lunes, 31 de marzo de 2014

La voz en la ducha


Hay una voz incansable, imparable y a veces hasta insoportable… la voz en la ducha. Cada vez que estoy “como Dios me trajo al mundo” bajo el chorro de agua, lista para abstraerme del mundanal ruido y disfrutar del tibio placer de  las gotas deslizándose por mi piel, aparece ella, con la metralleta en la mano, sin recato, sin pudor, destemplada, invasiva y dispara no más, da lo mismo donde caiga el perdigón…
“Mañana es el cumpleaños de la Coti, me falta el regalo. ¿Qué le compro? A ella le gustan las antigüedades. ¿Dónde hay antigüedades en esta ciudad? En el mercado. Qué bueno, así aprovecho de comprar reineta para hacer un ceviche. No, mejor no. Engorda. No tanto el pescado sino todo lo adicional. Y estoy absolutamente fofa… mira este rollo, no baja con nada. Hoy sí que empiezo mi dieta. Juro y re-juro que no voy a comer ni pan ni masas por toda esta semana. Necesito estar bien para el domingo. Hay una corrida familiar y qué vergüenza ponerme calzas con este trasero. Mejor le digo a Cristián que vaya solo con los niños a la corrida, yo los espero en la meta. ¡Chuta! Verdad que tengo que comprarle zapatillas a la Leti. Hoy voy sin falta al mall. No, hoy no puedo, tengo hora al doctor con la Elena. Tengo que sacar el bono. Entonces ya que voy a ir a la Isapre, voy a reembolsar la consulta de la dermatóloga. Y todavía no compro la crema que me recetó para las manchas. Esa doctora sí que tenía la piel bonita. Tersa, sin ninguna mancha. Pero tenía mal aliento ¿Será buena para el ajo? Aunque dicen que el ajo es un excelente antibiótico. Voy a empezar a echarle más ajo a las comidas, porque así capaz que los niños no se enfermen tanto. Al menos, este año vamos súper bien. Ninguno ha caído todavía. Qué bueno porque no quiero que falten a colegio. Sobre todo Max. Que le ha ido tan bien últimamente. Y está tan estudioso. ¿A quién habrá salido? Claramente no a mí. Y a su papá… Mmmmm, no creo. Aunque según mi suegra mi marido era un niño ejemplar. Mi suegra. Mi suegra. Mi suegra. Hace tiempo que no la llamo. Pensar que yo también voy a ser suegra algún día. Capaz que me toque una nuera igual de jodida que yo. Pero en realidad no soy taaaaan jodida, sólo un poco. De uno a diez, en la escala de las jodidas, yo creo que soy un 7. No. Soy un 9. No. Un nueve es mucho. Soy un 8,5… No, seamos honestas, un 8,8. Como el terremoto del 2010. Tanto que han leseado con que va a temblar en el norte. ¿Y si tiembla y yo estoy en la ducha con el shampoo en la cabeza? ¿Qué hago? ¿Me enjuago el pelo o me arranco así no más?  No… ni loca. Me tengo que enjuagar, sino, después con el terremoto se corta el agua y ahí quedé con el pelo como una pelmaza quizá por cuánto tiempo. Y en una de esas si me apuro, mientras esté temblando me alcanzo a echar bálsamo… la dignidad ante todo… A propósito… ¿Me eché bálsamo o no?...”

La voz en la ducha sólo se calla porque de pronto escucho que alguien golpea la puerta del baño. A juzgar por la intensidad de los golpes, hay dos posibilidades, o la vida de mis hijos está en serio peligro, o es mi marido que quiere usar el baño… “¿Qué pasa?”, pregunto expectante. “¿Te falta mucho mi cielo?” La alternativa dos es la correcta. Es mi marido. Mejor me apuro.
Apago la ducha. Corro la cortina. Salgo de la tina. Tomo la toalla. Me seco como puedo y como puedo también salgo a la pieza… “Está listo el baño”, le digo a mi marido que estaba haciéndome guardia con una revista en la mano. “Pégate una duchita…” me dice él con esa ternura tan clásica de marido empático y comprensivo. Yo a medio secar me desplomo sobre la cama. “Estoy agotada”, le digo. “Pero ¡cómo agotada! si estuviste tres horas bajo el agua!”, exclama incrédulo

“Por lo mismo… ”, le respondo, “Por lo mismo”.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Milagro en la caja 34


