domingo, 29 de marzo de 2015

La fuerza del agua

Todo lo desbocado daña. El agua que lava y que calma la sed, en exceso y fuera de su cauce, arrasa, ahoga y mata. Es lo que pasa con casi todo: lo que en su justa medida hace bien, cuando se desequilibra, perjudica. Lo poco y lo mucho son los extremos del equilibrio (que se define como el estado en el cual se encuentra un cuerpo cuando las fuerzas que actúan sobre él se compensan y anulan recíprocamente), y cuando éste se pierde, se pierde también la paz. Así de frágil es este estado. Lo vivimos en carne propia esta semana donde la energía de la naturaleza nos sacó de nuestra situación de armonía.

Sin embargo, al salir del statu quo, estamos obligados a mirar la vida desde otra perspectiva. Y eso siempre trae un regalo: se nos abren nuevas opciones de entendimiento, captamos verdades que de otra forma jamás podríamos detectar y vemos más claramente aquello que antes permanecía oculto. En otras palabras, crecemos. El costo es el dolor, la frustración, la rabia y la impotencia entre muchas otras emociones que se entremezclan y se manifiestan como pueden. Y creo, que está bien que sea así, porque es parte del proceso. Después de una tragedia – ya sea personal, colectiva, grande o pequeña- nunca volvemos a ser los mismos que antes. Algo en nosotros cambia para siempre. Y, aunque sea difícil entenderlo ahora, la mayoría de las veces cambia para bien.

Tengo claro que nunca es bueno hacer tanto análisis en medio de la tormenta. Hay frases que definitivamente no funcionan cuando la tragedia aún está en desarrollo. Las palabras de esperanza nunca suenan más vacías y simplonas que cuando se dicen antes de tiempo. Aunque dejó de llover hace varios días, para mi gusto el temporal aún no ha terminado y aún estamos en shock. Sobre todo, quienes han sido golpeados más directamente por la desgracia. Las penas siempre van pasando de a poco. Al ritmo de cada uno. Sin embargo, cuando las penas son colectivas, la empatía tiende a ser mayor  y eso mismo ayuda a incrementar la velocidad de la curación. Sentirse acompañado en el dolor es a veces la máxima bendición.

El agua siempre ha sido escasa en el desierto. Históricamente estamos acostumbrados a añorarla, no a tenerla en abundancia. Menos toda junta y de una sola vez. Pero ya que vino y que se coló en cada una de nuestras casas (me atrevería a decir que son muy pocas las viviendas donde el líquido elemento no entró, ya sea como torrente, como barrial o como gotera), recibamos su mensaje: la fuerza del agua es inmensa, nuestra fuerza colectiva también. Dejemos que estas dos fuerzas se compensen y se anulen, y veamos si así podemos alcanzar un nuevo equilibrio. 

lunes, 23 de marzo de 2015

Sin miedo no hay valientes

A propósito de una desafiante situación que le tocó enfrentar a mi hijo preadolescente, me salió una frase que no sé de dónde la habré sacado… “Mira Max– le dije tomándolo de los hombros y mirándolo directamente a los ojos- los valientes no son los que no tienen miedo. Son los que a pesar de estar muertos de miedo, igual hacen lo que tienen que hacer”. “Ya, ya, mamá…”, me respondió él, haciéndose el indiferente. Pero como lo conozco, sé que la frase le llegó y que gatilló una nueva conexión neuronal en su cerebro.
  
Como la mayoría de las mamás, no soy experta en educación ni en crianza, ámbitos en los que cada quien hace lo que puede, con lo que sabe, con lo que va aprendiendo, con lo que se le ocurre improvisar y… “que Dios nos pille confesados, no más”. Vaya a saber una si todo el empeño que le pone está bien encauzado. En este tipo de quehaceres las certezas son más bien escasas, las dudas abundan y lo que funciona bien para unos, no necesariamente resulta ser la panacea para otros. Lo que sí creo que es transversal para todos, es que muchas veces uno va aprendiendo con los hijos. Ellos son maestros que nos piden que les enseñemos justamente aquello que nosotros mismos debemos mejorar. Como dijo Richard Bach, autor de “Juan Salvador Gaviota”: “Se enseña mejor lo que más se necesita aprender”.

Nadie nace valiente. Uno se va haciendo valiente con el paso del tiempo y en la medida en que va practicando la valentía. En ese sentido la valentía es como un músculo que conviene desarrollar y mantener en forma. Y para eso nos sirve el miedo, para hacer de contrapeso y para forzarnos a equilibrar la balanza. Vivimos en una realidad de polaridades: todo es doble, todo tiene su extremo: bien-mal, alto-bajo, miedo-valor, etc.   La naturaleza de estos polos es la misma, siendo su aparente diferencia sólo una cuestión de grados.

