lunes, 29 de febrero de 2016

Tormenta de verano

“Los momentos difíciles son precisamente eso -le dije a mi sobrina veinteañera mientras se secaba las lágrimas- sólo momentos. Y la definición de momento, agregué, es 'un lapso de tiempo'. No significa que te vayas a quedar eternamente sumergida esta dificultad, sólo significa que en este instante estás en medio de la tormenta”.

Mi sobrina me miró como te miran las sobrinas cuando –literalmente en este caso- creen que le estás contando el cuento del tío, bueno… de la tía. “Lo único que quiero entonces, es que la tormenta termine”, me dijo enfurruñada en su desgracia. Lo que mi sobrina no podía ver en ese momento es que las tormentas infinitas no existen. Las tormentas siempre se acaban en algún punto. Los vientos se calman, la lluvia se agota y las nubes se secan. Lo que sucede es que mientras uno está en medio del chaparrón cree que el aguacero va a durar para siempre.

Con el transcurso del tiempo y con buena voluntad, uno entiende que los momentos difíciles pasan. Y entiende también que resultan menos melodramáticos si no se les opone tanta resistencia y se los acepta como parte de un ciclo. “El sufrimiento crece en la medida que quieres controlarlo y ponerle atajos”, le dije a mi sobrina. “¿Qué quieres decir?”, me preguntó ella con cierto disgusto. “Que debes soltarlo. Mira, le dije escudriñando al fondo de sus pupilas, está perfecto que ahora sufras, que tengas rabia y que sientas cómo se te retuercen las entrañas con sólo pensar en tu problema. Así es como tiene que ser en este momento”. “¿Onda masoquista?”, me dijo burlona. “No – le respondí muy seria- onda 'es lo que hay', sin caretas, sin atajos, sin disimulos y sin tapujos”.

“Pero es verano”, contra argumentó mi sobrina con una leve pero forzada sonrisa. “¿Y?”, respondí levantando los hombros. “Que el verano es para pasarlo bien… no para andar con una nube llena de truenos y relámpagos sobre la cabeza”, comentó mirando de reojo su celular. “Hay una parte tuya, le dije, que tratará de buscar todos los argumentos, razones, resquicios  y justificativos posibles para esconder y negar el sufrimiento. Pero es bueno que te enteres de que a esa parte tuya no le interesa resolver el problema. Sólo quiere dejar de sufrir. Lo más sano no es evitar el sufrimiento, sino sufrirlo, porque a veces ocurre que por evitar el sufrimiento, los dolores se enmascaran, se tapan y se esconden debajo de la alfombra… hasta que al tiempo vuelven a salir, más grandes, más intensos y convertidos en otro tipo de engendros. La forma más sana para que la pena se acabe, es que se agote sola”, le dije finalmente.

“Tía… me tengo que ir… gracias por su ayuda”, me dijo abruptamente mi sobrina poniéndose de pie y luego de darme un beso en la mejilla, se fue. Me quedé sola, sentada en el living, mirando por la ventana hacia el jardín. “Odió todo lo que le dije, pensé, entonces significa que dije lo correcto y que en algún momento le va a servir”, concluí. Y me quedé admirando lo hermosa que se ha puesto la buganvilia que tengo en la terraza. 

sábado, 20 de febrero de 2016

Conversación en un café

Conversaba el otro día con una vieja amiga en un café. Hacía bastante tiempo que no la veía y teníamos muchos temas en los que ponernos al día. Pensé que hablaríamos sobre todo lo que nos había pasado desde que, por motivos de fuerza mayor, dejamos de vernos, pero al parecer las dos andábamos medio nostálgicas y nos dio más bien por recordar viejos tiempos y miles de anécdotas que vivimos juntas. Nos reímos de lo lindo y por un momento todo volvió a ser como antes. “Y cuéntame – dije ya casi al final- ¿cómo vas con tu vida ahora?”. El semblante de mi amiga cambió… “Podría ser peor”, me dijo y sonrió. Y luego me contó la retahíla de descalabros que le habían sucedido en los últimos años y yo quedé impactada. Básicamente mi amiga había ido y vuelto al infierno varias veces.  “Pero aquí estoy – dijo finalmente con cierta resignación- tomándome un café con una antigua y querida amiga, recordando cómo era la vida antes de todo esto y lo bien que lo pasábamos juntas”. Asentí sin saber bien qué decir. “¿Sabes? – dijo entonces ella mientras le daba el último sorbo a su taza- … he descubierto que nada es tan terrible”, y sonrió. Aunque ahora pude notar toda la tristeza del mundo debajo de esa sonrisa.

