jueves, 31 de julio de 2014

El centésimo mono

Hace algunos años, un grupo de científicos se dedicó a observar a los monos que habitaban la isla de Koshima cercana a Japón. Los primates solían comer papas dulces arrancadas del suelo, obviamente sucias y llenas de polvo.

Un día los científicos notaron que unos pocos monos comenzaron a lavar las papas antes de ingerirlas, acción que fue prontamente imitada por otros macacos. Con el correr del tiempo, más y más monos de Koshima fueron adoptando este nuevo comportamiento, hasta que un número crítico de primates (100) adquirió la conducta. En ese momento algo muy curioso sucedió, ya que -según las observaciones de los investigadores- a partir de entonces todos los monos de la isla comenzaron a lavar las papas antes de comerlas.
 
Aunque está algo cuestionada la veracidad de esta historia y es considerada más bien sólo como una leyenda, nos sirve para graficar de una forma bastante clara el concepto de masa crítica. Según Wikipedia, masa crítica es en física 'la cantidad mínima de material necesaria para que se mantenga una reacción nuclear en cadena'.
El mismo concepto, pero ahora aplicado a la sociología y según la misma fuente, alude a 'una cantidad mínima de personas necesarias para que un fenómeno concreto tenga lugar. Así, el fenómeno adquiere una dinámica propia que le permite sostenerse y crecer'. De acuerdo a esta idea, para generar cambios en cualquier sistema (social, organizacional e incluso individual), un número determinado de componentes de dicho sistema (masa crítica) debe internalizar y expresar esos cambios, para que el sistema completo cambie.
La pregunta entonces es ¿existe alguna fórmula para establecer el porcentaje de individuos que constituye la masa crítica de un sistema? Hay quienes señalan que esta ecuación sería la raíz cuadrada del 1% de la población, teoría que se conoce como el 'Efecto Maharishi'. Sin embargo, más allá de fórmulas matemáticas que en realidad nadie ha comprobado verazmente que funcionen, lo interesante de este concepto es que permite visualizar el proceso de cambio -que muchas veces parece algo titánico y difícil de alcanzar- como un desafío mucho más tangible y factible de lograr.  En otras palabras y resumiendo: para que un sistema cambie o -como dicen algunos- eleve su nivel de conciencia, basta que unos pocos integrantes lo hagan y cuando alcancen la masa crítica, el sistema en su totalidad experimentará un salto evolutivo. Igual como sucedió con el centésimo mono. Y eso, creo yo, es una excelente noticia.

viernes, 25 de julio de 2014

Tiempo

 
En el refrigerador de mi casa tengo pegado un imán con una leyenda que dice 'nunca es tarde para ser lo que pudiste haber sido'. Y lo que siento cada vez que leo esa frase, implica que -por una parte- tengo algunas deudas pendientes conmigo misma -y por otra- que aún me queda tiempo para saldarlas, lo que a estas alturas, es una muy buena noticia. Sobre todo, considerando que muchas veces la falta de tiempo es una de las excusas más esgrimidas para justificar el por qué no hemos hecho lo que debimos haber hecho. Y esto en todo ámbito. No sólo con respecto a nuestra realización personal.

Nos falta tiempo para todas esas cosas para las que no nos debería faltar tiempo: para la familia, para los amigos, para estar solos, para pensar, para reflexionar, para leer, para salir a caminar, para hacer lo que nos gusta. Como que la vida se nos va siendo quienes no somos y haciendo lo que no queremos hacer. E invariablemente, le echamos la culpa al tiempo. Siempre es más fácil echarle la culpa a algo externo que nos libere de nuestra responsabilidad.
 
Como si el tiempo fuera algo factible de ser culpado. Sin embargo, acusar al tiempo por todo lo que no hemos hecho en la vida es como culpar a la comida por estar con sobrepeso. La comida por sí sola no te hace engordar, lo que te hace engordar es el acto de ingerir esa comida. Igual pasa con el tiempo. El tiempo por sí sólo no es garantía de que harás todo lo que tengas que hacer, lo que sí lo es, es lo que cada uno decida hacer con ese tiempo. Y esa elección es plenamente personal.
 
