domingo, 22 de mayo de 2016

La brecha que duele

FreeImages.com/Christian Bauer.
La brecha que hay entre lo que yo quisiera que fuera y lo que en realidad es, es la brecha que duele. Ese espacio, que en ocasiones puede ser una simple fisura, pero que otras veces es un abismo irremontable. La distancia entre mis expectativas y lo que encuentro; entre lo que yo me he imaginado y lo que finalmente aparece; entre lo que sueño y lo que he conseguido; entre lo que pretendo ser y lo que soy; entre lo que yo quisiera que el otro fuera y lo que, simple y llanamente, el otro es.

La brecha que duele es responsable de tantos malos entendidos, de tanta frustración, de tantos desengaños, sobre todo a nivel de relaciones personales, cuando queremos que el otro haga lo que nosotros hubiéramos hecho en su lugar, o cuando esperamos que el resto del mundo actúe de la misma forma como hubiésemos actuado nosotros, o cuando erróneamente tendemos a generalizar desde nuestro diminuto, particular y acotado universo. Y entonces, en el momento en que descubrimos que el otro no piensa igual o no hace lo que nosotros pensamos que iba a hacer o –lo que es peor- no actúa como nosotros creemos que debería actuar, se nos desmorona la vida y nos aplasta como sardinas recién capturadas en una enorme red de pesca.

Ahí es cuando la brecha que duele adquiere dimensiones siderales. Y nos sentimos como la familia Robinson y el Dr. Smith de la serie “Perdidos en el Espacio”, flotando en plena Vía Láctea sin rastros de vida humana en varios miles de años luz a la redonda. Es en medio de esa desolación, que la brecha que duele activa su truco más dañino, el más vil y el más traicionero y nos hace creer que la culpa de todo nuestro sufrimiento la tiene el otro. Entonces lo apuntamos a él como único autor de nuestras desgracias y causante exclusivo de nuestros quebrantos. E inevitablemente  tendemos a proyectar en su persona  nuestra rabia, desilusión y frustración.        

A decir verdad,  la cosa es bien injusta, porque para ser honestos, el único “pecado” del otro fue simplemente ser fiel a su naturaleza. Y el problema sólo se generó cuando mis expectativas no calzaron con esa naturaleza, lo que propició las condiciones perfectas para que emergiera la brecha que duele, con todos los padecimientos asociados que ya les he comentado. Lo gracioso del caso es que la brecha que duele pesa menos que un paquete de cabritas. ¡Claro! Porque, en estricto rigor, la brecha que duele no es más que un engendro mental que nos victimiza y nos aleja de los demás. Pero  para aniquilar a este engendro mental, sólo basta un poderoso antídoto de sólo siete letras: aceptar.

Cuando uno acepta (al otro, a la vida, a la circunstancia, a lo que nos toca) la brecha que duele “pffff”… se esfuma. No existe. Kaput. Finito. The End.  Y podemos ver al otro en su real dimensión y en su expresión más humana: con sus glorias y sus tragedias, con sus arrojos y sus temores, con su grandiosidad y su pequeñez. Y en ese momento, a veces, sucede el milagro, y si me logro reconocer en el otro, no desde la expectativa sino desde la aceptación,  entonces  mágicamente, la brecha que duele… ya no duele más. 

Mañana será otro día

FreeImages.com/Bob Lowe
Con el tiempo he entendido que hay días buenos, días no tan buenos y días que definitivamente es mejor echar al cajón del olvido. Sin embargo, son precisamente estos últimos días, los que sostienen todo lo demás. Si no fuera por la oscuridad no podríamos saber qué tan maravillosa es la luz. Y en el peor de los casos, un mal día sólo tiene 24 horas. No puede durar más. Tiene fecha de expiración, por eso Scarlet O’Hara fue tan sabia cuando en la escena final de “Lo que el  viento se llevó”, mientras lloraba deshecha sobre la escalera de su casa luego de que Rhett Butler la dejara, se incorporó, se secó las lágrimas y dijo: “No lo pensaré ahora, lo pensaré mañana… Después de todo, mañana será otro día”.

