martes, 26 de noviembre de 2013

La valentía del "loser"


Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta
el pasado sábado 23 de noviembre de 2013
 
“Loser”, es una palabra inglesa que significa perdedor. Y es una palabra que se ha puesto de moda entre los adolescentes y jóvenes criollos para referirse burlona y despectivamente a todos aquellos a quienes consideran poca cosa o a quienes quieren hacer sentir inferiores. Empleado en ese sentido, el término “loser” se usa más bien para definir negativamente a una persona, y en la práctica es una humillación y una ofensa.
Como el tema de los ganadores y los perdedores ha estado en la palestra luego de las pasadas elecciones, resulta apropiado detenerse un momento para entender que ser un perdedor o un “loser” es muy diferente al  mero hecho de perder. Ya sea una elección, un trabajo, una apuesta, un partido o un amor… todos hemos perdido algo alguna vez. Perder es parte de la aventura de estar vivos. Es quizá la cara más ingrata, pero al mismo tiempo puede transformarse en una experiencia infinitamente enriquecedora que nos permite crecer y madurar. Sin duda, el mayor triunfo de una persona es aceptar su derrota, porque con eso, inevitablemente, se hará más fuerte.

Perder implica que arriesgaste algo. Que estuviste dispuesto a dar la batalla. Que saliste a la cancha, que jugaste el partido. Significa también que no te quedaste sólo como espectador mirando el espectáculo y opinando –cómodamente sentado en tu butaca- sobre cómo lo hacen los que están en el ruedo. Perder significa, sobre todo, que fuiste valiente y que te sobrepusiste a tus miedos y a tus fantasmas.
Si entendiéramos que detrás de cada “loser”, hay un carácter corajudo;  un alma que le ganó a la inseguridad y a la crítica; un espíritu guerrero que estuvo dispuesto a exponerse y a aceptar su propia vulnerabilidad… Si tan sólo entendiéramos eso, la palabra “loser” ya no sería un agravio, sería más bien un homenaje, una distinción, algo así como una medalla al mérito.

John F. Kennedy dijo: “La victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana”. Y es huérfana simplemente porque muy pocos se detienen a apreciar su valor.
Reivindiquemos a todos los que alguna vez se han sentido o han sido catalogados como perdedores o “losers”, porque ellos están más vivos que todos los que se quedaron mirando, porque son valerosos,  porque gracias a su heroísmo tienen mil historias para contar… Y también porque aunque hayan perdido, la vida siempre les va a dar una segunda oportunidad.

martes, 19 de noviembre de 2013

Una simple elección





El Mercurio de Antofagasta,
Domingo 17 de noviembre 2013
Estamos encima de las elecciones. Hoy  vamos a elegir parlamentarios, consejeros regionales y al próximo Presidente o Presidenta de la República. Es una elección importante, sin duda. Y un alto porcentaje de la población está atento y expectante. Lo curioso es que más allá de nuestra vida cívica, donde las elecciones se realizan cada cierta cantidad de años, en nuestra vida personal, las elecciones las hacemos a cada rato, invariablemente.

Es que no se puede vivir sin elegir. No se puede avanzar sin elegir. No se puede crecer sin elegir. Vivir es esencialmente elegir. Optar. Escoger entre dos o más alternativas. Tomar un camino y no otro. Todas las decisiones son básicamente elecciones. Por eso hay algunas que son tan difíciles. Porque al elegir una alternativa quedan automáticamente descartadas todas las demás. Y eso puede ser doloroso y bastante incómodo. Porque a veces puede resultar atractivo quedarse en el campo de las posibilidades infinitas. En la potencialidad pura. Pero en verdad hacer eso sería tan absurdo como vivir en una eterna campaña política, llena de debates, foros, carteles, volantes, franjas publicitarias, pero sin llegar nunca a ejercer el acto de votación. ¿Para qué, entonces? ¿Qué objeto tendría?  

Lo que sucede es que muchas veces nos confundimos, porque nuestra capacidad de elección está tan arraigada en nosotros que la hacemos en automático. Como cuando conducimos el auto y vamos tan ensimismados en nuestros propios devaneos mentales que llegamos a destino sin saber bien cómo lo hicimos. Eso mismo pasa con nuestras elecciones más inconscientes y más cotidianas. No nos damos cuenta que las hacemos. Y cuando las hacemos, elegimos lo que estamos más habituados a elegir. Ni siquiera razonamos.