Delante mío en la fila de la caja del supermercado esperaba  su turno una joven madre con su carro abarrotado de víveres. La mujer hojeaba, aparentemente despreocupada, una revista de papel couché que había sacado mecánicamente de la góndola aledaña. Sus cuatro intensos hijos, los que calculé tendrían entre 2 y 6 años, revoloteaban  a su alrededor  y se alternaban para torturarla: “¡¿Me compras uno de estos globos!?”; “¡Mamáaaa… tengo sed!”; “¡Mamiiii porfi, porfi, porfi, cómprame un chicle!”, “¡Mamá, Pedrito me dijo estúpido!”… “¡Pero fue porque él me tiró baba en el ojo!”
Inmutable, como si escuchara llover, la madre en cuestión no levantaba la vista de su lectura. Claramente, las candentes declaraciones del Rafa Araneda constituían el remanso perfecto en esta experiencia de compra que con un cuarteto de hiperventilados sub-7 (menores de siete años) era toda una hazaña.

Mientras la luz de la caja 35 (que era la nuestra) titilaba y titilaba, esperando que la supervisora solucionara un problema con el código de un pegamento que no necesitaba clavos, el más pequeño de los niños, insistía majaderamente en el bendito globo. La joven dejó con toda calma la revista sobre el refrigerador de las bebidas, tomó al pequeño de una oreja y con la inconfundible dulzura de una madre al borde de la histeria le dijo… “Por favor, ya te dije que… ¡NOOO!”. El niño, obvio, estalló en llanto y en un segundo su cara estaba roja y bañada en mocos.  Y fue en el momento en que la madre soltaba la oreja de su retoño, que nuestras miradas se cruzaron… Instintivamente y en señal de compasión, levanté las cejas, sonreí y dije torpemente: “¡Los niños de hoy son así… paciencia no más!”  Además de los cuchillos que la joven me lanzó con la mirada, lo único que obtuve por respuesta fue un gélido “Mmmm…”
En ese momento la luz de la caja 35 dejó de titilar. Había llegado la supervisora. Los niños seguían incansables y su madre leía ahora una revista con los secretos de belleza de Princesa Letizia de España. En ese instante una voz nasal se escuchó por altoparlante: “Encargado de ferretería, dirigirse a caja Número 35… Encargado de ferretería, dirigirse a caja número 35”. Mejor me hacía el  ánimo porque esto recién comenzaba y teníamos para rato en la cola.

De pronto, me percaté que la cajera vecina, en la caja 34, me hacía señas con las manos… ¡Estaba vacía! Rauda me fui donde ella ¡Y les juro que fui tan dichosa…! Los milagros están a la orden del día. Es cosa de estar atenta, reconocerlos y de agradecerlos. En menos de tres minutos, y luego de darle una enjundiosa propina a la chica que me ayudó a embolsar mis cosas, estaba empujando mi carro camino al estacionamiento.  A lo lejos, volví a escuchar: “Encargado de ferretería, por piedad…  ¡caja 35!”… Y yo me reía sola de pura felicidad.

martes, 25 de marzo de 2014

El saludo


Desde tiempos inmemoriales, el saludo es una forma de darle la bienvenida al otro y, al mismo tiempo, al recibir un saludo, de sentirse bienvenido uno. Desde un apretón de manos, un beso, un “buenos días”, un “hola” o incluso un simple movimiento de cejas, todo vale para saludar a una persona. Como la misma etimología de la palabra saludo lo indica, saludar es el acto de “desearle salud a la otra persona”, lo que en una jerga más moderna sería algo así como “tirarle buena onda”. Por eso resulta tan agraviante cuando alguien nos quita el saludo, o –lo que es mucho peor- cuando uno es el que le niega el saludo a otra persona.

Lamentablemente, a todos nos ha pasado más de alguna vez, que nos quedamos con el saludo en la boca, o con la mano estirada, o con las cejas levantadas… Es una sensación bastante desagradable. Pero más que hablar de las veces cuando por diversos motivos no nos han saludado, quiero más bien reflexionar sobre todas esas otras ocasiones en las que nosotros le hemos quitado el saludo al otro. Porque –seamos sinceros- todos nos quejamos cuando no nos saludan… pero casi nunca hablamos sobre las veces que hemos evitado saludar  al otro: cuando nos hacemos los lesos, cuando esquivamos la mirada, cuando cambiamos el camino por no toparnos con el personaje que queremos soslayar.

