martes, 8 de marzo de 2016

Juicios

Es lo que le pasa a una no más. Que de tanto darle vuelta a las cosas, dejas que las cosas te den vuelta la vida. Porque uno tiende a tomarse todo personalmente y te pierdes en un mar de divagaciones, de teorías, de suposiciones y de inseguridades. Pocas cosas son tan dañinas para la paz mental y espiritual como permitir que los juicios y apreciaciones de los demás te definan. Tampoco es sano analizar en extremo todo lo que te ocurre, por qué te ocurre, cómo te ocurre, para qué te ocurre y por culpa de quién te ocurre.

Como muestra un botón: el otro día, volviendo de vacaciones, me encontré con una pseudo amiga en el supermercado: “Pucha que te hicieron bien las vacaciones -me dijo mirándome de arriba abajo- te ves bastante más repuesta”. El comentario me cayó como una bomba de racimo porque lo que yo entendí que me estaba diciendo la susodicha era que lisa y llanamente… yo estaba más gorda. Y debo reconocerlo: la odié. Sí, la odié con toda mi alma y con absolutamente todo mi corazón.

Después del fortuito encuentro, seguí deambulando con mi carro de compras y no pude olvidarme del breve pero incisivo diálogo. Entonces me miraba de reojo en cualquier espejo que se me cruzara por el camino y decidí disimuladamente sacar de mi carro el salamín italiano que con tanta ilusión había tomado inicialmente y la bandeja de empanaditas de queso que pensaba freír el fin de semana y los reemplacé por una tentadora bolsa de lechugas hidropónicas y una apetitosa mata de apio.

Hasta que de pronto, cuando recorría el pasillo de los productos light y los alimentos “saludables”,  y mientras leía la información nutricional de un paquete de chía, la cordura volvió a mí: “¿Será posible que yo haya hecho todo lo que acabo de hacer motivada sólo por el miserable comentario de una persona que apenas me conoce? ¿Por qué permito que la opinión de otro se convierta en mi verdad?”, me pregunté extrañada.

La respuesta es simplemente esta: cuando alguien te juzga, habitualmente ese juicio no se trata de ti, se trata más bien de quien te juzga. Tiene mucho más que ver con sus propias inseguridades, con sus particulares limitaciones y con sus necesidades más profundas. No con las tuyas. Y como en la vida todo es de ida y vuelta, la misma ley se aplica cuando es uno el que juzga a los otros: en ese caso, el juicio no se trata de ellos, sino de uno. Y ahí el ejercicio duele más.


Sobra decir que me deshice de la lechuga y el apio y que el salamín italiano y las empanaditas de queso volvieron en gloria y majestad a mi carro, desde donde nunca debieron haber salido. Ya en la fila de la caja del supermercado me volví a topar con Miss Simpatía, quien curiosamente llevaba en su carro lechugas hidropónicas y una mata de apio. “Un día de estos podríamos juntarnos a comer…”, me dijo ella muy campante. “Claro – le respondí lacónica- eso sí que el picoteo lo llevo yo”.  

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