Si, como aquí postulo, es imposible que haya valentía sin miedo, entonces el miedo tampoco puede existir sin valentía. De acuerdo a esta lógica, deberíamos tener la convicción de que cada vez que el temor nos paraliza, en algún pliegue de nuestra esencia  debiera estar escondida la valentía, esperando que la descubramos, la honremos  y que –como sea- la saquemos a relucir y procedamos según su mandato. 


Sin miedo, ser valiente es una farsa. Se puede ver bonito, pero en realidad, carece de valor. Por eso me pongo contenta cuando veo que en un acto genuinamente valeroso, mi hijo es capaz de superar sus temores. Y en este caso, uso a propósito el término valeroso, con el fin de amalgamar en él sus dos acepciones: que tiene valentía y que es… inmensamente valioso. 

viernes, 20 de marzo de 2015

El mensaje en la polera

Un día, hace poco, caminaba por una calle del centro de Antofagasta. Me encanta ir al centro. Siempre me entretengo mucho entrando a las distintas tiendas y curioseando en los puestos que hay en la vereda cerca del mercado. Es impresionante la cantidad de cosas inverosímiles que uno puede encontrar en el centro. Pero sin duda, lo que más me entretiene es mirar a la gente. Ver a las personas moverse, escucharlas conversar, tratar de adivinar si están contentas o tristes, si son felices… o no. Qué va a saber uno en realidad. Pero a partir de lo que veo extrapolo historias y me imagino vidas que nunca voy a comprobar si son verdad.

Como les contaba, caminaba por el centro, sumida en este interminable afán por escudriñar rostros, cuando de pronto, a una media distancia entre la multitud, veo caminando directo hacia mí a un hombre joven de contextura atlética. Caminaba lento, pero su paso era firme. Tenía puestos unos audífonos y me imaginé que iba escuchando una canción de amor. Inventé que la canción sería de Ricardo Arjona. Sé que a muchos no les gusta Ricardo Arjona, pero a mí me gusta. Me gustan sus canciones y me gusta el timbre de su voz.  “Este cabro está enamorado”, pensé. A medida que el joven se acercaba, empecé a fijarme en la singular polera que usaba y poco a poco (soy corta de vista) comencé a revelar el mensaje que en ella se leía. La polera era azul oscuro y en la parte delantera y escrita con letras de distintos colores decía: “Sé amable, todos los que ves están dando su propia lucha”.

Me quedé paralizada. Cuando el joven enamorado pasó por mi lado, no pude resistir darme vuelta. Mi asombro fue incluso mayor cuando leí que en su espalda la polera decía “Sí… este mensaje es para ti”. Seguí caminando medio aturdida por la experiencia. Esto no era una simple coincidencia. “Al fin y al cabo -pensé- ¿Qué posibilidad hay de que al azar se hubiese concatenado la siguiente bizarra secuencia de hechos: que a alguien se le haya ocurrido acuñar semejante frase, que esa frase haya sido impresa en una polera, que esa polera la haya adquirido un cierto personaje, que ese cierto personaje haya decidido usar esa polera precisamente ese día en el que iba a caminar por el centro de Antofagasta, específicamente por esa calle y exactamente a esa hora… justo en el momento en que yo iba pasando por ahí?” Nada es casualidad. La historia es real y me sucedió hace un par de semanas. Gracias a esa simple frase en la polera, se me abrió una nueva dimensión de entendimiento hacia las personas que me rodean.  


La vida está llena de mensajes. No siempre los vemos. Conviene estar atentos... puede ser muy inspirador. 

Escuchar

¿Les ha sucedido que mientras le están contando algo a alguien, ustedes sienten que esa otra persona está cero por ciento interesada en lo que ustedes están diciendo? Y por otra parte… ¿Les ha ocurrido que mientras alguien les está contando algo a ustedes, ustedes están pensando en cualquier otra cosa menos en lo que ésa persona está relatando? Para un atento observador , se nota a la legua cuando alguien está aburrido en una conversación. La sintomatología es clara: el oyente lateado generalmente presenta todos o algunos de los siguientes comportamientos no verbales: mira constantemente alrededor cuando el otro habla; asiente demasiado con la cabeza; la sonrisa es falsa (sólo sonríe con los labios y no con los ojos); mira de forma repetida su reloj o su celular; pestañea insistentemente. Además, verbalmente, el que está aburrido emite cada cierto rato sonidos guturales neutros del tipo “Mmmmm” o “Shhhhh”,  y exclamaciones “comodín” de índole “mira… ah”, “qué loco”, “claro”, “es verdad”,  etc.

