' es de esas películas que sin ser obras maestras te remecen, te dejan inquieta y que mientras más las ves, más mensajes vas desentrañando. '… ¿Por qué no puedo verte, Doc?' le pregunta Chris (Robin Williams) a Albert (Cuba Gooding Jr.) estando ya en el más allá, 'Porque a mí no quieres verme, no quieres estar muerto…'. Los diálogos son interesantes y a través de la muerte te invitan a reconsiderar tu propia vida. 'A veces cuando ganas, pierdes... y cuando pierdes, ganas', le dice Annie (su esposa, interpretada por Annabella Sciorra) a Chris. Y mi cita favorita: 'Sólo el pensamiento es real y física la ilusión'.
 
No he querido hacer aquí una crítica de cine ni nada por el estilo, sólo he querido compartir una trama que me ha conmovido porque básicamente invita a ver la muerte como un proceso creativo… tan creativo como la vida misma, donde uno ve lo que quiere ver y a uno le ocurre lo que uno cree que le va a ocurrir. Me cautiva pensar que así puede ser la muerte y por lo mismo, me gusta imaginar a Robin Williams -y a todos los que ya no están en este mundo- en un lugar 'más allá de los sueños'… creando en paz.

Percepciones son realidades

'Percepciones son realidades', así lo repetía incansablemente un antiguo jefe mío, queriendo decir con esto que lo que cada uno percibe, se convierte en su propia y particular realidad. Un mismo suceso o evento puede tener connotaciones radicalmente distintas dependiendo de cómo lo experimentó quien lo vivió. Así, resulta difícil defender el concepto de objetividad ya que de acuerdo a lo anterior, el mundo que vemos no es más que… nuestra versión del mundo que vemos.

Hay una famosa pregunta que resume esta paradoja… '¿Hace ruido el árbol que cae en un bosque cuando no hay nadie para escucharlo?'. En otras palabras ¿puede la realidad existir separada del observador que la percibe?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Descubrí una interesante charla de TEDx ( www.tedxtalks.ted.com ), realizada por Michael Neill, coach norteamericano, en la que se habla sobre este tema. Dice Neill: 'Creemos que nuestra mente es como una cámara de video, que está grabando lo que sucede allá afuera, y dependiendo de cómo usemos esa cámara, tendremos una experiencia diferente. Si enfoco la cámara desde este ángulo, mi vida aparece como una experiencia maravillosa; si encuadro desde este otro lado… todo puede resultar muy deprimente'. Este conferencista explica que ésa es básicamente la idea del pensamiento positivo: si cambiamos la actitud o el ángulo desde el cual sostenemos la cámara, tendremos una experiencia de vida diferente. Pero Neill va más allá aún y agrega que, en todo caso, 'la realidad no es la experiencia agradable ni la experiencia desagradable… sino que más bien somos nosotros los que creamos esa experiencia'.

El triángulo Kanizsa (que está en la ilustración y que es llamado así porque fue un psicólogo italiano llamado Gaetano Kanizsa quien lo popularizó), es una ilusión óptica que ejemplifica lo que Neill explica. En la figura se percibe un triángulo en el centro, pero en realidad, dicho triángulo no existe. 'Se trata más bien de una ilusión creada por la mente -explica Neill, quien entusiasmado agrega- ¿No les parece asombroso? Creamos algo que todos podemos ver ¡pero que no está ahí!'. Son nuestros pensamientos los que crean nuestro mundo, y en ese sentido, acota finalmente Neill, 'entonces, nuestra mente no funciona como una cámara de video, nuestra mente, funciona como un proyector'. ¿Qué tal?

Callados

En un mundo en el que el don de la palabra es considerado precisamente eso… un don, quienes no han nacido con él o no han logrado desarrollarlo, muchas veces se consideran en desventaja. Tanto por ellos mismos, como por los demás. Los tímidos, los introvertidos, los callados y los reflexivos, son muchas veces subestimados y, por qué no decirlo, mirados en menos. Como contraparte, la extroversión, la expresividad, la verborrea y la facilidad de palabra son características bastante sobrevaloradas.

