miércoles, 30 de septiembre de 2015

Cada día puede ser mejor

A propósito de la frase que pronunció la Presidenta de la República, Michelle Bachelet, “cada día puede ser peor”, me quedé pensando y pensando y le he dado vueltas toda la semana. Entiendo lo que esa frase quiere decir en lo inmediato y en lo concreto y entiendo también a lo que se refiere la Presidenta. Para nadie es un misterio la sucesión de hechos que se pueden calificar como negativos que hemos vivido como país y que, particularmente ella, ha experimentado a nivel personal y como mandataria. Pero más allá de la opinión que cada uno tenga sobre la gestión del actual período de gobierno, quisiera sólo reflexionar en torno al razonamiento que hay detrás del “cada día puede ser peor”, que para mi gusto es muy similar a la lógica que respalda la famosa Ley de Murphy y que básicamente se puede resumir en el adagio “si algo puede salir mal, saldrá mal”.

Somos muchos los que sin darnos cuenta vivimos bajo el condicionamiento de ese raciocinio (y me incluyo porque hasta hace poco yo también operaba de acuerdo a esa creencia) pensando que el mundo es un lugar hostil y que la vida es básicamente una batalla permanente… “hay que ganarle a la vida”, llegan incluso a decir algunos. Pero en realidad, la vida no “es” de ninguna forma predeterminada más que de la manera cómo nosotros queramos verla. Desafíos, situaciones difíciles, problemas, dolores, todos tenemos. Pero también tenemos alegrías, momentos agradables y situaciones felices.

Lo que sucede es que cuando la vida no marcha como uno quisiera, resulta mucho más liberador jugar a la víctima y expiar la propia responsabilidad asumiendo que las cosas  ocurren sin que yo tenga mayor injerencia en ellas. En esta parte del discurso es cuando se levantan todas aquellas voces que dicen cosas como “sí, pero qué culpa tengo yo que haya habido un terremoto”, o “lindas palabras, pero qué tengo que ver yo si el precio del cobre se va al suelo”, o “de acuerdo, pero cuál es mi responsabilidad si fue el otro auto el que me chocó por detrás”.  Y entonces, corresponde aclarar lo siguiente: nuestra vida y nuestro destino no están determinados por lo que nos ocurre, sino por cómo cada uno reacciona frente a lo que le ocurre.


En otras palabras, como explica Eckhart Tolle, “existe una correlación entre tu estado de conciencia y tu destino”. Por eso, desde lo más profundo de mi corazón creo que la visión de que “cada día puede ser peor” no nos potencia ni como pueblo, ni como nación, ni como chilenos, ni como personas. Al contrario, nos limita, porque nos releva de responsabilidad y nos posiciona como víctimas y las víctimas siempre están a merced de lo que les pasa. La invitación es a hacernos cargo, no de lo que nos ocurre, sino de cómo reaccionamos frente a lo que nos ocurre, eso es lo que va a marcar nuestro camino hacia adelante…  Por eso, prefiero decir a voz en cuello y sin temor a equivocarme que “cada día puede ser mejor”.

lunes, 21 de septiembre de 2015

¡Emergencias!

Quién más que los chilenos pueden dar cátedra de lo que es enfrentar una emergencia. En el norte, en el sur, en el centro, donde sea, las emergencias en este país aparecen una y otra vez como flores porfiadas que germinan testarudas en la tierra, en la arena, en el barro e incluso en el polvo acumulado en una esquina. El copihue es muy bonito, pero déjenme decirles que es a través de la emergencia que florece nuestra verdadera identidad.

Porque las emergencias a estas alturas ya son parte de nuestro espíritu nacional. Es raro y suena raro, pero  los chilenos nos entendemos, nos validamos, nos relacionamos y nos valoramos a través de las emergencias. Por lo mismo, las necesitamos, porque de tanto en tanto nos hacen retornar a nuestro centro, el que nuevamente perdemos a poco andar porque sabemos que no tardará en llegar una nueva emergencia que nos volverá a centrar y equilibrar.

En situaciones igualmente dolorosas y apremiantes, si no hay una emergencia de por medio, nos cuesta mucho más reaccionar. Necesitamos del rimbombo de la emergencia para movilizarnos, nos hemos acostumbrado a ello y nos movemos bajo esa lógica. Quizá muchos dirán que eso es parte de la naturaleza humana. Sí, de acuerdo. Pero últimamente en Chile, el asunto ha sido llevado al extremo. Por poner una fecha de inicio, desde el brutal terremoto del 2010 no hemos parado. Pasamos por el épico rescate de los 33 y luego hemos vivido una seguidilla de feroces aluviones, inundaciones diluvianas, devastadores tsunamis, espectaculares erupciones volcánicas, incendios infernales, inusuales temporales con pinta de huracán y varios terremotos más. Todo ello acompañado por una singular comparsa de alertas, alarmas, avisos telefónicos, sirenas de emergencia, órdenes de evacuación, operaciones deyse, planes de contingencia, transmisiones en vivo y en directo e incontables campañas de ayuda.