Seamos francos: quien más, quien menos, esto nos ha sucedido a todos. Y nos ha pasado de ida y de vuelta. O sea, es altamente probable que más de alguna vez nuestros interlocutores se hayan aburrido soporíferamente con nuestro discurso y –de la misma forma- debemos conceder el punto de que en varias ocasiones hemos sido nosotros quienes nos hemos lateado hasta la somnolencia más insufrible con los algunos de los relatos de otros.
Estamos empate, entonces.

Pero es un triste empate, la verdad. Dejando de lado la reacción defensiva típicamente humana de ver “la paja en el ojo ajeno…”, los invito a que en este caso seamos un poco más autocríticos y nos enfoquemos más en la parte del refrán que se refiere a “…la viga en el propio”. Estableciendo la salvedad de que efectivamente hay personajes intrínsecamente lateros (ojo, que incluso nosotros mismos podríamos ser uno de esos especímenes), qué tal si nos abrimos a la posibilidad de considerar que el aburrimiento que sentimos al escuchar la conversación de otro no es porque el otro sea realmente tedioso per se, sino porque a nosotros no nos interesa en lo más mínimo lo que para ese otro resulta de un interés sublime. En castellano, lo que quiero decir, es que finalmente nos da un lata negra escuchar cualquier cosa que no tenga estricta relación con lo que le interesa a nuestro minúsculo mundillo personal y privado, más conocido como “Yo”.


Al final, se trata de cuán desarrollada tengo “Yo” la capacidad para escuchar a otro. Mejor dicho: ESCUCHAR, así con mayúscula, negrita y subrayado. Escuchar no sólo con el tímpano, sino con el corazón, interesándonos genuinamente en el otro y en lo que para el otro es importante. Es un ejercicio que debiéramos practicar más a menudo, dejar de justificarnos diciendo que el otro es aburrido y empezar a asumir que más bien es a nosotros a quienes nos falta genuino interés para realmente ESCUCHAR lo que el otro nos quiere compartir. 

miércoles, 4 de marzo de 2015

Que será... será


Cantaba Doris Day “Whatever will be, will be… Que será… será” en la película de Alfred Hitchcock “El hombre que sabía demasiado”, en 1956. La pieza musical ganó ese mismo año un Oscar a la mejor canción original. Pero más allá de Doris, de Alfred y de la codiciada estatuilla dorada, es el mensaje de la canción lo que traigo a colación hoy, porque ¿saben?, a veces en la vida no queda más que suspirar profundo y asumir que “lo que será… será”.
Sucede que en ocasiones uno se empecina tanto tratando de torcerle la mano al destino: se la juega, se obsesiona, se complica, se enreda, se agobia, se angustia y se devanea los sesos tratando de encontrar una fórmula para que las cosas salgan como uno quiere que salgan. Pero no siempre las cosas son como uno quisiera que fueran y cuando eso sucede lo más sano es aceptar que lo que tiene que ocurrir va a ocurrir, sin más. No es rendirse… sino más bien desapegarse. La diferencia parece sutil, pero no es menor. Rendirse es dejarse vencer. Desapegarse es dejarse llevar. Rendirse te disminuye y te esclaviza. Desapegarse te engrandece y te libera.

Se me viene a la mente un relato que el famoso tenista serbio y actual número uno del mundo, Novak Djokovic, hace en su libro “El secreto de un ganador”. Hablando de su infancia en la turbulenta ex Yugoslavia de la década de los noventa, señala:  “…Comenzamos la guerra viviendo con miedo. Pero en algún momento durante el transcurso de los bombardeos algo cambió – en mí, en mi familia, en mi pueblo. Decidimos dejar de sentirnos atemorizados. Después de tanta muerte y tanta destrucción, simplemente dejamos de escondernos. Una vez que te das cuenta que eres verdaderamente impotente, una fuerte sensación de liberación se apodera de ti. Lo que ocurrirá, ocurrirá y no hay nada que puedas hacer para cambiarlo”. Djokovik  agrega que estas experiencias fueron para él grandes lecciones: “…aceptar verdaderamente tu propia falta de poder, es increíblemente liberador”, puntualiza.
Para mi gusto, el actual número uno del  tenis mundial tiene toda la razón. Lo más curioso de todo, es que cuando uno finalmente deja de empeñarse obstinadamente y decide -de manera genuina- soltar, dejar fluir y desapegarse, el mundo y la vida se ordenan solos. Hay varias historias que lo confirman: la de la pareja que cuando dejó desesperadamente de luchar por ser padres, quedaron embarazados; o el caso de la joven que cuando desistió de andar con el vestido de novia en la cartera, encontró marido. O lo que me sucedió a mí el otro día, que buscaba histéricamente por toda la casa el aro de oro que se me había perdido. Después de varias horas, empecé a asumir la pérdida. Al poco rato, lo encontré resplandeciendo en la oreja de mi pequeña hija de 6 años.