Y así como los nutricionistas recomiendan no ir al supermercado cuando tienes hambre (porque, obvio, corres el riesgo de comprar más comida de la que realmente necesitas), se sugiere, no tomar decisiones importantes durante los días difíciles. Ni cuando tienes mucha pena, o mucha rabia o cuando sientes que nada te resulta y que nadie te entiende y que el mundo –como dice el tango- fue y será una porquería. Seguramente, Enrique Santos Discépolo, no estaba teniendo un buen día cuando escribió “Cambalache”, pero por Dios que le cundió la inspiración y fue capaz de plasmar magistralmente en  su famosa composición cómo se siente uno cuando está harto, cuando está desilusionado, cuando pareciera que “vivimos revolcaos/ en un merengue y en un mismo lodo/ todos manoseados./ Hoy resulta que es lo mismo/ser derecho que traidor/ignorante sabio o chorro/generoso o estafador.”

Días así tenemos todos. Y como me dijo una amiga, un mal día, es sólo un mal día. No proyectemos, no generalicemos, no hagamos de la gotera una cascada ni de un instante la existencia completa. Quizá ustedes habrán conocido a personas que se les nota a la legua si están contentas, tristes o rabiosas. Personas cuya vida entera se redefine cada vez que experimentan alguna emoción. Podríamos decir que es un síntoma de inmadurez, pero bueno, todos hemos estado en ese lugar alguna vez. Sin embargo, con el paso del tiempo uno–con más o menos éxito- se va templando y va aprendiendo a encapsular o a guardar en compartimentos estancos lo que va sintiendo, practica un poco más la paciencia y aprende a esperar a que pase el chaparrón.

No hay mal que dure cien años, ni mal que por bien no venga. Hay días en los que sentiremos que el mundo fue y será una porquería… y otros, en que nos parecerá que la vida es un carnaval. Cada día tiene su afán y en ese afán conviene sumergirse por completo. Sin pronósticos para el futuro, ni planes, ni presagios, ni conclusiones de ningún tipo. Lo que me sucede no debe definirme, más bien lo que yo pienso, lo que yo siento, lo que yo soy, define lo que me sucede. Y no olvidemos nunca que pase lo que pase, mañana será otro día. 

jueves, 12 de mayo de 2016

66 días


FreeImages.com/Pawel Kryj.
A veces ocurre que durante mucho rato todo sigue igual. La misma rutina, las mismas obligaciones, el mismo café cortado en la mañana, el mismo noticiero, la misma ruta para llegar al trabajo y… los mismos pensamientos. A pesar de que no nos damos cuenta, resulta sorprendente enterarse de que aproximadamente el 95% de los pensamientos que tenemos en un día son iguales a los pensamientos que tuvimos el día anterior. Como que estamos habituados a pensar lo que pensamos… y lo repetimos automáticamente, sin percatarnos, quizá desde cuándo. Porque si hoy pensamos lo mismo que ayer y ayer lo mismo que antes de ayer, y así sucesivamente hacia atrás, pareciera que queda bien poco espacio para innovar, para cambiar de opinión y para evolucionar.

Y el color de hormiga se intensifica cuando, además de todo lo anterior, nos damos cuenta que la mayoría de esos pensamientos ni siquiera son de nuestra autoría, ya que un gran número de ellos se originó hace muchos años cuando uno era altamente influenciable por adultos como los padres, profesores, abuelos, etc. De algún modo, hemos sido programados para pensar de la forma como pensamos y más encima nos parecemos a esos cines antiguos que daban funciones rotativas y repetían incansablemente una y otra vez la misma película.

Por una parte, resulta tentador creer que de cierta manera estamos subyugados por nuestros pensamientos. Sin embargo, tal idea se desvanece en el aire, como las semillas voladoras de un diente de león, al entender  que si somos capaces de racionalizar todo lo anterior, ya no podemos eludir nuestra responsabilidad y la única opción que nos queda es hacernos cargo de nuestros hábitos de pensamiento.

Pues bien, un estudio de la University College de Londres, señala que se necesitan en promedio 66 días para crear un hábito y para que éste pueda mantenerse en el tiempo. Jane Wardle, coautora del estudio que además se publicó en la revista European Journal of Social Psychology, explica que si durante ese tiempo "repites algo cada día en la misma situación, se convierte en una reacción automática ante dicha situación”. Lo que coincide con esa frase que me gusta tanto: “la excelencia no es un acto, es un hábito”.