La emergencia en Chile se ha convertido en una forma de vida. Da la sensación que sin ella como que nos cuesta más respirar, como que no sabemos qué hacer. Con la emergencia nos ordenamos, obedecemos, nos sensibilizamos y nos ponemos al servicio. Quizá esto es lo mismo que le ocurre a cualquier ser humano en cualquier país del mundo, lo que sucede es que debido a la frecuencia e intensidad de las situaciones de emergencia que suceden en nuestro territorio nacional, los chilenos hemos desarrollado un expertise fuera de todo rango y eso nos distingue y nos caracteriza.


¿Está mal que sea así? ¿Está bien? Da lo mismo. El punto no es juzgar. Se trata más bien de reflexionar respecto a que la emergencia no sólo es una “situación de peligro o desastre que requiere una acción inmediata”, como la define el diccionario, sino que –como su otra acepción lo señala- constituye una oportunidad para “dejar emerger”. Porque a través de la emergencia emerge la verdadera identidad del chileno: con lo bueno y con lo malo, con lo lindo y con lo feo, con lo que tenemos que mejorar, pero también con todo lo que debemos estar orgullosos de ser.  

martes, 15 de septiembre de 2015

Agradecida


“¿Dónde estamos, Max?”, le preguntó un poco desorientada mi hija de entonces dos años y medio a su hermano tres años mayor mientras, recién llegados a Antofagasta, salíamos del aeropuerto Cerro Moreno en la van que nos llevaría a nuestro nuevo hogar . Sin despegar la nariz de la ventana de su asiento e impresionado por el árido paisaje, mi hijo le respondió “en Arabia… creo que estamos en Arabia”.

Somos muchos los que, venidos desde distintas partes de Chile y el mundo, recordamos con lujo de detalles cómo fue el primer día que llegamos a esta ciudad en pleno Desierto de Atacama. En mi caso, fue como una cita a ciegas, que a primera vista no logró seducirme, pero que luego, al entrar en una conversación diaria, la ciudad me fue contando su historia, sus desafíos, sus sueños y me fui enamorando de esta tierra seca y dura pero con un alma noble y generosa.

Porque Antofagasta  nos ha tendido la mano a todos los que hasta acá hemos llegado y por ese sólo hecho tenemos que estarle eternamente agradecidos. Quién iba a pensar que el desierto más seco del mundo se convertiría en el vergel de muchos y que en medio de este tornasol de tonos tierra hayamos sido tantos los que hemos ido cultivando un jardín de posibilidades.

Por eso en estas horas en que pareciera que las vacas están bajando de peso, que la sensación general se presenta más sombría y que los comentarios que uno escucha redundan pesimismo y miedo, creo que es bueno acordarse de todo lo que esta tierra nos ha dado, porque aunque nadie sabe bien qué nos espera más adelante, tiendo a creer que es más sano valorar lo que uno ha recibido que fantasear sobre posibles descalabros que pudieran suceder en un futuro que aún no llega.


El bálsamo del agradecimiento reconforta el espíritu, permite volver a conectarse con la abundancia que hay en cada corazón y te faculta para volver a ver lo que el pesimismo hace olvidar. Al igual que lavarse los dientes en la mañana y después de cada comida, el agradecimiento remueve ese sarro negativo con que a veces se tiñe el alma y que si no se saca, tiende a pegarse y ponerse duro formando una capa que después no te deja ver el sol. Está claro que el agradecimiento no va a cambiar el errático comportamiento de los mercados internacionales, ni va a disminuir una crisis que poco a poco se va mostrando más y más intensa, pero sí va a ayudar a equilibrar la mirada individual. Y, al final del día, es la mirada individual la que hace que todo se vea diferente. 

domingo, 6 de septiembre de 2015

Sábanas


La casa de mis tíos abuelos estaba esplendorosamente cuidada. Yo no solía visitarlos mucho, pero cuando lo hacía, me llamaba mucho la atención que siempre todo estaba en orden, reluciente, perfecto. Con sólo entrar al living te invadía una sensación de inmaculada paz. Una serena energía fluía entre los muebles y los objetos allí dispuestos y el solemne e incansable tic-tac del elegante reloj de sobremesa Hermle, sólo acentuaba esa atmósfera de esmero y  pulcritud.

Para una impresionable niña como yo, todo me parecía hermoso: los adornos de porcelana, los ceniceros de cristal, los jarrones chinos, la reluciente colección de cucharitas del mundo, el espejo biselado de la entrada y los turbulentos cuadros de Renán Álvarez, un misterioso pariente depresivo y bohemio, al que nunca conocí, pero que era un maestro pintando al óleo inquietas olas babosas de espuma y denigrantes barcos a la deriva.

