martes, 25 de noviembre de 2014

En un segundo

(Columna publicada en "El Mercurio de Antofagasta" el sábado 22 de Noviembre de 2014)
 
La vida puede cambiar en un segundo. Así, drásticamente y de manera inesperada. Un segundo basta para que los afanes pierdan todo sentido… o para que lo recobren. Cuántas historias habremos conocido: un accidente, una enfermedad, una pérdida. Un segundo es lo que se demora la vida en remecernos, en darnos vuelta, en cambiarnos las reglas del juego para luego decirnos, ya, siga jugando como pueda, Señorita o Señora o Caballero.
 
En las páginas de este diario, se publicó durante esta semana el caso de la contadora Andrea Fernández, casada, madre de 4 hijos, quien sobrevivió el pasado 28 de octubre a un accidente en calle Salvador Allende en esta ciudad. Quedó parapléjica. Así, en un segundo, un día cualquiera.
¿Cómo se hace para seguir viviendo? ¿Por dónde se empieza? ¿Cómo se paran los caídos? ¿Cómo vuelven a sonreír los que creyeron que jamás volverían a hacerlo? La respuesta que se me viene a la cabeza es una sola: somos más de lo que creemos que somos. Y creo que ésa debería ser la primera gran lección que estos acontecimientos inesperados traen: entender que dentro de cada ser humano hay algo, una luz, una fuerza, un poder… "algo", que en circunstancias adversas nos convierte en los héroes y heroínas de nuestras propias vidas. No conocemos nuestro potencial hasta que nos vemos obligados a ponerlo a prueba.
 
A justo un mes del accidente de Andrea se dará inicio a la Teletón. Y a mí me parece que eso se puede leer como una señal. La Teletón es un motor de amor que nos mueve y nos inspira a los chilenos. Porque en la Teletón hay miles de historias de quienes pensaron que no iban a poder, pero al final sí pudieron.
 
A Andrea la vi en la foto del diario, tendida en una cama, inmóvil. Pero estoy segura que dentro de ella no hay nada inmóvil. Está empezando a dar la pelea más importante de su vida y con lo poco que leí de su rutina antes del accidente se ve que es una luchadora. Andrea además tiene a toda su familia detrás, apoyándola, pero también nos tiene a nosotros, los que no la conocemos y simplemente leímos la noticia y nos conmovimos. Desde algún lugar de la vida, cada persona que supo lo que te pasó, Andrea, te está mandando fuerza, ánimo y amor porque creemos que sí podrás y apostamos a que serás la heroína de tu propia historia.

La vorágine de fin de año


Despedidas, graduaciones, ceremonias de clausura, presentaciones del colegio, paseos de curso, convivencias de fin de año, cenas de empresa, fiestas navideñas para niños, entregas de notas, compras de regalos, bazares, ferias de las pulgas, decoración del arbolito, ventas nocturnas, conciertos de Navidad… ¡Stop! Todos queremos que llegue fin de año. Pero cuando llega, lo único que añoramos es que pase pronto.
 
Entre las frases que más he escuchado estos días -y que incluso yo misma he pronunciado- están: "Ando como loca", "Estoy colapsada", "Esta época es terrible", "Estoy agotada", "Corro todo el día", y un interminable etcétera. ¿Tiene algún sentido que sea así? ¿Quién es el responsable de que mi experiencia se haya desbocado a este nivel? Alternativa A: Las circunstancias que me rodean. Alternativa B: Yo.
 
Si elegiste la alternativa A, déjame decirte que las noticias no son muy halagüeñas para ti, porque básicamente has optado por sentirte una víctima de lo que te sucede. Y lo que ocurre es que el rol de víctima lo único que te permite es volverte reactivo… y las personas reactivas se ven a menudo afectadas por su ambiente. Si el tiempo es bueno, se sienten bien; si el tiempo es malo, se sienten mal. Quizá hayan oído alguna vez hablar de Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austríaco y judío. Frankl estuvo encerrado en los campos de concentración de la Alemania nazi, donde experimentó cosas espantosas. Toda su familia murió en los campos, pero un día, desnudo y solo en una habitación tuvo una epifanía que denominó "la libertad última", esa libertad que ni sus carceleros podían quitarle. Ellos podían hacer lo que quisieran con su ambiente y su cuerpo, pero Frankl, entendió claramente que "en su interior, él podía decidir de qué modo podía afectarle todo aquello".
 
Estamos hablando de campos de concentración… en nuestro caso, es sólo la "vorágine de fin de año". En medio de las terribles experiencias que le toco vivir, Viktor Frankl "usó el privilegio humano de la autoconciencia para descubrir que entre el estímulo y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir". Me gustan estas historias inspiradoras, porque me invitan a ejercer mi libertad personal.
 
