domingo, 18 de mayo de 2014

A los que se van


Gente que llega. Gente que parte. Gente que vuelve. Gente a la que no vemos más. Antofagasta es uno de esos extraños lugares donde aprendes que la vida es un instante fugaz que se desvanece como todos los instantes de la vida: irremediablemente. Por diversas razones somos muchos los que hemos llegado a instalarnos a esta ciudad y poco a poco vamos haciendo patria: tejiendo redes, haciendo amigos, involucrando sentimientos, encariñándonos, sintiéndonos cómodos, a gusto, felices. Hasta que eso se acaba cuando un día cualquiera te dan la noticia que alguno de esos buenos amigos se va. Hoy son ellos, mañana serán otros o tú mismo.

Porque Antofagasta -como la vida misma- da y quita. Y es gracias a esa ecuación que uno va entendiendo que nada es para siempre y que está bien que sea así porque esa es la naturaleza de la existencia. Y de pronto cuando tus amigos con los que has compartido tanto te dicen que quieren vender o arrendar la casa, que están buscando el dato de alguna buena empresa de mudanza y que van a hacer una venta de garage, comprendes que ha llegado la hora de despedirse y soltar amarras.
Y las sueltas. Pero cuando lo haces te acuerdas de los paseos a la playa, de los asados, de los cumpleaños, de las incontables veces que cuidaron a tus hijos y de todas esas otras veces que tú cuidaste a los de ellos. Entonces se te agolpan en el recuerdo un millón de cosas más… Ahí es cuando te invade una pena negra. Hasta que la negrura pasa y la pena se convierte en nostalgia. Y como la nostalgia no es tan terrible como la pena, sobrevives y te das ánimo… y le das ánimo también a los que se van.
 
Yo no sé si habrá otra ciudad de Chile donde se hagan más despedidas que en Antofagasta. Desde que llegué hace ya varios años he sido testigo de cómo otros se van. Y he mirado lágrimas ajenas sin entender bien por qué mojaban tanto. 'A Antofagasta llegas llorando y te vas llorando', reza la leyenda urbana. Un abrazo a los que parten, a los que se van a sembrar bondades a otros lados, a los que dejan aquí parte de su vida, a los que no vamos a olvidar así tan fácil, a los que ayudaron a que el desierto floreciera, a los que se llevan a Antofagasta en el corazón… y a los que dejan su corazón en Antofagasta.

domingo, 11 de mayo de 2014

Hijas y madres


Todas las madres hemos sido hijas. Pero no todas las hijas se convierten en madres. Yo soy hija y soy mamá. Cuando uno es mamá se acuerda mucho de cuando fue hija. La impronta de la madre original, esa que a mí me parió es indeleble. Aunque mi maternidad tiene mi sello, es inevitable que la maternidad de mi mamá se me salga por los poros. Por esos poros que exudan amor de madre… de mi madre, de yo madre. Ser hija te lanza a la vida; ser madre te convierte en lanzadora. Allá van esos hijos que trajiste al mundo, esos hijos que soñaste pero que cuando ven la luz, son lo que son no más. Esos hijos que te niegan y que te reflejan. Esos hijos que en verdad no son de nadie más que de ellos mismos, pero con tu imagen en su alma. Con tu imagen de madre, de cuidadora, de celosa guardiana de su bienestar.

Ser hija es fácil, a veces. Ser madre es complejo, casi siempre. No se estudia para madre. Uno es madre como puede, con lo que sabe, con lo que ha visto, con lo que vivió. Algunos libros ayudan, pero en verdad lo que más ayuda a ser madre es esa madre que uno tuvo. Porque cuando uno es niña, cree que las madres son todas “como mi mamá”. Y entonces a uno le parece extraño que –por ejemplo- haya otras madres que no se pinten las uñas rojas, “como la mía”. Y uno respira hondo y agradece no ser hija de esas otras madres extraterrestres y ajenas a ese mundo tan único y tan normal. Porque cuando uno es hija, todo lo que tu mamá te enseña es la norma. Desde ahí entendemos el mundo. Ése es nuestro punto de partida para empezar a caminar.

Y cuando uno es madre como que vuelve a nacer con los hijos. Y ellos te enseñan a entender mejor a tu mamá. Y entonces un día te miras al espejo y te ríes sola porque te acuerdas de ti misma cuando eras hija. Y los círculos se van cerrando y al mismo tiempo se van abriendo nuevos ciclos y te das cuenta cómo la vida nunca se detiene y cómo incansablemente todo vuelve a comenzar. Porque al final, ser madre y ser hija siempre es una misma cosa: indisoluble. Nunca sabes dónde termina una y dónde comienza la otra. Lo único que sabes es que quieres hacerlo lo mejor posible. Pero eso es imposible porque no hay recetas para no fallar.
Ser madre es una eterna conversación entre la madre que quieres ser y la hija que fuiste. Es un diálogo lleno de preguntas, con aciertos, con errores, con dudas, con certezas, con grandes hazañas y con dolorosas derrotas. Siendo hija te rebelas, siendo madre te templas. Siendo hija aprendes, siendo madre te vuelves sabia.  Siendo hija te pierdes, siendo madre te encuentras. Siendo hija sueñas con ser madre… y siendo madre agradeces al cielo por haber sido la hija de quien fue tu mamá.