Porque además, andan diciendo por ahí que el tiempo en verdad no existe, que es una ilusión, una idea, una referencia que hemos inventado los seres humanos para ordenarnos un poco. El mismísimo Einstein en su teoría de la Relatividad postula que el tiempo absoluto no existe, y que 'el tiempo medido entre dos sucesos depende del movimiento de quien lo mide'. O sea, agrego yo, depende del observador. Y todos lo hemos experimentado: no siempre 5 minutos parecen 5 minutos. En una final de mundial del fútbol, 5 minutos de tiempo agregado pueden ser una eternidad para el equipo que va ganado. En cambio para el que pierde, 5 minutos son un suspiro nada más. Cada uno de esos equipos eligió cómo experimentar ese tiempo agregado. Y aunque sea una elección inconsciente, es una elección igual.
 
En un primer impulso, uno tiende a pensar que para ser y hacer todo lo que uno quiere ser y hacer en la vida hay que adueñarse del tiempo, en vez de que el tiempo se adueñe de uno. Suena lógico, pero honestamente, no creo que sea así. No hay que adueñarse de nada externo a uno… sólo hay que adueñarse de uno y ahí la vida se ordena sola. Como dijo Buda, 'tu problema, es que crees que tienes tiempo'. Porque más que tiempo, lo único que en verdad tenemos es… ahora.

sábado, 12 de julio de 2014

La maldad

Columna publicada en "El Mercurio de Antofagasta" el sábado 12 de Julio de 2014.

“¿Los malos existen, mamá?”, me preguntó mi pequeña hija-periodista de 5 años mientras la peinaba frente al espejo. La respuesta era simple, bastaba un sí o un no, pero yo me enredé entera: “Depende -le dije- por ejemplo,  yo puedo pensar que Robbie Rotten (el villano de la serie infantil “Lazy Town”) es malo, pero de seguro su mamá no piensa eso”. Mi hija abrió los ojos impactada: “¡¿Conoces a la mamá de Robbie Rotten?!” Me sonreí y le dije que no, que había usado ese ejemplo para explicarle que nadie es completamente malo. Mi retoña siguió indagando “¿Pero los buenos siempre ganan y los malos siempre salen perdiendo… no es cierto mamá?” Una vez más no supe qué responder y lo único que atiné a decirle a mi hija fue… “Quedaste linda con tus chapes, Nenita, ahora anda a tomar el desayuno”.
Y me quedé ahí sola, frente al espejo, con cara de interrogante, tratando de encontrar la respuesta que le debí haber dado a mi hija. Porque si pensamos el mundo entre buenos y malos estamos fritos. Que hay gente que hace daño… sí. A veces sin querer, pero otras veces con querer. Que hay gente que le desea mal a otra persona, también. Podemos personificar al mal con todos esos grandes malvados de historieta como  “El Acertijo”, o “El Pingüino” de “Batman”; o “Lex Luthor” de “Superman”, o incluso, el “Doctor Doofenshmirtz” de “Phineas y Pherb”. Pero también hay otros malulos como “Hans Gruber”, de “Duro de Matar”, o “Jack Torrance” de “El Resplandor”, o “Freddy Krueger” de “Pesadilla”, o “Hannibal Lecter” de “El Silencio de los Inocentes”.  Estos últimos, más que enfermos de malos, son malos-enfermos, o sea de alguna retorcida forma su maldad se explica a través de una patología psiquiátrica. 