Y si en las elecciones de este próximo 17 de noviembre un gran porcentaje de nosotros va a votar en conciencia, como corresponde no más, pues… ¿No sería bueno que, de manera deliberada, eligiéramos más sabiamente entre las distintas opciones que tenemos? ¿No sería bueno que, por ejemplo, eligiéramos premeditadamente  andar más contentos o ser más agradecidos? ¿No sería bueno que eligiéramos ver lo bueno en vez de lo malo? ¿Ver lo que tenemos en vez de lo que falta? ¿Buscar soluciones en vez de buscar culpables?  ¿Saludar, en vez de hacerse el leso? ¿Sonreír en vez de fruncir el ceño? ¿No sería bueno? 

Es una simple elección.

martes, 12 de noviembre de 2013

Todo lo que pudo haber sido y no fue


Ilustración: Paulina Gaete.
Quiero brindarle un tributo a todo lo que pudo haber sido y no fue:
Por todas las semillas que se plantaron y no germinaron. Por todos los sueños que nunca se realizaron. Por las alegrías que no gocé, por los llantos que no lloré, por las risas que jamás se escucharon, por las palabras que pude haber dicho pero que jamás articulé. Por todas esas ideas que sólo fueron eso y luego se desvanecieron en el aire. Por todos esos caminos por los que no anduve…  por los trenes a los que no me subí… por las estaciones en las que no me bajé.

¿Qué habrá sido de la concertista que no logró ser más que una niña a la que le gustaba tocar el piano…? ¿Y de la actriz que nunca pudo ser actriz? ¿Dónde habrá quedado esa vedette llena de plumas a la que nunca le creció el busto? ¿Dónde se habrá escondido la cantante que le tenía tanto miedo a cantar? ¿En qué lugar estará ahora esa joven de piernas largas que nunca supo que las tenía tan largas? ¿Y la oveja negra que prefirió ser blanca?
¿Cuándo se truncaron todos esos senderos? ¿En qué momento se perdieron esas historias?

Todas ellas se convirtieron en la opción no escogida, en la alternativa ignorada, en la vida que no viví. ¿Dónde estarán ahora? ¿Hacia qué lejanas tierras se habrán ido? ¿Estarán varadas en alguna playa del olvido? ¿O habrán seguido su viaje en busca de alguien que las pudiera elegir?  En algún momento todas ellas vivieron en mí, latiendo ansiosas y esperanzadas en mi  corazón. Y en la medida en que fui avanzando se me hizo imposible seguir albergándolas… porque uno escoge y lo que no es escogido inevitablemente debe desaparecer.
Por eso  hoy le rindo un homenaje a todas esas opciones que no marqué con una “X”. Le rindo un homenaje con toda mi alma y con toda mi paz. Porque gracias a todo lo que pudo haber sido y no fue…  hoy yo soy todo lo que he sido y lo que sí logré.

sábado, 9 de noviembre de 2013

La Araña en el Closet (Un cuento)


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Amapola Carpaggione era una niña alegre, risueña y traviesa. A sus 5 años ya sabía leer perfectamente y podía contar hasta cien sin equivocarse… en español y en inglés. Amapola tenía muchas amigas y amigos y su juego favorito era saltar a la cuerda y cambiarle de ropa a las muñecas.
Amapola era linda, dulce y preguntona. Le gustaba averiguar todo y sus papás tenían que tener mucho cuidado con lo que hablaban cuando ella estaba presente, porque luego la pequeña iba y se lo contaba con megáfono al primer ser humano que se le cruzara por delante: “Mi mamá dice que el papá de Raimundo Esperonil es un maleducado, porque el otro día pasó al lado de ella y no la saludó”; “Mi papá le dice “Guatón Picante” al vecino… pero me dijo que se lo decía de cariño. ¡Es que mi papá es muy amoroso con todo el mundo!”; “Mi primo grande va en Sexto Medio y a veces es pesado y a veces simpático y también se saca los mocos”.
Amapola era así. Espontánea y refrescante. Sus comentarios habitualmente hacían sonrojar a sus progenitores, pero no es menos cierto que muchas veces esos comentarios también sacaban carcajadas. Y de las buenas. Como aquella vez cuando tocaron el timbre y Amapola que estaba sentada en el sillón viendo tele, se puso de pie como resorte y abrió la puerta. Era la señora Genoveva, que venía todas las semanas a ofrecer empanadas de pino. La madre de Amapola estaba limpiando el baño en el segundo piso de la casa, desde donde gritó: “¡¡¿Quién es, Amapolita?!!” La niña que estaba de pie junto a la puerta de calle le respondió en los mismos decibeles… “¡¡La Viejuja de las Empanadas, Mamita!!”. Esa fue la última vez que la familia Carpaggione pudo comprarle empanadas de pino de la señora Genoveva.