En el libro “El poder del hábito”, su autor, Charles Duhigg, es enfático al señalar que los hábitos no nacen, sino que se crean. Y agrega que más que eliminar un hábito, conviene mejor cambiarlo por otro hábito más fuerte. Por ejemplo, si estamos acostumbrados a comer una galleta a las 5 de la tarde, el objetivo no debe ser eliminar la galleta, sino cambiarla por una taza de té, por una fruta  o por una caminata. Buen dato si uno está pensando en cómo deshacerse de costumbres que a la larga y acumuladas en el tiempo nos perjudican.

Porque como dicen por ahí, “para tener lo que nunca has tenido, tienes que hacer lo que nunca has hecho”. Y yo le agregaría que para hacer lo que nunca has hecho, tienes que pensar lo que nunca has pensado. Sesenta y seis días… mañana empiezo.  


La palabrita esa

FreeImages.com/John Evans
Para qué vamos a negarlo, nuestro discurso está abarrotado de palabras y expresiones que en sí mismas no constituyen pecado, pero que al utilizarlas con insistencia y majadería enturbian el mensaje y se vuelven burdas e irritantes para quien escucha. “En el fondo”, “no es cierto”, “básicamente”, “¿me entendís?”, “¿cachai?” “¿me sigues?”. Pero hay una muletilla que se lleva el premio, que es la primus inter pares, lejos la más pronunciada y la que hoy en día ha llegado a conformar parte esencial de la estructura genética de nuestra identidad nacional. Me refiero a esa palabra que empieza con “h” y termina con “n”, que todos conocemos, que usamos a destajo y que nos ha hecho tristemente famosos incluso más allá de nuestras fronteras.

La mayoría coincidimos: la palabra es fea. Y es tan fea que ni siquiera me atrevo a escribirla acá. Muchos dirán, pero qué tanto, si ya no es como antes… ahora hasta en las teleseries  y en horario para todo espectador la usan como si nada. De acuerdo, pero una cosa es escucharla y otra escribirla. Pero bueno, lo voy a hacer. Ahí va:  Hueón…  o weón…. o huevón… como quieran, porque tampoco hay una regla clara para deletrearla, de hecho no sé si tiene 4, 5 ó 6 letras. Y ahí parece que está lo que nos seduce: esa cosa medio ambigua y medio chambona que tiene la palabrita esa, como de maestro chasquilla, que hizo la pega, pero que “guateó” con las terminaciones.

Porque efectivamente, al usarla como muletilla, la palabrita esa nos sirve para sostener  nuestro discurso, pero como en vez de afirmarlo en una estructura consistente seria y formal, lo hacemos sobre un andamiaje que no es más que un mero garabateo, nuestro mensaje, al menos en su forma, se debilita, parece carecer de solidez y se asemeja más a una construcción hechiza, medio enclenque, tránsfuga y pacotillera. Y el tema no es menor, pues si consideramos que el “hueón” (expresado como sustantivo, adverbio, pronombre, adjetivo o en cualquiera de sus tiempos verbales) va incluido por defecto en muchas de las frases que pronunciamos en el día, déjenme decirles que creo que el panorama se vuelve bien sombrío.  

Lo he expuesto aquí otras veces, las palabras crean realidades. Lo que decimos es importante. Pero cómo lo decimos es incluso más importante. Miguel Ruiz, autor del best-seller  “Los Cuatro Acuerdos”, propone que seamos impecables con nuestras palabras, porque las palabras “no sólo son símbolos o sonidos. Son una fuerza; constituyen el poder que tienes para pensar y en consecuencia, para crear los acontecimientos de tu vida”. Al mismo tiempo, Ruiz advierte que “las palabras son como una espada de doble filo: pueden crear el sueño más bello o destruir todo lo que te rodea. Según como las utilices las palabras te liberarán o te esclavizarán aún más de lo que imaginas”. Y agrega que “toda la magia que posees se basa en tus palabras”.


Así las cosas, el “hueón” no nos hace ningún favor… y ojo que se los dice alguien que no lo usa poco. Pero entendiendo el poder que tienen las palabras en nuestra vida, ya no quiero usarlo más. Será un desafío difícil, casi peor que dejar de comer gluten o carbohidratos, pero pucha que se siente bien uno cuando el pan deja de ser la base de la dieta. Después de todo lo anterior, intuyo que la palabrita esa  más que una muletilla es un lastre… un lastre del que es mejor liberarse de una buena vez.