lunes, 21 de marzo de 2016

Etiquetas

Qué sería de nosotros sin las etiquetas. Imaginen ir a un supermercado y ver que las góndolas están abarrotadas de productos, pero ninguno tiene etiqueta. Ni marca, ni precio, ni información nutricional, ni fecha de vencimiento. Nada. Sin duda, nos perderíamos en un mar de confusión e incertidumbre. Podríamos comprar mayonesa creyendo que es yogur de vainilla, o harina pensando que es azúcar flor o jugo de mango creyendo que es jugo de naranja light.

Sin duda, en el mundo del retail las etiquetas son muy útiles, porque permiten clasificar un producto, saber de qué está hecho, situarlo en cierta categoría, conocer cuándo y dónde fue elaborado, quién lo fabricó, saber de qué tipo es o a qué sub grupo pertenece y cuál es su valor. Gracias a las etiquetas, los reponedores de los supermercados saben dónde ubicar cada producto: en el pasillo 5 los lácteos, en el 12 los productos light y en el 23 los detergentes para la ropa. Es maravilloso. Y cuando uno descubre toda la ayuda que nos prestan las etiquetas y cómo nos simplifican la vida, no podemos sino sentirnos eternamente agradecidos de quien quiera que las haya discurrido.  

Sin embargo, debo aclararles que no todas las etiquetas son así de positivas. Y debo ser muy enfática en señalar además, que hay algunas que son definitivamente muy nocivas. Escuchen bien: si salimos del supermercado y nos vamos por ejemplo, a un colegio, un colegio cualquiera, ya no vamos a estar rodeados de productos, sino de personas: alumnos, profesores, inspectores, auxiliares. A simple vista no vamos a detectar ninguna etiqueta, pero no se equivoquen… porque en realidad, el lugar está infestado de etiquetas, sólo que en este caso, son invisibles.  

El mateo, la bonita, el ganso (o “nerd”), la chismosa, el feo, la cuica, el payaso, el bueno pa’ las matemáticas, el guatón copión, el porro, el callado, etc. ¡Etiquetas! ¡Simples y llanas etiquetas! Invisibles, sí, pero etiquetas en toda su amplia definición: clasifican, categorizan, entregan información. Incluso, estas etiquetas invisibles tienen un poder que va más allá de una simple etiqueta de supermercado: en la medida que estas etiquetas son validadas por quien es etiquetado, dicho personaje empieza a actuar de acuerdo a lo indicado en esa etiqueta reforzando así la conducta por la cual fue etiquetado y convirtiendo la información de la etiqueta (que no es más que el juicio subjetivo de otro) en una verdad del porte de la catedral de Notre Dame.  Si la etiqueta es positiva: alabado sea el Señor y todos felices y contentos. Pero si la etiqueta es más bien burlona, descalificadora y limitante… que Dios nos pille confesados, no más.

Y lo que ocurre en el colegio, ocurre también en cualquier lugar: la oficina, el gimnasio, la junta de vecinos y en el grupo de amigas que se juntan todos los martes a tomar desayuno. Una miserable etiqueta –invisible además- es capaz de determinar el comportamiento, el desempeño con sus pares, el rendimiento académico y finalmente el destino y la vida de una persona. El secreto está entonces, en ser uno quien escoge sus etiquetas y evitar validar los juicios limitantes con que otros quieren etiquetarte. Escoge las etiquetas positivas, entusiastas, constructivas y empoderadoras… las etiquetas que finalmente te permitan convertirte en la mejor versión de ti mismo… y en tu mejor producto.  

martes, 15 de marzo de 2016

Responsabilidad

Hay una verdad que duele y molesta más que todas las otras verdades. Y esa verdad es esta: yo soy el responsable final de casi todo lo que me sucede en esta vida. Entonces, como a veces aceptar esta verdad se vuelve intolerable, porque implica que tenemos que hacernos cargo de lo bueno y lo no tan bueno que experimentamos, tendemos a desarrollar las más intrincadas excusas y emprender  los viajes más artificiosos en busca de explicaciones, justificaciones, paliativos, coartadas, evasivas y pretextos para  finalmente -y de alguna retorcida forma- lograr liberarnos de nuestra responsabilidad y evitar hacer lo que tenemos que hacer.