Razones para quitar el saludo deben haber muchas. Y sin duda, algunas pueden estar muy justificadas. Pero en general, tengo la sensación de que es mejor saludar, que es mejor mirar a la cara, que es mejor sonreír, que es mejor hacerse la valiente, sacarse la vergüenza, la timidez, el resentimiento, el enojo o lo que sea que nos está impidiendo saludar, y  -como dije más arriba- “tirarle buena onda” a ese otro ser humano que lo más probable es que responda gentilmente cuando nosotros lo saludemos. Porque estoy segura que la gran mayoría de las razones por las que no saludamos al otro pueden resumirse en una sola palabra: miedo. Miedo al rechazo, miedo al qué dirán, miedo a parecer frágil, a mostrarse vulnerable  y miedo –claro está- a que no te saluden de vuelta.
Si alguien no te saluda, es problema de él o de ella. Si tú no saludas, haces que el problema sea tuyo.

No saludar es dañino para la salud. Pero no tanto para la salud del que no es saludado, sino más bien para la salud del que no saluda. Saludar es tirarle buena onda al mundo, y –como el mundo es redondo- toda esa buena onda llegará de vuelta a nosotros algún día y de alguna forma. ¡A saludar se ha dicho! Y para terminar, cuatro simples consejos para que su saludo sea altamente efectivo: Module fuerte y claro, mire a los ojos, sonría y si conoce el nombre de la otra persona dígalo con confianza, porque como señaló Dale Carnegie: “el nombre de una persona es para ella el sonido más dulce e importante que pueda escuchar”. ¡Un gran saludo para todos ustedes!

lunes, 24 de marzo de 2014

De toda lógica


Como buen día lunes – primer día de la semana- todos en mi casa nos levantamos más temprano que los martes, que los miércoles, que los jueves y que los viernes. Siempre sucede lo mismo. No sé por qué, pero todos los lunes salto como resorte de la cama apenas suena el despertador. Y lo mismo les ocurre a todos los integrantes de mi querida familia.
Habitualmente salimos de la casa al colegio a las 07:40 am. Sin embargo, invariablemente los lunes lo hacemos de forma más prematura. Hoy no fue la excepción. Cuando nos subimos al auto, el tablero marcaba recién 07:30 horas. “Parece que exageramos un poco, niños”, les dije a mis hijos. “Sí mamá, me dijo Leticia, porque todavía está muy oscuro”.

Bueno, enfilamos al colegio y traté de irme muy lento, para no llegar tan adelantada, considerando que la hora de entrada es a las 8 de la mañana. El colegio queda muy cerca de mi casa, y no debo haber tardado más de 10 minutos en hacer el trayecto completo. Pero esos 10 minutos bastaron para que el día empezara a clarear. Cuando llegamos al estacionamiento del recinto educacional, mis dos hijos mayores se despidieron a la rápida y partieron corriendo desaforados. Yo me quedé ayudando a Elena, mi hija más pequeña, que aún disfruta que su mamá la lleve de la mano a su sala de clases.
Pero al momento de bajarse del auto, Elena miró a su alrededor y dijo sorprendida “¡Espera un momento, mamá…!” Sin entender bien qué le pasaba, me alarmé, “¿¡Qué pasa, Nenita!?”, le pregunté. “Es que – me dijo- ¿Por qué aquí en el colegio es de día… y en nuestra casa es de noche?”.

Me conmovió su lógica para entender el mundo. Y mientras caminábamos hasta el Kinder-B le expliqué que en realidad, en esos 10 minutos que nos demoramos en viajar de la casa al colegio, había empezado a amanecer y rápidamente la noche había sido reemplazada por el día, tanto en la casa como en el colegio.
Mientras iba de regreso caminando hacia el auto, pensaba en la ingenua e inocente deducción de mi hija. Y enternecida, me reía sola. Ya sentada frente al manubrio reflexioné… “Es lo mismo que debe sentir Dios frente a algunas de nuestras deducciones. Mientras a nosotros nos parecen de toda lógica… Él debe reírse solo, enternecido”.  

