domingo, 9 de octubre de 2016

Reflexión


Es cierto, uno cuenta historias acerca de uno, cosas que le pasaron, vivencias que tuvo y a uno como que le da un poco de pudor. Pero el otro día, leyendo una entrevista al poeta Raúl Zurita, entendí de qué se trataba todo este asunto. Porque Zurita –en esa entrevista- hablaba de su vida, de las cosas que le pasaron, de las vivencias que tuvo, y entonces, de pronto, yo estaba tan entretenida con el relato, y de alguna forma me sentía tan identificada con cómo este poeta contaba sus historias y podía entender tan perfectamente las emociones que transmitía, que caí en cuenta que a uno le gustan las historias de otros no porque sean de otros, sino porque simplemente uno se refleja en ellas. 

En el fondo, es cierto, somos todos bien autorreferentes, nos gusta mirarnos en el espejo una y otra vez, nos buscamos en las vidas de otros y nos descubrimos en la medida que descubrimos a los demás. Y entonces pensé que tenía carta blanca para seguir escribiendo de lo que me pasa, sin remordimientos, ni ninguna culpa por hablar demasiado de mi misma. Porque en el fondo, yo escribo una historia mía, pero el que lee, no lee mi historia… sino la suya contada por mí.  

Hasta Pronto




(Ayer se publicó mi última columna en "El Mercurio de Antofagasta". Fue una decisión personal no exenta de contradicciones. Me lo tomo sólo como un receso... la puerta ha quedado abierta. Me voy muy agradecida de haber tenido la posibilidad de escribir en ese medio).


Recuerdo que cuando era chica tenía miedo de muchas cosas. Miedo a la oscuridad, miedo a dormirme, miedo al fin del mundo, miedo a la guerra nuclear, miedo a la llegada de los extraterrestres, miedo a los desconocidos y miedo a las noticias. De hecho, me cargaba ver las noticias en la tele o escucharlas en la radio, y evitaba a toda costa leer el diario porque encontraba que todo eran tragedias, desastres, asesinatos, estafas, en fin, puras cosas malas y negativas. Era tanta mi aversión a la actualidad noticiosa, que me acuerdo incluso que cuando por alguna razón pasaba frente al televisor y estaban dando un noticiero, empezaba a tararear imperceptiblemente alguna melodía con el fin de no escuchar lo que se decía en pantalla. Era bien terrible.

Pero como a veces la vida es rara, pasó el tiempo, crecí, dejé de tenerle miedo a muchas cosas (aunque aprendí a tenerle miedo a otras), y cuando llegó el momento de decidir qué quería hacer por el resto de mis días, irónicamente, el periodismo fue mi opción. Ni me acordé de todos mis temores infantiles y no fue sino hasta después de muchos años, que un día caí en cuenta que la misma niña, que de forma tan vehemente evitaba enterarse de la actualidad noticiosa, se había convertido en reportera de todas esas cosas a las que tanto miedo les tenía cuando chica.  

Poco a poco he ido entendiendo que para lo único que te sirven los miedos es para aprender a trascenderlos. A veces, no tienes ni las ganas, ni la fuerza, ni la valentía para superarlos conscientemente, entonces es cuando el inconsciente, con una fuerza sacada de no sé dónde, te impulsa a hacer lo que tienes que hacer. Y tomas decisiones insólitas, te contradices, suenas incoherente, haces cosas aparentemente ilógicas y lo más probable es que nadie te entienda… ni siquiera tú mismo. Sin embargo, si eres capaz de ser fiel a lo que dice tu corazón, más que a lo que dicen los demás, puedes estar seguro que no te vas a equivocar. Me gusta pensar que tal vez fue por eso que estudié periodismo. Y me gusta pensar también que es quizá gracias a esa misma fuerza oculta, mucho más sabia que yo, que tomo las decisiones que tomo en la vida.