Sin embargo, había algo que no encajaba en esta cuidada escenografía. No entendía por qué, en esta casa donde todo se exhibía con tanta dignidad y boato, los sillones siempre estaban resguardados por sábanas de trevira. Si nos invitaban a tomar el té, los sillones estaban cubiertos; si se organizaba un almuerzo familiar, los sillones seguían tapados; si realizábamos alguna visita de cortesía, ahí seguían las sábanas de trevira, escondiéndolo todo.

“¿Por qué los tíos siempre tienen los sillones tapados con sábanas?”, le pregunté ya exasperada un día a mi mamá. “Los tíos son muy cuidadosos y el tapiz de los sillones es realmente majestuoso, muy fino y muy caro y lo cubren para que no se estropee”, me explicó didácticamente mi madre. La respuesta tenía cierta lógica, pero no aplacó mi curiosidad: “¿Tú crees que algún día van a sacarles las sábanas?” dije. “Ya llegará el día en que la ocasión lo amerite”, sentenció mi mamá.
Y el día llegó. Se casaba la hija menor de mis tíos abuelos y la recepción sería en su casa. Por fin, después de tantos años, los misteriosos sillones tendrían la oportunidad de exhibir todo su esplendor. Cuando finalmente ingresamos al living, yo no podía dar crédito a lo que mis ojos veían: ¡las odiosas sábanas de trevira seguían allí!, albas, impolutas, inamovibles e incólumes como egoístas y celosas carceleras.

Después de mucho tiempo, cuando mis tíos murieron, sus hijos decidieron vender la casa y encontraron los mentados sillones carcomidos por las termitas e infestados de polillas. No les quedó más que botarlos a la basura. Cuando me enteré del triste destino de los muebles, me dio pena… por mis tíos, por mí y por todos los que nunca pudieron deleitarse con la belleza de esos sillones. Y pensé que a veces nos pasamos la vida entera tapando con sábanas lo que deberíamos gozar hoy, engañándonos con la falsa promesa de que algún lejano día, “cuando la ocasión lo amerite”, podremos, finalmente, disfrutar de la vida y ser felices. 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Ese viejo cuento

(Publicada en "El Mercurio de Antofagasta" el sábado 29 de agosto de 2015)

Cada uno de nosotros tiene su historia. Todos venimos de algún lugar, nos han sucedido cosas, hemos tenido distintas experiencias, hemos amado, llorado, sufrido, reído, en fin, hemos vivido. Cuando miramos el pasado, tenemos un cuento que contar. Y lo contamos. Y ahí está la clave. No en el cuento en sí… sino más bien en cómo contamos ese viejo cuento.

Es tan automático el proceso, que ni siquiera nos percatamos que hay una palanca que podemos accionar. Pensamos que nuestra historia de vida es tal como la recordamos, tal como se nos viene a la mente. Estamos tan acostumbrados a escuchar una y otra vez el mismo relato trasnochado, contado de exactamente la misma manera, que anulamos la posibilidad de revisar lo ocurrido, de mirarlo con nuevos ojos, de ponerle otros acentos, de describirlo con otras palabras. 

No debería ser así, pero habitualmente la historia personal que nos contamos a nosotros mismos es la que determina en gran medida lo que somos hoy, lo que hacemos y cómo lo hacemos. Mucha gente está estancada por la historia que se cuenta a sí misma y porque vive de acuerdo a esa historia. Frases como “siempre he sido así”, “nací así”, “nunca he sido buena para…”, “no está en mi naturaleza”, “nunca me gustaron las lentejas”, “desde chica soy pésima para los deportes” etc., etc., etc. Todas ellas son afirmaciones que pronunciamos hoy, pero que tienen su raíz en el pasado… No… Perdón. No en el pasado… sino en cómo nosotros hemos archivado ése pasado, que es muy distinto.

No se puede acceder a un presente renovado y rico en posibilidades, mientras tengamos una historia que diga que es imposible, o que diga que esto no funciona, o que he tratado todo, o que no puedo ser eso que tanto quisiera ser. Lo único que me aleja de obtener lo que quiero es la historia que sigo contándome a mí misma sobre por qué no puede suceder lo que tanto quiero que suceda. 

Viendo un video de la conocida presentadora norteamericana Oprah Winfrey, me encontré con una conversación que tenía con T.D. Jakes, pastor y escritor norteamericano. Durante el diálogo, él lanzó una frase que me dejó helada: “Cuando te aferras a tu pasado, lo haces a expensas de tu destino”. Nada más cierto.


Así es que me puse a repasar todos esos relatos que no me dejan avanzar y decidí que los voy a re-escribir. No es que vaya a cambiar la historia, porque ciertamente, los hechos no se pueden cambiar y es innegable que lo que sucedió, sucedió. Lo que voy a modificar es la forma cómo me cuento a mí misma (y al mundo) esa historia. Soy  periodista y jamás me atrevería a cambiar los hechos de una noticia, pero ahora entiendo que en vez de escoger un titular que me limite, tengo que elegir el que más me potencie.