Es verdad, el entorno tiende a enloquecer bastante en estas fechas. La gente anda un poco más nerviosa, ansiosa y apurada; hay más tacos, más gastos, más sobreexcitación. Además, el clima se pone más caliente y uno como que anda más hinchado y transpira más… ¿Y qué importa? El año se acaba, el verano está ad-portas, vivimos al lado de un mar maravilloso y de un cielo azul con un sol resplandeciente que se lo quisieran en cualquier parte del mundo. Les digo sinceramente que este fin de año quiero disfrutar y pasarlo bien, de corazón, de verdad. Cero estrés, cero agobio. Cero queja. Elijo la alternativa "B".

domingo, 9 de noviembre de 2014

Hay que hacer lo que hay que hacer




Una de las grandes verdades de la vida es que de ésta sí que no salimos vivos y entonces, si todos al final de alguna u otra forma vamos terminar nuestro periplo por estos lares ¿qué tenemos que perder? Nada. Si se trata de hacer que esto valga la pena, entonces, que así sea. Porque en verdad la idea es que en el minuto de los “quiubo”, todo cuadre, todo encaje y que podamos respirar aliviados con la única sensación que en verdad alivia en la vida, que es la sensación de haber hecho la pega y de haber dado el cien por ciento.
Pocas experiencias hay tan reconfortantes como presentarse a dar una examen y tener la tranquilidad y la certeza que estudiaste todo lo que tenías que estudiar, a conciencia, honestamente. Es una sensación de fortaleza y poder. Cuando no es así, te debilitas porque tiendes a traspasar tu poder a elementos ajenos a ti: a la suerte, a la prueba, al profesor, al alumno que se sienta a tu lado, al clima, al insomnio, incluso a la estampita que llevas guardada en el bolsillo de la camisa. Si eliges creer que todas esas cosas tendrán algo que ver en el resultado de tu prueba, es tu decisión. La experiencia me ha enseñado que ésas son sólo ilusiones. Ilusiones que lo único que hacen es embriagarte con mentiras que no son más que producto del miedo de sentirte perdido y solo. Pero, sinceramente, uno nunca anda ni tan solo, ni tan perdido, porque aunque sea bien en el fondo, uno tiene al menos la vaga noción de que para sacarse una buena nota en un examen hay que estudiar para la prueba.

Pasamos la existencia sacándole la vuelta a lo que tenemos que hacer y cuando nos percatamos de que no hicimos lo que vinimos a hacer a este mundo puede ser demasiado tarde. Bueno, no todo siempre es tan prístino, claro y evidente. Las determinaciones flaquean a veces, hay varios días en los que he querido dejar botadas todas mis buenas intenciones de Año Nuevo, y sí, confieso que mil veces las he dejado botadas y olvidadas en el camino. El día a día es complejo, te hace perder perspectiva, te “terrenaliza” todos los sueños y te convierte en un peatón más al que muchas veces le cuesta sobreponerse a la pesadez de la cotidianidad. Pero como dicen por ahí, hay que tratar de acordarse siempre que “para tener lo que nunca has tenido debes hacer lo que nunca has hecho”.
En fin, lo que quiero decirles es simplemente que para bajar de peso hay que dejar de comer, para ganar dinero hay que trabajar, para ser campeón hay que entrenar, para ser feliz hay que dejar de sentirse desgraciado, para gozar hay que dejar de sufrir, para comprarse un auto hay que ahorrar plata, para ir al cine hay que pagar la entrada, para tener la casa limpia hay que tomar la escoba y barrer. En pocas palabras, para tener lo que quieres tener… hay que hacer lo que hay que hacer.

¿Halloween o Jálogüin?


A propósito de muertos, fantasmas y zombies. Qué fiesta más rara es Halloween. Es rara porque para empezar ni siquiera sabemos lo que significa Halloween (una rápida búsqueda en Wikipedia, arroja que se trata de una contracción de All Hallows' Eve, que significa “Víspera de Todos los Santos”). Si se castellanizara, la palabra debería escribirse Jálogüin, pero en realidad, eso se ve aún más raro. Así es que Halloween así en inglés está bien. Está bien, pero –insisto- es una fiesta rara.
Cuando yo era chica, Halloween no existía en este país. Nadie salía a tocar los timbres del vecindario pidiendo “dulce o travesura” (a lo más sólo hacíamos ring-raja). Nadie tampoco se disfrazaba de esperpento, ni decoraba su casa con negro y con naranja. Pero hace rato que ya no soy chica y hace rato también que el mundo cambió y se globalizó y hoy todo es diferente y lo que se hace en Estados Unidos se hace también en la China, en el Congo y en Chile. Así, sin más razón que la sinrazón. Por eso es raro Halloween, porque es una fiesta ajena, difícil de entender para los que no nacimos con ella. Pero bueno, aquí está y al parecer cada año va tomando más fuerza.