Es lo que se plantea en el notabilísimo libro 'Quiet', de Susan Cain, donde además se lanzan varios datos bien interesantes reivindicando a los más silenciosos. Para comenzar, se señala que 'algunas de las más grandes ideas, obras de arte e invenciones -como la teoría de la evolución, los girasoles de Van Gogh y el computador personal- provinieron de personas calladas y reflexivas que supieron sintonizar con su mundo interno y con los tesoros que allí se guardaban'. Y a continuación se hace un listado de grandes personalidades creadoras y soñadoras, todas introvertidas: Isaac Newton, Albert Einstein, Frederic Chopin, Marcel Proust, Steven Spielberg, Larry Page, J.K.Rowling, por mencionar algunos.
Confieso que hasta que este libro llegó a mis manos, no me había detenido a pensar con la suficiente seriedad acerca de este tema. Aunque he sabido disimularlo, yo misma me reconozco como una introvertida de tomo y lomo. Toda mi vida he luchado por camuflar y esconder dicha condición, lo que al parecer he logrado con cierto éxito, porque no han sido pocas las veces que para mi asombro las personas que me conocen han exclamado en mi cara: '¿Tú tímida? ¡De dónde!'. Y estoy segura que lo que a mí me ocurre, le ocurre a muchos. En 'Quiet' acuñan el término 'ambivertido' para explicar esta curiosa combinación de introvertido y extrovertido, señalando que nadie es 100% de uno u otro tipo. Más bien se habla de un espectro de introversión-extroversión y cada persona según su historia, personalidad, herencia, contexto, etc., se ubica en algún punto de ese plano.
 
Como les contaba, yo he luchado bastante conmigo misma para enmascarar mi introversión y retraimiento y básicamente lo he hecho porque pensaba que no era bueno ser tan callada… Hoy no pienso así para nada. He entendido que casi siempre los más callados son quienes tienen más que decir y quienes -al mismo tiempo- pueden decirlo con más propiedad, porque sus palabras siempre serán fruto de la introspección y la reflexión. Después de leer 'Quiet' me quedó muy claro que la introversión no es algo de lo que alguien se deba curar o mejorar, sino muy por el contrario, es una característica que debemos respetar, valorar y celebrar.

jueves, 31 de julio de 2014

El centésimo mono

Hace algunos años, un grupo de científicos se dedicó a observar a los monos que habitaban la isla de Koshima cercana a Japón. Los primates solían comer papas dulces arrancadas del suelo, obviamente sucias y llenas de polvo.

Un día los científicos notaron que unos pocos monos comenzaron a lavar las papas antes de ingerirlas, acción que fue prontamente imitada por otros macacos. Con el correr del tiempo, más y más monos de Koshima fueron adoptando este nuevo comportamiento, hasta que un número crítico de primates (100) adquirió la conducta. En ese momento algo muy curioso sucedió, ya que -según las observaciones de los investigadores- a partir de entonces todos los monos de la isla comenzaron a lavar las papas antes de comerlas.
 
Aunque está algo cuestionada la veracidad de esta historia y es considerada más bien sólo como una leyenda, nos sirve para graficar de una forma bastante clara el concepto de masa crítica. Según Wikipedia, masa crítica es en física 'la cantidad mínima de material necesaria para que se mantenga una reacción nuclear en cadena'.
El mismo concepto, pero ahora aplicado a la sociología y según la misma fuente, alude a 'una cantidad mínima de personas necesarias para que un fenómeno concreto tenga lugar. Así, el fenómeno adquiere una dinámica propia que le permite sostenerse y crecer'. De acuerdo a esta idea, para generar cambios en cualquier sistema (social, organizacional e incluso individual), un número determinado de componentes de dicho sistema (masa crítica) debe internalizar y expresar esos cambios, para que el sistema completo cambie.
La pregunta entonces es ¿existe alguna fórmula para establecer el porcentaje de individuos que constituye la masa crítica de un sistema? Hay quienes señalan que esta ecuación sería la raíz cuadrada del 1% de la población, teoría que se conoce como el 'Efecto Maharishi'. Sin embargo, más allá de fórmulas matemáticas que en realidad nadie ha comprobado verazmente que funcionen, lo interesante de este concepto es que permite visualizar el proceso de cambio -que muchas veces parece algo titánico y difícil de alcanzar- como un desafío mucho más tangible y factible de lograr.  En otras palabras y resumiendo: para que un sistema cambie o -como dicen algunos- eleve su nivel de conciencia, basta que unos pocos integrantes lo hagan y cuando alcancen la masa crítica, el sistema en su totalidad experimentará un salto evolutivo. Igual como sucedió con el centésimo mono. Y eso, creo yo, es una excelente noticia.

viernes, 25 de julio de 2014

Tiempo

 
En el refrigerador de mi casa tengo pegado un imán con una leyenda que dice 'nunca es tarde para ser lo que pudiste haber sido'. Y lo que siento cada vez que leo esa frase, implica que -por una parte- tengo algunas deudas pendientes conmigo misma -y por otra- que aún me queda tiempo para saldarlas, lo que a estas alturas, es una muy buena noticia. Sobre todo, considerando que muchas veces la falta de tiempo es una de las excusas más esgrimidas para justificar el por qué no hemos hecho lo que debimos haber hecho. Y esto en todo ámbito. No sólo con respecto a nuestra realización personal.