Pero un día, algo pasó. Claraluz, que así se llamaba la mamá de Amapola, estaba planchando la camisa dominguera regalona de su marido, cuando de pronto, sintió un espeluznante chillido que venía del dormitorio de Amapola. Asustada, corrió a ver qué le había sucedido a su hija, y cuando llegó, vio a la pequeña niña que estaba encaramada sobre una silla, aterrada porque había visto una enorme araña en el suelo.  La madre se agachó en cuatro patas para buscar al bicharraco y cuando por fin lo encontró, lo tomó en sus manos y se lo acercó a su hija. “Es una araña-tigre, Amapolita. Estas arañas no hacen nada y son muy útiles porque se comen a las arañas de rincón. Así es que no la vamos a matar porque esta araña es de las buenas”. Y dicho aquello, Claraluz se sacudió la mano, la araña-tigre saltó al suelo y velozmente se metió al closet por la rendija que quedaba bajo la puerta.
Amapola miraba atónita a su mamá. Y la mamá, al ver los ojos de compota que tenía su hija, la abrazó cálidamente, la bajó de la silla donde estaba encaramada y tomándola del mentón le dijo con infinita dulzura… “Las arañas-tigre son arañas buenas, Amapolita… no tengas miedo, hija”.

“Sí, Mamá”, le respondió la pequeña, no muy convencida.
Cuando Claraluz volvió a lo que estaba haciendo, descubrió con horror que había dejado la plancha encendida sobre la que ya dijimos era la camisa predilecta de su marido. El humo y el olor a quemado habían inundado la cocina y sus alrededores. Urgida, Claraluz, abrió las puertas y las ventanas para que circulara aire fresco. Al cabo de un par de horas, ya no había humo y el olor a camisa dominguera chamuscada había desaparecido por completo.

Los días pasaron. Pasaron también las semanas… Y poco a poco Amapola fue dejando de ser esa niña vivaz y alegre que deambulaba por la casa.  Ya no se escuchaba su risa contagiosa. Tampoco se oía su interminable parlanchineo. Las muñecas nunca más se cambiaron de ropa y la cuerda de saltar se perdió quién sabe dónde. Hacía mucho rato que Amapola había dejado de hacer los comentarios indiscretos de siempre. Había dejado también de contar hasta cien en inglés, sólo lo hacía en español y muy de vez en cuando. Ahora su pasatiempo favorito era simplemente tenderse por horas en su cama y tararear muy suavemente una ininteligible y extraña melodía.
Claraluz notaba que su hija no era la de siempre. Pero pensaba que si el resto de las actividades de la casa se mantenían como de costumbre, todo volvería a la normalidad más temprano que tarde. De acuerdo a esa lógica, ella seguía con su rutina habitual como si aquí no pasara nada. Hacía el  aseo escrupulosamente, el almuerzo siempre estaba delicioso, compraba los víveres en los lugares más convenientes y lavaba la ropa a mano, con jabón gringo, momento en el que aprovechaba de botar todas sus preocupaciones restregando y restregando. Así, al menos en la superficie, todo parecía estar limpio, tranquilo y en orden.

Sin embargo, una tarde, mientras guardaba la ropa recién planchada en el closet de Amapola, la niña que estaba como de costumbre tendida en la cama musitando esa interminable y monótona  melodía, le preguntó:
-Mamá…-
-Dime, querida…-
- ¿Hasta cuándo crees que la araña va a estar en el closet?-
La madre se descolocó con la interrogante:
-¿Qué araña, Amapola?-
La niña sonrió levemente y se restregó el ojo izquierdo como si algo le diera vergüenza.
- Tu dijiste que era una araña buena que se comía a la araña de rincón, Mamá… ¿Te acuerdas?-
Haciendo un gran esfuerzo, la madre logró recordar muy difusamente el episodio ocurrido hacía varios meses y en el que encontró a su hija aterrada arriba de una silla.
- Mmmm… creo que sí me acuerdo- dijo finalmente Claraluz.
- Pero esa no es una araña buena, Mamá… porque tú también dijiste que era una araña-tigre… y eso me da mucho miedo…- agregó la niña temblorosa, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
La madre, al notar la angustia de su hija, se sentó junto a ella en la cama y la abrazó.
- ¿Qué pasa, mi Amapolita…? ¿Por qué lloras por una simple araña?-
 
