sábado, 2 de julio de 2016

Equivocarse

Freeimages.com/ilker
Todos nos equivocamos. Cometemos errores. Se nos pifia el paño. Se nos sale la cadena. Incluso los que creen que no se equivocan nunca, viven permanentemente en su mayor equivocación: que son infalibles. Los más habilosos reconocen rápidamente sus errores. Hacen el mea culpa, asumen su imperfección. Hay otro grupo, en cambio, que cuando se da cuenta de algún paso en falso, tiende a ignorarlo, a hacerse el leso, a tratar de que pase inadvertido o a echarle la culpa a otro, en fin, a desmarcarse lo más posible del error. Y ahí está la equivocación más grande: creer que la falta hay que esconderla o negarla, como si con eso pudiéramos hacerla desaparecer.

Pero, como dice la frase “lo que resistes, persiste”. Si uno niega el error, de alguna forma se resiste a él. No quiere verlo. No lo acepta. Y lo que sucede entonces es que lejos de solucionar el problema, éste se agranda. ¿Por qué hacemos eso? Quién sabe. Cada uno tendrá sus razones: por miedo, por orgullo, por guardar las apariencias, porque de alguna u otra forma no nos permitimos fracasar.

Pero no todo es tan terrible cuando uno yerra. Equivocarse tiene sus beneficios, por eso, es un error ver el error sólo como un error. Si logramos entender nuestras equivocaciones como una instancia de aprendizaje, de pronto, éstas pueden adquirir todo un nuevo significado y transformarse de un humillante paso en falso en una grandiosa oportunidad. Porque si en vez de ver el error como el resultado final, lo tomamos como una herramienta dentro de un proceso, descubriremos que errar tiene sus beneficios. Porque los errores nos obligan a reevaluarnos, a revisar nuestras estrategias, nos enseñan cómo no tenemos que hacer lo que íbamos a hacer y nos permiten abrirnos a otras opciones. A partir de un error podemos incluso volver a empezar, a reconstruirnos, a hacer borrón y cuenta nueva.

Bien lo saben todos los que han cosechado logros en su vida, que en el camino hacia éxito hay muchos aciertos, pero también está lleno de desafíos, dificultades  y equivocaciones. Alguien dijo por ahí “cuando nos damos permiso para fallar, al mismo tiempo nos estamos dando permiso para superarnos”. El error es sólo eso: un error. Soy yo el que lo lleno de significados que van mucho más allá, que lo agrandan y que muchas veces lo llenan innecesariamente de dramatismo: “no soy capaz de hacer nada bien”, “siempre me equivoco”, “nunca podré conseguirlo”.

Equivocarse es una parte ineludible del aprendizaje. No lo digo yo, lo dicen varios: “No hay nada que enseñe más que equivocarse”. Es lo que nos hace fuertes, lo que nos da experiencia, lo que nos va templando y lo que nos da la oportunidad de aprender a ser un poco más comprensivos con nosotros mismos y muchísimo más compasivos con los demás. 

La Niñita del Sombrero Mexicano

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A propósito del Día del Padre, que se celebra mañana, me acordé de la Niñita del Sombrero Mexicano, personaje –sin nombre propio- protagonista de los cuentos que cuando chica me contaba mi papá justo antes de ir a dormir. Sólo cuando fui más grande supe que, tanto los relatos, como la pequeña protagonista de ellos, eran producto de la fértil imaginación de mi progenitor, que improvisaba historias mientras con mis hermanos escuchábamos atentos y curiosos las venturas y desventuras de esta pequeña, a quien las grandes alas del folklórico sombrero le permitían volar.

Para mí, la Niñita del Sombrero Mexicano, tenía el mismo estatus que la Caperucita Roja o Ricitos de Oro y en mi lógica infantil no entendía por qué no existían libros con sus historias. Para contentarme, mi padre, que además es un talentoso de los trazos y dibujos,  tomaba el lápiz y boceteaba de forma magistral en un papel cualquiera a la mentada niñita y su enorme gorro de charro.  Yo después coloreaba esos dibujos y mientras lo hacía encontraba que sospechosamente la niñita se parecía a mí. Quizá cuántas veces se repitió la misma escena durante mi infancia: nosotros en pijama, y mi padre sentado al borde de la cama inventando y dibujando las increíbles historias de la Niñita del Sombrero Mexicano que podía volar.

De una u otra forma, al compartir lo que tienen adentro  (a través de historias, de cuentos, de dibujos, de experiencias, de cariños, de ejemplos, de palabras, de paseos), los padres nos van mostrando cómo ellos entienden el mundo y -sin quizá ser muy conscientes- nos van enseñando también cómo tenemos que entenderlo nosotros.  Y por un largo rato en la vida, la verdad de los padres es siempre la verdad de los hijos.

Más tarde y con el paso de los años, llegan momentos en que esa verdad se cuestiona, se discute, e incluso se niega. Pero querámoslo o no…  la verdad de nuestros padres es siempre nuestra primera verdad. Y por ese sólo hecho, esa verdad primigenia tiene un poder que ninguna verdad sucesiva puede tener, porque es siempre a partir de la primera piedra que uno construye lo que sea que quiera construir. Y aunque no se vea y no se note, es esa primera piedra la que está siempre sosteniéndolo todo.

En mi caso, la Niñita del Sombrero Mexicano es parte de esa piedra fundamental. Y recién ahora a la vuelta del tiempo puedo entender la profunda verdad que, a través de esa pequeña que podía volar, mi papá nos transmitió a mí y a mis hermanos. Hay papás que abrazan, hay papás que conversan, hay papás que son divertidos, hay papás que son serios, hay papás que juegan, hay papás que compran regalos, hay papás que nunca tienen un peso, hay papás que trabajan todo el santo día, hay papás que dibujan, hay papás que inventan historias. Los papás casi siempre hablan en clave y cuando uno logra entender esa clave, como que toda la vida encaja… y entonces, uno agradece al cielo que le haya tocado ese papá.