Nos falta tiempo para todas esas cosas para las que no nos debería faltar tiempo: para la familia, para los amigos, para estar solos, para pensar, para reflexionar, para leer, para salir a caminar, para hacer lo que nos gusta. Como que la vida se nos va siendo quienes no somos y haciendo lo que no queremos hacer. E invariablemente, le echamos la culpa al tiempo. Siempre es más fácil echarle la culpa a algo externo que nos libere de nuestra responsabilidad.
 
Como si el tiempo fuera algo factible de ser culpado. Sin embargo, acusar al tiempo por todo lo que no hemos hecho en la vida es como culpar a la comida por estar con sobrepeso. La comida por sí sola no te hace engordar, lo que te hace engordar es el acto de ingerir esa comida. Igual pasa con el tiempo. El tiempo por sí sólo no es garantía de que harás todo lo que tengas que hacer, lo que sí lo es, es lo que cada uno decida hacer con ese tiempo. Y esa elección es plenamente personal.
 
Porque además, andan diciendo por ahí que el tiempo en verdad no existe, que es una ilusión, una idea, una referencia que hemos inventado los seres humanos para ordenarnos un poco. El mismísimo Einstein en su teoría de la Relatividad postula que el tiempo absoluto no existe, y que 'el tiempo medido entre dos sucesos depende del movimiento de quien lo mide'. O sea, agrego yo, depende del observador. Y todos lo hemos experimentado: no siempre 5 minutos parecen 5 minutos. En una final de mundial del fútbol, 5 minutos de tiempo agregado pueden ser una eternidad para el equipo que va ganado. En cambio para el que pierde, 5 minutos son un suspiro nada más. Cada uno de esos equipos eligió cómo experimentar ese tiempo agregado. Y aunque sea una elección inconsciente, es una elección igual.
 
En un primer impulso, uno tiende a pensar que para ser y hacer todo lo que uno quiere ser y hacer en la vida hay que adueñarse del tiempo, en vez de que el tiempo se adueñe de uno. Suena lógico, pero honestamente, no creo que sea así. No hay que adueñarse de nada externo a uno… sólo hay que adueñarse de uno y ahí la vida se ordena sola. Como dijo Buda, 'tu problema, es que crees que tienes tiempo'. Porque más que tiempo, lo único que en verdad tenemos es… ahora.

sábado, 12 de julio de 2014

La maldad

Columna publicada en "El Mercurio de Antofagasta" el sábado 12 de Julio de 2014.

“¿Los malos existen, mamá?”, me preguntó mi pequeña hija-periodista de 5 años mientras la peinaba frente al espejo. La respuesta era simple, bastaba un sí o un no, pero yo me enredé entera: “Depende -le dije- por ejemplo,  yo puedo pensar que Robbie Rotten (el villano de la serie infantil “Lazy Town”) es malo, pero de seguro su mamá no piensa eso”. Mi hija abrió los ojos impactada: “¡¿Conoces a la mamá de Robbie Rotten?!” Me sonreí y le dije que no, que había usado ese ejemplo para explicarle que nadie es completamente malo. Mi retoña siguió indagando “¿Pero los buenos siempre ganan y los malos siempre salen perdiendo… no es cierto mamá?” Una vez más no supe qué responder y lo único que atiné a decirle a mi hija fue… “Quedaste linda con tus chapes, Nenita, ahora anda a tomar el desayuno”.
Y me quedé ahí sola, frente al espejo, con cara de interrogante, tratando de encontrar la respuesta que le debí haber dado a mi hija. Porque si pensamos el mundo entre buenos y malos estamos fritos. Que hay gente que hace daño… sí. A veces sin querer, pero otras veces con querer. Que hay gente que le desea mal a otra persona, también. Podemos personificar al mal con todos esos grandes malvados de historieta como  “El Acertijo”, o “El Pingüino” de “Batman”; o “Lex Luthor” de “Superman”, o incluso, el “Doctor Doofenshmirtz” de “Phineas y Pherb”. Pero también hay otros malulos como “Hans Gruber”, de “Duro de Matar”, o “Jack Torrance” de “El Resplandor”, o “Freddy Krueger” de “Pesadilla”, o “Hannibal Lecter” de “El Silencio de los Inocentes”.  Estos últimos, más que enfermos de malos, son malos-enfermos, o sea de alguna retorcida forma su maldad se explica a través de una patología psiquiátrica. 