- Porque tú no la quisiste matar, mamá.- le recriminó la hija que ahora lloraba profusamente. Luego agregó:  
 -... ¡Y está en mi closet hace meses!… ¡Y ahora debe estar gigante!- La pequeña se notaba  francamente mortificada.
- O sea que… -comprendió Claraluz-… Eso es lo que te tiene así…-
Y como si hubieran abierto las compuertas de una represa, Amapola lloró y lloró y lloró abrazada a su mamá.

Después de un largo rato, y mientras Claraluz le acariciaba el cabello a su hija, ésta dejó caer la última lágrima. Recién entonces, la madre pudo hablar:
-¿Y si yo te dijera, mi Amapolita, que hace algunas semanas, cuando ordené tu closet y te cambié la ropa de invierno por la ropa de verano, encontré debajo de tus pantuflas de conejo una araña-tigre, aplastada y… muerta?-
-¿En serio mamá?- dijo la niña que ya se sentía mucho más liviana.
- En serio, Mi Cielo. Yo misma la barrí con el escobillón, la recogí con la pala y la boté a la basura.- le respondió Claraluz, e inmediatamente añadió:
-¿Te das cuenta que has estado todo este tiempo asustada por algo que ni siquiera existía?-
-Pero yo creía que sí existía, Mamá…- dijo la niña.
-Lo sé, Amapolita -comentó finalmente Claraluz – Lamentablemente, creer siempre es suficiente para tener miedo.-

Y a pesar de que habían estado abrazadas por un buen rato, las dos se quedaron juntas y abrazadas por un largo rato más.

 

FIN

 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La mamá cansada: un cuento para niños


Ilustración: Paulina Gaete.
"Cuéntame un cuento, mamá".
Le tengo susto a esa frase. Sí, así como lo oyen. Le tengo susto a que mis hijos me pidan que les cuente un cuento. Especialmente en la noche, antes de dormir. Porque en verdad, a esa hora lo único que quiero es que se duerman. Que se acabé el día y que ojalá lo más pronto posible, yo pueda depositar también mi cabeza en la almohada y hundirme en la espesura de la inconsciencia onírica. Hasta el día siguiente.
¿Está mal sentirse así? ¿Está mal que cuando cae la noche ya no me queden fuerzas, ni ánimo, ni ganas ni siquiera para leerles un cuento a mis hijos? ¿Soy una mala madre por eso? A veces pienso que sí. Que soy lo peor. Que la madrastra de Blancanieves es una Santa al lado mío. Y otras veces digo… “¡Bahhh! ¡Qué tanto, tampoco!… Nadie se va a morir, ni va a quedar traumatizado porque la mamá no le leyó un cuento en la noche”. ¿O sí?

Pero como mis hijos son de idea fija, insisten una y otra vez en lo mismo: "Que cuéntame un cuento". "Que mamá, todas mis amigas me dicen que sus mamás les cuentan cuentos". "Que mamá, el otro día una señora en la tele dijo que los niños a los que les contaban cuentos antes de dormir eran más felices y tenían mejores notas".  Mis hijos, pobrecitos. Creen todo lo que ven. Y todo lo que oyen. Y son bastante extorsionadores por lo demás. Y yo engancho, claro está.
Pero bueno, como dijo el Puma Rodríguez: “Hay que escuchar la voz del pueblo…” Por lo tanto, he pensado que ya es hora que les cuente un cuento a mis pequeñines. Al menos uno. Pero como ésta será una ocasión excepcional, que capaz que nunca más se repita en la vida, no puede ser cualquier cuento. Va a ser un cuento especial. Un cuento inolvidable. ¡Un cuento inventado por mí! ¿Qué tal? ¿Un cuento querían? Un cuento van a tener. Y sanseacabó no más. Dice así:

Cuento para niños:

LA MAMÁ CANSADA

Por Muna.