Mientras caminaba de vuelta a mi casa, no podía dejar de pensar en mi amiga y en todo lo que me había contado. Y tampoco podía dejar de pensar en esa joven chistosa y despreocupada que conocí en mis tiempos mozos. “¿En qué momento se puede desordenar tanto el naipe?”, me cuestioné sabiendo que yo no tenía la respuesta a esa pregunta. Sin embargo, la reflexión me sirvió para aprovechar de revisar mi propio naipe y entender que no todo depende de la mano que a uno le  toque, sino de cómo se jueguen las cartas.

Cuando es nuestro turno de jugar, no siempre robamos la carta que quisiéramos, sin embargo, con la que nos toca, debiéramos tratar de armar la mejor jugada. Y armar la mejor jugada significa a veces saber esperar hasta que aparezca la carta que necesitamos y otras veces significa olvidarse de esperar y simplemente atreverse a cambiar de estrategia. Al final siempre se trata de elegir entre una opción u otra.

¿Cómo saber cuándo hacer qué? Honestamente, no tengo idea. Dicen que los buenos jugadores son muy observadores y para hacer sus elecciones se basan en su intuición, pudiendo diferenciar claramente entre ésta y la impulsividad, porque muchas veces ambas tienden a confundirse. La intuición tiene que ver con el conocimiento interior, el impulso es simplemente actuar sin pensar. Pero a veces ocurre que aún sabiendo todo lo anterior y aplicándolo, se pierde igual la partida. Y ahí entonces también se abre una nueva posibilidad para elegir: ¿lo tomo como una derrota o lo convierto en un aprendizaje?


A los pocos días recibí un mensaje de texto de mi amiga: “Gracias por el café del otro día. Me ayudó a recordar lo bien que hace conversar y reírse. Deberíamos hacerlo más seguido”. Le respondí con el emoticón del pulgar en alto y agregué “Me encantaría”.

Chapuzón

El otro día después de mucho tiempo, me metí al mar. Mis hijos no podían creerlo. Desde el momento mismo en que declaré mi intensión de darme un chapuzón y que empecé a despojarme de la polera y las chalas, comenzó el interrogatorio: “¿En serio, mamá?” “¿Te vas a bañar?” “¿Y te vas a mojar el pelo?...” “¿Todo, todo completo?”. Incrédulos, mis tres retoños me escoltaron hasta la orilla saltando a mi alrededor como perritos contentos. “¡Papá – gritó a voz en cuello mi hija menor – la mamá se va a bañar en el mar!”. La desbordante –y para mi gusto desproporcionada- algarabía de mis hijos me pareció sospechosa. “¿Por qué tanta alharaca, niños?”, pregunté mientras los dedos de mis pies tocaban las gélidas aguas de ese mar que tranquilo nos baña. “Porque nunca te hemos visto meterte al mar, mamá”, me respondió mi hijo mayor, desconcertándome.

“Ay, por favor, niños… -dije con cierto nerviosismo y haciéndome la canchera- ¿Cómo que nunca me han visto meterme al mar? ¡Si yo siempre he sido como un delfín para el agua!”. Los tres se largaron a reír como si les hubiera contado el mejor chiste de la temporada. “¡Apúrate papá!”, gritó mi hija del medio mientras mi marido venía quemándose los pies y corriendo con el teléfono en la mano para sacarme una foto. Y de pronto ahí estaban los cuatro, en la orilla, mirándome ansiosos y expectantes con la misma actitud de un hincha ilusionado que desde la galería espera que el jugador patee el penal.