Pero qué pasa en el día a día, en la vida del “ciudadano de a pie”, como una.  Podríamos decir que la maldad es una sola, pero se expresa en distintos niveles. Por ejemplo, existe un nivel en que la maldad siempre es noticia, ganándose portadas y titulares en los medios de prensa. En otro nivel, la maldad pasa a ser “chaqueteo”, modalidad muy conocida nacionalmente. Hay otro nivel en que la maldad se disfraza de habladuría, copuchenteo  y chisme. En todos estos casos, la maldad puede explicarse y justificarse (“pobrecita, es que sufrió tanto cuando niña…”), pero al final es maldad igual. Porque lo que define a la maldad es que es siempre hace daño. Pero invariablemente, el más dañado es el que hace el daño. Aunque a veces parezca lo contrario. Como alguien dijo alguna vez: “El mal que hacemos es siempre más triste que el mal que nos hacen”.
La vida es redonda. Igual que una pelota de fútbol. Igual que nuestro planeta. Lo que le haces a otros, te lo haces a ti. Lo que das, recibes. Lo que siembras, cosechas. Uno siempre da lo que tiene adentro y con la precisión de un boomerang la vida te devuelve lo que le has lanzado. Tarde o temprano. Te guste o no. Entonces, hija querida, esta es sin duda la respuesta que te debía haber dado: “Sí, Nenita, tú tienes toda la razón: los buenos siempre ganan y los malos siempre salen perdiendo”.

viernes, 11 de julio de 2014

Veamos qué nos trae el tiempo


He pasado toda la semana obsesionada pensando por qué ocurrió lo que ocurrió el sábado pasado en el partido Chile-Brasil. ¿Por qué si estuvimos tan cerca no ganamos? ¿Por qué si jugamos mejor que ellos, no ganamos? ¿Por qué si fuimos aguerridos, comprometidos, si nos paramos de igual a igual en la cancha no ganamos? Claramente algo faltó. Algunos dicen que  –evidentemente- lo que faltó fueron los goles. Otros argumentan que fue la suerte la que nos jugó en contra. Yo no lo sé. No estoy segura de qué fue lo que salió mal.

Y quizá por un buen rato no sepamos por qué no ganamos. Los análisis aún están sobre caliente y lo único que tenemos que tener claro es la certeza de que lo que fue, fue tal y como tenía que haber sido. Todo lo que se diga es aún prematuro, porque en verdad no tenemos toda la información. Sabemos lo que pasó antes y durante, pero no sabemos lo que pasará después. Nos falta esa pieza para armar el puzzle completo. Quizá la teja de por qué no ganamos nos va a caer sólo con el entendimiento que da la perspectiva… ¿Fue negativo o positivo haber perdido ante los Pentacampeones? ¿Quién sabe?

Y esto me recuerda un cuento chino que relata las aventuras y desventuras de un pobre pero muy sabio campesino quien trabajaba la tierra con su hijo. Un día el hijo le dijo: “¡Padre, qué desgracia! ¡Se nos escapó el caballo!”. “¿Por qué le llamas desgracia? -le respondió el padre- Veremos qué nos trae el tiempo”.  A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro caballo. “¡Padre, qué buena suerte!”, exclamó esta vez el muchacho, “Nuestro caballo ha traído otro caballo”. El anciano le respondió: “¿Por qué le llamas buena suerte?… Veamos qué nos trae el tiempo”.

Pasaron unos días y el muchacho quiso montar el caballo nuevo, y éste, no acostumbrado a ningún jinete lo arrojó al suelo. El joven se quebró una pierna. “¡Padre, qué desgracia! – exclamó ahora el muchacho - ¡Me he quebrado la pierna!” Y el padre muy calmado sentenció: “¿Por qué le llamas desgracia?...Veamos qué nos trae el tiempo”. Una semana más tarde, pasaron por la aldea los enviados del rey, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo. Entonces el hijo entendió todo lo que tenía que entender y esta vez exclamó… “¡Veamos qué nos trae el tiempo”.

Lo que pasó con Chile en Brasil 2014, ya pasó y fue espectacular, porque después del último partido con los dueños de casa algo en cada uno de nosotros cambió para siempre. Si fue justo o fue injusto; si será para bien o será para mal haber quedado eliminados… ¡Quién sabe!... Veamos qué nos trae el tiempo.