Por eso quiero contarles la decisión que tomé hace algunos días: la de hoy es mi última columna en estas páginas. Fue hace casi tres años que envié un día un correo al director de este diario, a quien no conocía, proponiéndole la idea de abrir un espacio en el que pudiéramos aportar una mirada positiva de la vida. Hoy, más de 150 columnas después, siento que es momento de ponerle una pausa a esta entrega, para quizá, recargar energías, para recorrer otros senderos y para aprender otras lecciones.


Escribir esta columna cada semana fue el mejor regalo que mi profesión me ha podido dar. Y me ha hecho tan feliz, que constituye una prueba real de que efectivamente no me equivoqué en mi vocación. Me voy con el corazón lleno. Gracias a cada uno de ustedes por darse el tiempo de leer mi trabajo y gracias a este diario por reservar cada semana un espacio para recordarnos que a pesar de todo y entre tanta noticia compleja y difícil… la vida es bella. ¡Hasta pronto!

Sin Anestesia

No quiero crecer, mamá”, me dijo el otro día mi hija de 10 años. La repentina confesión me sorprendió. En el primer microsegundo no supe bien cómo interpretarla, pero luego, decidí tomarla a bien, porque para qué hacerme un quilombo a partir de la simple e inocente declaración de una pre púber ¿cierto?. “Me parece fantástico, querida – le respondí- eso significa que lo estás pasando tan bien en tu vida, que… ”. Mi hija me interrumpió. “No. No es por eso, mamá. Es porque no quiero ser grande y tener que hacer lo que hacen los grandes”.  “¿Y qué hacen los grandes que te resulta tan molesto?” le pregunté intrigada, sin saber en los laberintos en que me estaba metiendo.

Y mi hija habló sin anestesia: “Andan siempre apurados, y cansados, les gusta dormir, ven programas aburridos en la tele y se quejan y se quejan y se quejan… En serio, mamá, pasan todo el día quejándose”. “Al que le venga el sayo que se lo ponga”, pensé. Y me lo tuve que poner no más. No me quedó otra, considerando que soy uno de los adultos que más tiempo pasa junto a mi hija, indudablemente mi comportamiento tiene que haber influido para que ella saque este tipo de conclusiones. 

Vamos viendo. ¿Ando siempre apurada? Bueno, con todo lo que hay que hacer, el día como que no alcanza, entre la casa, el trabajo, el supermercado, el calefont que se echó a perder, reembolsar las boletas del médico, las reuniones del colegio y miles de otros ajetreos, sí, para qué negarlo, uno anda siempre apurada. ¿Paso cansada y me encanta dormir? Honestamente, la almohada se ha convertido en un lujo altamente añorado por mi persona, y no solo cuando se acerca la hora de acostarse. Punto para mi hija. ¿Veo programas aburridos en la tele? Para qué estamos con cosas, ni los noticieros, ni “El Precio de la Historia”, ni “Downton Abbey”, son los programas más seductores para alguien con sólo una década de vida, así es que mi hija se anotó un poroto en este ítem también.  Finalmente, con respecto a la queja, decidí objetivizar el tema y durante un día me propuse enumerar las veces que me quejo. Y ¿saben qué? apenas a las 08:30 de la mañana ya me había quejado más de 10 veces. Me dio pavor seguir contabilizando y por dignidad, decidí dejarlo hasta ahí.

Confieso que de todo lo mencionado por mi pequeña saltamontes, esta última fue la estocada que más me dolió, porque me di cuenta que no sólo me quejo, sino que me quejo mucho. Me quejo porque sí, porque no, porque es muy temprano, porque es muy tarde, porque hace frío, porque hace calor, porque me queda ancho, porque me queda apretado, porque está oscuro, porque ya amaneció. Escandalizada por mi descubrimiento, juré que no me iba a quejar más, exigente promesa que me llevó a hacer otro hallazgo más perturbador aún: erradicadas las quejas de mi vida ¡me quedé sin tema de conversación!


¿Soy sólo yo o esto nos pasa a todos los grandes? A veces los niños nos reflejan de la forma más cruda. No es agradable, pero creo que es bastante sano que de vez en cuando alguien nos pegue en los cachos. Sin violencia, sin tapujos y… sin anestesia.