“Tengo que meter el gol”, me dije a mi misma, al tiempo que no podía creer cómo al mirar hacia el horizonte no divisaba ningún iceberg si la temperatura del agua estaba claramente bajo el punto de congelación. A lo lejos escuchaba las exclamaciones y los vítores de apoyo de mi sorprendida familia y entendí que mi dignidad completa estaba en juego. No me quedó más remedio que hacerme la valiente y sumergirme no más. Y no sé bien si fue por un efecto similar al principio de hipotermia, pero en ese breve instante en que estuve completamente inmersa en el líquido elemento sentí como si el tiempo se detuviera y miles de cuestionamientos aprovecharon para aparecer: “¿En qué momento me dejó de gustar bañarme en el mar?”; “¿Cuándo me empezó a importar que el pelo me quedara lleno de sal y que el traje de baño terminara como un saco de arena?”; “¿Desde cuándo el agua helada se convirtió en un problema?”; “¿En qué bendito instante dejé de disfrutar?”


Ya de vuelta en mi toalla, tiritando, y mientras aún me quedaban un par de gotas saladas enredadas en las pestañas, miraba a mis hijos que se habían quedado felices jugando entre las olas, sin importarles ni la sal, ni el frío, ni el viento, ni la arena. Y entonces aparecieron las respuestas: “Ahora yo disfruto viéndolos a ellos”, pensé. Y entendí que la vida siempre te permite seguir disfrutando, sólo que uno va aprendiendo a hacerlo de otra forma y desde otro lugar. Aunque un chapuzón de vez en cuando no le hace mal a nadie… Sin fotos la próxima vez. Gracias. 

Recesos

“The good wife” se llama la serie de Netflix por la que últimamente me he obsesionado. Seis temporadas con más de 22 capítulos cada una, tengo entretención para rato. Se trata de una mujer, que después de 15 años siendo esposa, madre y abnegada dueña de casa tiene que retomar su carrera de abogada en un prestigioso bufete en Chicago, debido a que su marido termina en la cárcel y descubre que además le había sido infiel.

La serie tiene un hilo conductor subyacente, pero cada capítulo muestra un caso legal unitario. Mucha escena en tribunales, con abogados litigando y para una, que no se maneja en esas lides, resulta muy entretenido y –por qué no decirlo- didáctico, aprender sobre la lógica y las tácticas que utilizan los  profesionales de las leyes para construir, validar, sostener e imponer sus argumentos. Se entiende que como es un producto hollywoodense, todo está un poquito caricaturizado, pero en fin, de todas formas uno puede hacerse una idea de cómo funciona la cosa.

Al punto que quiero llegar, es que más a menudo de lo que uno pudiera pensar, hay veces en que en medio de un juicio, de un caso o de un litigio, los abogados llegan a callejones sin salida, donde los argumentos no dan el ancho. Y una, como televidente fanática absolutamente absorta en la trama, además de ya no tener uñas, dice “¡Diantres! ¡¿Cómo van a salir de esta?!”. Es entonces cuando el guionista faculta a los protagonistas de la serie para que (al igual que en “Quién quiere ser millonario”, se usaba el llamado telefónico) utilicen un recurso que resulta casi mágico: “Su Señoría, solicitamos un receso…”

Habitualmente, Su Señoría concede el receso y los abogados que se habían quedado sin argumentos tienen un tiempo para repensar su estrategia, o conseguir nuevos antecedentes, o simplemente reorganizar las ideas. Y ¿saben qué?  el otro día después de ver el episodio 12 de la cuarta temporada, me cayó la teja… “¡Eso es precisamente lo que cada uno de nosotros debería hacer cuando en la vida llega a esos callejones que parecen no tener salida!”. En vez de darnos cabezazos inútiles contra los muros, o sentarnos a llorar como descosidos en una esquina, o sentir que ha llegado el final de nuestros días, debiéramos – simplemente y con toda la dignidad del mundo- pedir un receso.

El receso significa salir del tribunal, abandonar el campo de batalla y/o detener la discusión. Significa también dejar de mirar el problema como lo estábamos mirando, reevaluar nuestra estrategia y reconsiderar nuestra línea argumentativa. A veces implica también pedir ayuda, solicitar la opinión de terceros o realizar nuevas diligencias. En fin, creo que al igual que en la serie de televisión, Invariablemente después de un receso uno vuelve renovado. Cuando uno siente que la vida lo ahoga, un receso, puede muchas veces ser ese bolsón de aire que permite oxigenar la cabeza, poner las cosas en perspectiva y ordenar las ideas para superar el problema…. hasta el próximo capítulo.