jueves, 20 de marzo de 2014

Excusas


Ilustración: Paulina Gaete
 
Cuando trabajaba en la tele, había un dicho que los más viejos en el negocio se encargaban de dejarte claro desde un principio: “las excusas no se televisan”, queriendo decir con esto, que sea lo que sea que salió mal, salió mal y punto. Al público –el telespectador en este caso- no le interesa  conocer la retahíla de razones, pretextos, subterfugios, justificaciones para explicar dicho fracaso o error. Y si por esas cosas de la vida, el responsable del traspié eras tú, no sacabas nada con justificar el faux pas con una ringlera de razones, porque inmediatamente te paraban en seco y con una sonrisa, te enrostraban: “¡Ah ah ah!... las excusas no se televisan, Amorosa!”.
Con la perspectiva del tiempo,  he podido entender la valiosa lección que me dejó esa vivencia que me mostró que al final del día, las excusas no sirven para nada. Cuando se apagan las cámaras y las luces… el show ya fue. Lo que salió mal, salió mal; lo que no se hizo, no se hizo no más;  lo que no se vio, no se vio.

Yo creo que al final de nuestra vida, la cosa es más o menos igual. Cuando se baje el telón ¿A quién le importarán las excusas?
Hay una dupla más letal que la célebre “Za-Sa”…  Se trata de la dupla “Es que…”, un peligroso  binomio archi-utilizado al momento de articular alguna excusa. “Es que… no tengo tiempo”; “Es que… soy muy vieja…”; “Es que… no tengo plata”; “Es que…  estoy cansada”, “Es que… me duele la cabeza”;  “Es que…   es muy difícil”; “Es que… no soy para eso”;  “Es que… no me dejan”;  “Es que… la pega”; “Es que… mi jefe”;  “Es que… el gobierno”… ¡Excusas!  Simples y llanas excusas.

Las vidas se recuerdan por lo que fueron. No por las excusas que justifican por qué no fueron lo que pudieron haber sido.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Las tres ilusiones


Últimamente me ha dado por desvelarme… Nunca me había pasado. Siempre dormí como marmota. Pero ahora he tenido que hacerme amiga de esas noches eternas y he tenido que aprender a nadar en el vasto océano de la oscuridad y el silencio. Y no sé por qué pero los pensamientos se escuchan tan fuerte en esas noches. Son como niños ruidosos y desbocados, casi sin control. Imprudentes y desesperados, se pelean por salir y me llenan la cabeza de imágenes, de ideas, de palabras y de personas que no veo hace tanto tiempo y a las que no sé si alguna vez volveré a ver. Ahora comprendo que el cansancio diurno de los insomnes no es por falta de sueño, sino más bien por exceso de pensamientos.
Y aquí está lo que escribí una de esas noches, completamente poseída por la urgencia de parir de una buena vez las ideas que pujaban por nacer. En este caso fueron trillizas. Y las bauticé como “Las Tres Ilusiones”. Este fue el parto:

He entendido un secreto, el secreto del tiempo. El tiempo no existe. Es un espejismo. Como todo en este plano. Y si el tiempo no existe, entonces todo lo que tenemos sucede ahora. En un eterno presente. El pasado y el futuro son la misma cosa: un solo bloque, un solo momento, una sola fisura en el espacio. No he nacido y ya he muerto y la vida que he vivido está entera en este instante. Toda junta, aquí encima mío. Y yo, angustiándome por la pena que tengo, si esta pena es al mismo tiempo la alegría que voy a tener, y la paz, y la rabia, y el silencio, y el bullicio, y el desencanto y la lluvia y el calor y la dicha. Lo que soy hoy es lo que fui ayer y es lo que seré mañana.
La Primera Ilusión es que no hay antes ni después, todo es ahora. Ahora soy pobre y soy millonaria. Soy feliz y soy desgraciada. Soy prisionera y soy libertaria. Puedo y no puedo. Canto y me quedo en silencio. Hago o sólo miro. Todo es ahora. Todo ES.

La Segunda Ilusión es la más odiosa porque me hace creer que las cosas me pasan, me suceden y son algo frente a lo que no tengo ningún poder. Yo escojo el ES que quiero (o que creo) que SEA. Y ese ES, es.
La Tercera Ilusión es que esto se acaba. Falso. Nada termina. Nada comienza. Todo es eterno. Sin principio, sin final, simplemente eterno.

Sabiendo esto, todo cambia.
Y yo soy lo que SOY y lo que quiero ser.