Esto quizá se deba a que cada año hay más muertos que el año anterior. No es menor constatar que anualmente mueren en este planeta cerca de 56 millones de personas. Otro dato: en total, desde que el mundo es mundo, se estima que han pasado por la faz de la tierra más de 107 mil millones de seres humanos, y si consideramos que hoy la población mundial es de aproximadamente 7 mil millones de personas, podemos deducir que los habitantes del más allá superan las 100 mil millones de almas. Y nunca tienen bajas. De más está mencionar que nadie, jamás, abandona ese lugar. ¿Qué tal? Después de este análisis Halloween no parece una celebración tan descabellada: son considerablemente muchos más los que están en el patio de los callados que los que aún seguimos vivitos y coleando. Es justo que esas miles de millones de almas tengan una fiesta al menos una vez en el año.
Pero igual, me sigue pareciendo raro que para recordar a los que han pasado a mejor vida nos pasemos la tarde entera abriendo la puerta de la casa y entregando caramelos. Me cuesta hacer el link para entender la lógica que hay detrás. Pero como el reino de los muertos debe tener una lógica bien distinta a la del mundo de los vivos, me declaro incompetente para hacer el análisis. Lo único que me queda claro después de esta reflexión, es que los que estamos vivos somos muchos menos que los que están muertos, y que durante el breve espacio de tiempo en el que vamos a estar por estos lados antes de que nos llegue nuestra hora fatal, más nos vale gozar, disfrutar y mirarle el lado amable a la vida. Y esto incluye que cada último día del Octubre abramos la puerta de la casa las veces que sea necesario no sólo con las manos llenas de caramelos… sino que también con la cara llena de risa.   

El gato y el ovillo de lana


 
En este loco ajetreo diario. En esta incansable competencia por ser mejor, por tener más, por ser aceptado, por pertenecer, nos enredamos como se enreda el gato con un ovillo de lana y nos olvidamos que todo empezó como un juego, como algo entretenido. Sin embargo, es bien probable que al rato y sin saber bien cómo, el gato termine con la lana estrangulándole el cogote, furioso con él mismo porque casi no puede moverse, sintiéndose atrapado y más encima… tonto.
La gran lección del gato es que se enredó porque perdió de vista la razón primigenia por la que estaba haciendo lo que estaba haciendo: pasarlo bien. A menudo pasa, que uno entra en una especie de vorágine por lograr, por avanzar, por obtener. Se obsesiona con los desafíos, enfrenta las pequeñas y las grandes batallas, va para allá, viene para acá, sonríe para la foto, se involucra, se la juega, pero interiormente siente un vacío.  Julio Iglesias ganó millones haciendo un mea culpa al respecto: “Me olvidé de vivir”, cantaba arrepentido y confesaba que corría por la vida sin freno, que olvidó que la vida se vive un momento, que quería ser en todo el primero y que ni se acordó de vivir los detalles pequeños.  

En el libro “Dejar ir”, el renombrado psiquiatra, filósofo e investigador norteamericano David Hawkins, señala que “cuando la emoción subyacente es olvidada o ignorada y no se la experimenta, el sujeto no es consciente del motivo de sus actos y desarrolla todo tipo de justificaciones, de hecho, con frecuencia no sabe por qué hace lo que hace”. Agrega este notable científico que “una manera simple de volverse consciente de la meta emocional subyacente tras cualquier actividad consiste en utilizar la pregunta  “Para qué?”. Después de cada respuesta, se vuelve a preguntar para qué, una y otra vez hasta que se descubre el sentimiento básico”. Hawkins proporciona el ejemplo de un hombre quiere un auto nuevo. “¿Para qué quiero el auto nuevo?” “Bueno -dice- es una señal de reconocimiento, de respeto y de estatus”.  Y otra vez:  “¿Para qué quiero el estatus?”. “Para conseguir el respeto y la aprobación de los demás”. Y otra vez se pregunta:  “¿Para qué quiero ese respeto y esa aprobación?”. “Para tener una sensación de seguridad”. Y vuelve a preguntarse: “¿Para qué quiero la seguridad?”. “Para sentirme feliz”. Al final, concluye Hawkins, “la pregunta constante del para qué revela que en el fondo hay sentimientos de inseguridad, infelicidad y falta de plenitud. Cada actividad o deseo revelará que el objetivo básico es lograr una cierta sensación. No hay otras metas más que las de superar el miedo y alcanzar la felicidad”.
Preguntarse para qué hago lo que hago es un buen ejercicio. Pero debe ser hecho con honestidad. Porque finalmente ¿para qué juega el gato con un ovillo? Para pasarlo bien. Si ocurre que se enreda y lo pasa mal, su objetivo no se cumple y probablemente se convertirá en un gato triste y frustrado que  lo más seguro es que termine echándole la culpa de su desgracia a “ese maldito ovillo de lana”. El ovillo de lana es sólo un ovillo de lana. Pero el enredo es responsabilidad del gato.