Pero qué pasa en el día a día, en la vida del “ciudadano de a pie”, como una.  Podríamos decir que la maldad es una sola, pero se expresa en distintos niveles. Por ejemplo, existe un nivel en que la maldad siempre es noticia, ganándose portadas y titulares en los medios de prensa. En otro nivel, la maldad pasa a ser “chaqueteo”, modalidad muy conocida nacionalmente. Hay otro nivel en que la maldad se disfraza de habladuría, copuchenteo  y chisme. En todos estos casos, la maldad puede explicarse y justificarse (“pobrecita, es que sufrió tanto cuando niña…”), pero al final es maldad igual. Porque lo que define a la maldad es que es siempre hace daño. Pero invariablemente, el más dañado es el que hace el daño. Aunque a veces parezca lo contrario. Como alguien dijo alguna vez: “El mal que hacemos es siempre más triste que el mal que nos hacen”.
La vida es redonda. Igual que una pelota de fútbol. Igual que nuestro planeta. Lo que le haces a otros, te lo haces a ti. Lo que das, recibes. Lo que siembras, cosechas. Uno siempre da lo que tiene adentro y con la precisión de un boomerang la vida te devuelve lo que le has lanzado. Tarde o temprano. Te guste o no. Entonces, hija querida, esta es sin duda la respuesta que te debía haber dado: “Sí, Nenita, tú tienes toda la razón: los buenos siempre ganan y los malos siempre salen perdiendo”.

viernes, 11 de julio de 2014

Veamos qué nos trae el tiempo


He pasado toda la semana obsesionada pensando por qué ocurrió lo que ocurrió el sábado pasado en el partido Chile-Brasil. ¿Por qué si estuvimos tan cerca no ganamos? ¿Por qué si jugamos mejor que ellos, no ganamos? ¿Por qué si fuimos aguerridos, comprometidos, si nos paramos de igual a igual en la cancha no ganamos? Claramente algo faltó. Algunos dicen que  –evidentemente- lo que faltó fueron los goles. Otros argumentan que fue la suerte la que nos jugó en contra. Yo no lo sé. No estoy segura de qué fue lo que salió mal.

Y quizá por un buen rato no sepamos por qué no ganamos. Los análisis aún están sobre caliente y lo único que tenemos que tener claro es la certeza de que lo que fue, fue tal y como tenía que haber sido. Todo lo que se diga es aún prematuro, porque en verdad no tenemos toda la información. Sabemos lo que pasó antes y durante, pero no sabemos lo que pasará después. Nos falta esa pieza para armar el puzzle completo. Quizá la teja de por qué no ganamos nos va a caer sólo con el entendimiento que da la perspectiva… ¿Fue negativo o positivo haber perdido ante los Pentacampeones? ¿Quién sabe?

Y esto me recuerda un cuento chino que relata las aventuras y desventuras de un pobre pero muy sabio campesino quien trabajaba la tierra con su hijo. Un día el hijo le dijo: “¡Padre, qué desgracia! ¡Se nos escapó el caballo!”. “¿Por qué le llamas desgracia? -le respondió el padre- Veremos qué nos trae el tiempo”.  A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro caballo. “¡Padre, qué buena suerte!”, exclamó esta vez el muchacho, “Nuestro caballo ha traído otro caballo”. El anciano le respondió: “¿Por qué le llamas buena suerte?… Veamos qué nos trae el tiempo”.

Pasaron unos días y el muchacho quiso montar el caballo nuevo, y éste, no acostumbrado a ningún jinete lo arrojó al suelo. El joven se quebró una pierna. “¡Padre, qué desgracia! – exclamó ahora el muchacho - ¡Me he quebrado la pierna!” Y el padre muy calmado sentenció: “¿Por qué le llamas desgracia?...Veamos qué nos trae el tiempo”. Una semana más tarde, pasaron por la aldea los enviados del rey, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo. Entonces el hijo entendió todo lo que tenía que entender y esta vez exclamó… “¡Veamos qué nos trae el tiempo”.

Lo que pasó con Chile en Brasil 2014, ya pasó y fue espectacular, porque después del último partido con los dueños de casa algo en cada uno de nosotros cambió para siempre. Si fue justo o fue injusto; si será para bien o será para mal haber quedado eliminados… ¡Quién sabe!... Veamos qué nos trae el tiempo.