La vida siempre es más sabia que uno. Al desapegarnos de nuestras obsesiones, de nuestras manías y de nuestros miedos, empezamos a vibrar al mismo ritmo de la vida y de su sabiduría… y también, claro, al ritmo de Doris Day cuando cantaba “Que será… será”.

Siete ideas


Pensamos a veces que para tener una vida plena debemos buscar fuera de nosotros algo que sentimos que nos falta. Cultivamos la permanente e inquietante sensación de que estamos incompletos. Incluso, a veces, andamos tan perdidos que creemos que para pasar un gran momento debemos vivir experiencias o tener cosas más bien rimbombantes y pomposas. Pero sucede que de vez en cuando y por breves instantes uno se centra y se ubica, de tal forma que logra saborear el principio que se conoce como “La navaja de Ockham”, que señala que “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta”.
Inspirada en aquello, les comparto siete ideas fáciles y simples para pasar un gran momento y para entender que la vida plena está al alcance de quien quiera.

1.       Respira: profundo, con ganas, inflando los pulmones a más no poder. Luego bota todo el aire, como si quedaras vacío, seco, sin nada. Repite tres veces. Te sentirás en la gloria.

2.       Escucha: como si hubieras tenido tapones en los oídos toda la vida y hoy te los hubieran sacado. Escucha el ladrido a lo lejos, el murmullo de los autos, el canto de los grillos, las olas en la playa, el latido de tu corazón. Escucha también el silencio que hay entre todo eso y sorpréndete.

3.       Sonríe: sobre todo si crees que no tienes una buena razón para hacerlo. Busca alguien a quien mostrarle tu sonrisa y cuando esa persona te sonría de vuelta habrás encontrado la razón que creías que no tenías.

4.       Agradece: no hay sensación más tibia y reconfortante que sentirse agradecido. Mira todo lo que has conseguido  y todo lo que has aprendido en tu recorrido y siéntete gratificado de los pasos que has dado, de las experiencias que has tenido y de las personas que te han acompañado.

5.       Recuerda: cierra los ojos y vuelve al pasado que más te guste. Algún tiempo pretérito que te llene el alma de alegría. Deja que cada célula de tu cuerpo reviva las sensaciones, los colores, los olores y la emoción.

6.       Imagina: inventa la realidad que quieres vivir y quédate en ella por un rato. No seas mezquino con tu sueño, piensa en grande y sin miedo. Y piensa que todo lo que nos rodea (autos, casas, teléfonos, ropa… todo) fue, antes de convertirse en realidad, sólo una idea imaginada.

7.       Decide: Toma las riendas de tu vida, empodérate y tírate a la piscina. Quizá te equivoques pero eso es siempre mejor que quedarse eternamente en el limbo de la indecisión. Para avanzar hay que elegir. Al escoger una opción, siempre desechas otros caminos. Confía en tu instinto y nunca mires hacia atrás.

Caminar


De los placeres simples de la vida, caminar es quizá uno de los más gratificantes y uno de los que proporcionan los mayores beneficios, no sólo físicos, sino también psíquicos y espirituales. Todos somos caminantes en esta vida, sólo que a veces nos olvidamos de representar más literalmente ese rol. En mi caso, confieso que camino bien poco. Reconozco que me he vuelto muy cómoda y la tecnología ha conspirado en mi contra,  poniéndome el mundo en la punta de los dedos. En verdad, ya casi no necesitamos levantarnos del sillón para conseguir lo que queremos y con un solo click estamos virtualmente donde queremos estar.
En esencia, lo anterior no tiene nada de malo, al contrario. Me declaro una entusiasta de la tecnología, pero al mismo tiempo hay que admitir que con la tecnología corremos el riesgo de desconectarnos excesivamente del mundo real.  Lo complejo, es que al desconectarnos del mundo real, nos desconectamos de nosotros mismos porque todo tiende a ser fácil, instantáneo y automático, exonerándonos de cualquier esfuerzo para conseguirlo.