 Había una vez, en un país muy, muy, muy lejano, una hermosa joven llamada Andrómeda, de cabellos castaños y largos hasta la mitad de la espalda. Sus grandes ojos parecían dos aceitunas de Azapa y sus labios eran tan rojos como la luz roja del semáforo de la esquina. Un día de primavera, cuando los rayos Ultravioleta estaban en el nivel naranjo, esta atractiva damisela se encontró a boca de jarro con el hijo del  dueño de la carnicería del barrio. Un tal Citrulo. Citrulo era joven, apuesto y musculoso y ese día andaba sin camisa. Tanto acarreo de huachalomos de allá para acá le habían ayudado a formar un bello y fibroso torso que a él le gustaba lucir. Al verlo, Andrómeda no pudo disimular la instantánea atracción que sintió por el apuesto Citrulo, y éste, que algo sabía de filetes, reconoció en la bella joven un excelente corte que pintaba para Sello Premium.
Para no ponernos lateros con los detalles, sólo les diré que Citrulo y Andrómeda se gustaron, se enamoraron, se casaron y fueron felices… pero sólo por un rato. Porque en verdad, queridos hijos míos, esto de que “fueron felices para siempre”, es la mentira más grande que se ha contado jamás en los cuentos infantiles. La felicidad eterna no existe. Y menos si uno está casado. La felicidad dura un rato, luego viene una pelea, un poco de ley del hielo, otro poco de morderse la lengua, luego hay una reconciliación y entonces nuevamente viene un período en que somos felices por un rato. Y así, uno va armando su vida como puede no más. ¿Que si hay amor y cariño? Sí. Algo tiene que haber porque uno no va a estar aguantando al caballero en cuestión porque sí no más. Así es que tranquilos, porque cariño, hay.

Bueno, llegó el día en que Andrómeda se tuvo que cortar el cabello. La pobre había tenido tres hijos y entre tanto embarazo y amamantamiento, se le fue cayendo el pelo, las puntas que le quedaron se le resecaron y por si fuera poco, se llenó de canas. Cuando Citrulo llegó del trabajo en la noche, vio a su mujer con su cabellera recién podada y al pobre le pasó lo que le pasa a la mayoría de los maridos frente a esta clase de acontecimientos: no se dio ni cuenta. Andrómeda pensó en hacer un escándalo frente a la cruel indiferencia de su esposo, pero finalmente, desistió… “¿Qué saco?”, reflexionó sabiamente y se acordó que estaba demasiado agotada como para iniciar una discusión. Su día había estado normal, con los sobresaltos habituales nada más: la profesora de su hijo mayor le había mandado llamar al colegio porque su angelito le había dejado el ojo morado a un compañero de curso; el wáter se había rebalsado inundando todo el baño y el pasillo; su hija del medio había vomitado en la alfombra shaggy de la pieza matrimonial; la gata había parido 5 gatitos y el jardinero había pisado a uno de ellos reventándolo y finalmente, el budín de zapallos italianos que había hecho con tanto esmero se le quemó en el horno mientras ella le daba cristiana sepultura al fenecido felino.
Pero ya era de noche y Andrómeda sabía que quedaba poco. Entonces, con su pelo corto, enfiló a la habitación de sus hijos a quienes arropó y besó en la frente. Cuando iba saliendo de puntillas de la pieza, feliz porque el día había terminado y ansiosa por desplomarse como un vil saco de papas sobre su cama, su hija más pequeña le lanzó la tan temida pregunta que cortó el aire como con un cuchillo… “¿No nos vas a contar un cuento, mamá?”. Sin darse vuelta y afirmándose del dintel de la puerta, Andrómeda, cerró los ojos, respiró profundo y dijo con la voz más dulce que pudo entonar: “La mamá está cansada, cariño… Mañana les cuento uno…”

“Está bien, mamita hermosa – respondió la pequeña con una sonrisa- Entendemos que estés cansada. No es para menos. No nos vamos a poner a llorar, ni vamos a hacer ningún escándalo. Comprendemos perfectamente que no eres Súper-heroína, que eres un ser humano igual que nosotros… y que también tienes toooodo el derecho del mundo de estar agotada. Te queremos mucho. Buenas Noches, mamá.”
Y luego de escuchar estas palabras mágicas, Andrómeda salió de la pieza reconfortada. A lo lejos se escuchaba el histérico relato del partido de fútbol que su marido veía en la sala de estar, tomándose una cerveza y engulléndose un emparedado de pastrami. Andrómeda sonriendo se tendió en su cama y pudo finalmente descansar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FIN.

Yo creo que mis hijos van a estar felices de escuchar este cuento esta noche, sobre todo, porque incluye una enseñanza tan valiosa e importante… Ustedes ¿qué dicen?