Y nos encontramos con frases tan cotidianas como “llegué tarde porque había taco” (responsable: todos los otros automovilistas que decidieron salir a la misma hora que yo), “lo pasé mal en la fiesta porque todos son aburridos” (responsable: los demás invitados), “estoy sola porque nadie me entiende” (responsable: todo el resto de la humanidad), “estudié ingeniería y no música porque mis padres me obligaron” (responsable: mis progenitores), “me olvidé porque no me lo recordaste” (responsable: cualquiera menos yo), “me tocó un marido muy celoso” (responsable: el destino. Como si el conyuge a una le cayera del cielo o fuera resultado de algún juego de azar, cuando en verdad, es una la que lo elige). En fin, ejemplos hay miles, pero creo que con estos pocos, puedo graficar lo que quiero decir: somos olímpicos para desligarnos de nuestra responsabilidad.

Y eso respecto a hechos ya acaecidos. Porque hay otra serie de evasivas que utilizamos para hacerle el quite a los desafíos que tenemos por delante. El notable y recientemente fallecido escritor Wayne Dyer, hizo una lista de las excusas más comunes. Escuchen bien: “Es muy difícil”, “es muy arriesgado”; “se va a demorar mucho”; “implicará drama familiar”; “no es mi manera de ser”, “no me lo puedo permitir”,  “nadie me va a ayudar”, “soy demasiado viejo”… y la mejor de todas: “no me lo merezco”. Puros subterfugios no más para desligarnos de nuestra responsabilidad de hacer lo que tenemos que hacer.

Evadir la responsabilidad es una destreza tan generalizada y la tenemos tan internalizada que ya ni cuenta nos damos que la usamos. De alguna forma, estamos condicionados y actuamos en automático. Como si esa fuera la reacción más natural del mundo… y la más correcta. Y en verdad, es una pena, porque esta es una práctica que no sólo trae mucho sufrimiento, sino que además implica un enorme desgaste de energía. Piensen ustedes: si toda la energía que utilizamos en buscar excusas y en construir toda clase de andamios y anclajes para sostener consistentemente dichas excusas,  la orientáramos  simplemente a reconocer y asumir nuestra responsabilidad, no sólo tendríamos una vida más auténtica y honesta, sino que nos sentiríamos más livianos, seríamos mucho más simpáticos, obtendríamos bastantes más logros y de paso, le daríamos un excelente ejemplo a nuestros hijos.

martes, 8 de marzo de 2016

Juicios

Es lo que le pasa a una no más. Que de tanto darle vuelta a las cosas, dejas que las cosas te den vuelta la vida. Porque uno tiende a tomarse todo personalmente y te pierdes en un mar de divagaciones, de teorías, de suposiciones y de inseguridades. Pocas cosas son tan dañinas para la paz mental y espiritual como permitir que los juicios y apreciaciones de los demás te definan. Tampoco es sano analizar en extremo todo lo que te ocurre, por qué te ocurre, cómo te ocurre, para qué te ocurre y por culpa de quién te ocurre.

Como muestra un botón: el otro día, volviendo de vacaciones, me encontré con una pseudo amiga en el supermercado: “Pucha que te hicieron bien las vacaciones -me dijo mirándome de arriba abajo- te ves bastante más repuesta”. El comentario me cayó como una bomba de racimo porque lo que yo entendí que me estaba diciendo la susodicha era que lisa y llanamente… yo estaba más gorda. Y debo reconocerlo: la odié. Sí, la odié con toda mi alma y con absolutamente todo mi corazón.

Después del fortuito encuentro, seguí deambulando con mi carro de compras y no pude olvidarme del breve pero incisivo diálogo. Entonces me miraba de reojo en cualquier espejo que se me cruzara por el camino y decidí disimuladamente sacar de mi carro el salamín italiano que con tanta ilusión había tomado inicialmente y la bandeja de empanaditas de queso que pensaba freír el fin de semana y los reemplacé por una tentadora bolsa de lechugas hidropónicas y una apetitosa mata de apio.

Hasta que de pronto, cuando recorría el pasillo de los productos light y los alimentos “saludables”,  y mientras leía la información nutricional de un paquete de chía, la cordura volvió a mí: “¿Será posible que yo haya hecho todo lo que acabo de hacer motivada sólo por el miserable comentario de una persona que apenas me conoce? ¿Por qué permito que la opinión de otro se convierta en mi verdad?”, me pregunté extrañada.