Durante este verano he redescubierto el placer de caminar. De ir al ritmo que mi cuerpo permite, respetando el tiempo que me demoro en trasladarme de un lugar a otro y aprovechando el espacio que se abre para bajar las revoluciones y para reencontrarme con aspectos de mi interior que ya casi había olvidado. Porque al caminar, poco a poco se va silenciando el mundo y empiezas a escuchar mucho más nítidamente lo que piensas, lo que sientes y lo que quieres. Cuando uno camina se acuerda que adentro suyo hay alguien que es mucho más que el que se deja ver por fuera y entiende que hay una dimensión mucho más real que el sueño que sueñas a diario.
Caminar, en cierta forma, nos vuelve a vincular con la tierra firme, con la noción de que para avanzar hay que dar un paso a la vez y que ese paso nos regala una brecha de suspenso y reflexión. Un paso que sumado a otros te permite recorrer largas distancias, pero al mismo tiempo te invita a visitar un paraje interno que sin tu presencia se vuelve yermo y desolado. Al caminar, percibes, reflexionas, te inspiras, haces conexiones, generas ideas. En fin, no sólo oxigenas tu sangre, sino también tu alma y tu entusiasmo.

La vida se vuelve a vivir desde la vereda y no desde esa supercarretera donde todo sucede más rápido y menos amablemente. Creo que cuando la vida deja de vivirse apurada, se restaura su color, su nitidez y su brillo. Es lo mismo de siempre pero distinto, más sabroso, más ameno, más consciente y más verdadero. Caminar es una buena forma de recordar que en esencia somos viajeros, quienes  más que tratar de llegar a algún lugar… debemos empeñarnos por disfrutar del viaje.


Cumpleaños


Conozco mucha gente que está de cumpleaños durante el verano. Incluyéndome a mí. Cuando niña, mi sueño era irme a vivir a algún país del Hemisferio Norte, para que mi cumpleaños fuera en invierno. Y fantaseaba con la idea de que en alguna realidad boreal paralela, mis compañeros de curso me pudieran cantar el cumpleaños feliz en la sala de clases. Nunca sucedió, claro. Y el mundo siguió girando igual.
Es difícil congregar invitados cuando uno está de cumpleaños durante el verano. Hay momentos en que- cuando uno es chica-  eso importa. Después uno crece y se acostumbra y, francamente, da lo mismo, porque con el tiempo, uno va entendiendo que lo principal no es la cantidad de abrazos, de saludos o de regalos. Importa más si ese día uno se siente especial, si respira distinto, si desde el corazón honra la efeméride. 

Honrar la efeméride significa reconocer que el sólo hecho de estar de cumpleaños es ya un regalo. Un regalo que agrega el último año de tu vida al resto de los años que has vivido, conformando así tu historia e incluyéndolo todo: las glorias, las miserias, los fuegos artificiales, los descalabros, las muertes y las resurrecciones, porque todo te ha ayudado a ser quien eres y a llegar donde has llegado.
Hay un viejo chiste que dice “justo nací el día de mi cumpleaños”. La talla es más bien fome y además, en  inglés la ironía no funciona porque cumpleaños en inglés se dice “birthday”, que literalmente se traduce como “día de nacimiento”. Es que los idiomas español e inglés utilizan dos conceptos muy distintos para conmemorar la misma cosa: el momento en que llegamos a este mundo. El “birthday” apela a la razón más de fondo: nacer. El “cumpleaños”, en cambio, se queda con la contabilidad del suceso, o sea, con cuánto tiempo va pasando desde que ocurrió, con cuántos años le voy sumando a mi trayectoria.

En ese sentido, me gusta más el vocablo angloparlante porque al incorporar en su estructura la palabra “nacimiento” (“birth”), invita a hacer foco en ésa idea, la idea de abrir una nueva página y de resetearse, lo que me parece mil veces más atractivo que entenderlo sólo como un mero conteo de primaveras.
Estar de cumpleaños es la manera que tiene la vida de invitarte a empezar de nuevo y de  volver a nacer. Y te ofrenda con un año completo para que hagas y deshagas. Es bueno hacerse consciente de la dádiva y agradecer la oportunidad de renacimiento que te da. Así te haces más dueño de tu vida y más responsable de tu destino. Y eso siempre es una muy buena razón para celebrar.