La respuesta es simplemente esta: cuando alguien te juzga, habitualmente ese juicio no se trata de ti, se trata más bien de quien te juzga. Tiene mucho más que ver con sus propias inseguridades, con sus particulares limitaciones y con sus necesidades más profundas. No con las tuyas. Y como en la vida todo es de ida y vuelta, la misma ley se aplica cuando es uno el que juzga a los otros: en ese caso, el juicio no se trata de ellos, sino de uno. Y ahí el ejercicio duele más.


Sobra decir que me deshice de la lechuga y el apio y que el salamín italiano y las empanaditas de queso volvieron en gloria y majestad a mi carro, desde donde nunca debieron haber salido. Ya en la fila de la caja del supermercado me volví a topar con Miss Simpatía, quien curiosamente llevaba en su carro lechugas hidropónicas y una mata de apio. “Un día de estos podríamos juntarnos a comer…”, me dijo ella muy campante. “Claro – le respondí lacónica- eso sí que el picoteo lo llevo yo”.  

martes, 1 de marzo de 2016

Días de Festival


Han sido días de Festival. Todos los años digo que no lo voy a ver, pero debido a una extraña y poderosa fuerza superior a mi mente consciente, termino viéndolo. No sólo la transmisión televisiva, sino también los programas satélite, los comentarios en redes sociales  y las secciones especializadas en los medios de prensa. Debo confesarlo, consumo todo lo relativo al tradicional certamen musical. Es que el Festival de la Canción es parte de mi historia también. Mis abuelos vivían en Viña del Mar a un par de cuadras de la Quinta Vergara y cada verano, durante las noches de Festival uno podía escuchar desde la ventana del baño los gritos y vítores de la galería. Cómo fantaseaba yo con el rugir de ese público al que ya en ese entonces, todos llamaban monstruo.

Hasta que por fin un día, mi abuela decidió que era hora que yo conociera el mundo de las luces y los aplausos y compró dos entradas para platea. Yo era muy chica pero para mi fue impactante lo que experimenté, tanto así que esa noche, deslumbrada por todo lo que ocurría sobre el escenario, me prometí que algún día yo sería una estrella del espectáculo. “Se va, se va, se va el amor, llevándose la ilusión… Se va, se va, se va el amor, llevándose mi reír…”, decía el estribillo de la canción de Roberto “Viking” Valdés, el representante chileno que ese año ganó la competencia internacional. Hasta el día de hoy, escuchar esa música me hace volver automáticamente a 1976 y a conectarme con todos los sueños que comenzaron esa noche y que, debo reconocer, nunca han muerto del todo.

Pero no siempre ocurre así. Porque sucede que a medida que pasa la vida, uno tiende a simplificarse la existencia y no se acuerda de todo lo que le pasa. El ajetreo diario, el mirar insistentemente lo que hace el del lado, el afán por cumplir las expectativas de otros, el miedo a jugársela por lo que uno quiere y la tonta carrera por querer ser uno más del rebaño, te hacen olvidar lo que al principio era tu más genuina verdad.  Y entonces, para no sufrir con los sueños abortados, la memoria se vuelve selectiva y el olvido empieza a caer como una garuga casi imperceptible pero permanente, que limpia los recuerdos dolorosos, pero que irremediablemente termina por oxidar los cables que te conectaban a tu más pura esencia. Esa esencia que de chico era tan clara y evidente, pero que ahora de adulto se percibe como una confusa nebulosa en una lejana galaxia a miles de años luz.

Sí, básicamente creo que se trata de un problema de cables y desconexión. En mi caso, aún puedo reconocer elementos (como la Quinta Vergara o la melodía de una canción) que me permiten hacer un puente y volver a conectar con esa faceta inconclusa. Quizá es por eso que no puedo evitar ver cada año el Festival de Viña del Mar, porque de alguna forma, ese magno evento me conecta con la deuda que aún tengo conmigo misma. El Festival ha pasado a ser como una campanilla que todos los veranos vuelve  a repicar en mi oído, impidiendo que me haga la tonta y avisándome que aún tengo tareas pendientes. Otros no tienen esa suerte: simplemente se olvidan de los sueños que alguna vez soñaron y nunca más se acuerdan de lo que pudieron haber sido y no fueron.