viernes, 16 de febrero de 2018

Nada es para siempre

Nada es para siempre. 
Esa es nuestra bendición... pero también es nuestra gran tragedia.

Somos constructores y desertores de nuestras vivencias: las creamos, las vivimos y luego las trascendemos. Apenas experimentamos cada momento, lo dejamos atrás para que se convierta en pasado, en recuerdo, en historia. La gran falacia de la existencia es esa ilusión perversa que nos hace creer que disponemos de todo el tiempo del mundo y que incluso, hasta cierta edad, nos embroma con el embuste de que tenemos toda la vida por delante.

Uno descubre que todo eso es mentira cuando llegan momentos como este, en los que de pronto lo que había se acaba, algo muere, se termina una etapa, se cierra un ciclo y una aventura llega a su fin.
Y justo en este instante concluyente y definitivo, todo parece detenerse. Y entre lo que termina y lo que está a punto de empezar se produce una brecha, una brecha delgada, silenciosa, pero de mucha lucidez, en la que entendemos, llenos de asombro e incredulidad, lo fugaz que es la vida y lo perturbadoramente frágil que somos los seres humanos. Esa brecha es el lugar donde se produce el fin de la inocencia, donde se revela aquella verdad ignorada y donde no queda  más que aprender a valorar la vida desde una nueva dimensión que te muestra que cada minúsculo instante vivido ha sido un instante mágico, único e irrepetible.  

Y es gracias a esa epifanía, que uno entonces se recrimina su enorme torpeza, su falta de conciencia, su estrechez de visión. Porque uno debió haber vivido más a concho, debió haber estado más despierta, más presente, debió haber disfrutado más, debió haberle dicho a los amigos –a esos que tenía a la mano, día tras día- todo lo feliz que fue con ellos, todo lo que le alegraron el corazón, todo lo que la honraron con su cariño, con su paciencia y con su generosidad… y debió haberles expresado, con insistencia y casi con majadería, cuánto los quería, cuánto significaban, cuánto los valoraba, cuánto los admiraba y lo afortunada que era al tenerlos.

Me voy de mi querida Antofagasta, la ciudad donde estuve 10 años junto a mi familia... y aunque es difícil y triste despedirse de los lugares habituales, de nuestra casa, del mar y del sol eterno, lo más difícil y triste es despedirse de los amigos. 

Sin embargo, esa misma tristeza, que a veces parece aplanadora e irremontable, constituye la energía a partir de la cual debemos movernos para seguir adelante. Porque bien procesada y asumida, la tristeza tiene una ruta infalible: ya que después de un rato, la tristeza se convierte en agobio, el agobio en rebeldía, la rebeldía se transforma rabia, la rabia en impaciencia, la impaciencia en esperanza, la esperanza en entusiasmo y el entusiasmo casi siempre termina convirtiéndose en optimismo. 

Así parto hoy: con pena… pero con la promesa del optimismo que alguna vez tendrá que llegar. Y la verdad, me voy con las manos llenas: llenas con el inmenso regalo que nos dio (a mi y a mi familia) La Perla del Norte: nuestros queridos amigos, a los que nunca vamos a olvidar.



jueves, 4 de enero de 2018

Una

(Un cuento breve). 

Una está feliz donde está. Una está bien, acostumbrada, tranquila.

Una ya ni se acuerda que llegó a este lugar sólo hace unos años y cree que lleva acá toda su vida. Y lo que es peor, Una piensa que estará acá para siempre.

De repente, de la nada, en pleno rostro, a Una le estalla una bomba. Y Una ve en cámara lenta los pedacitos de la bomba envolviéndola a la velocidad de la luz. Algunas esquirlas salen proyectadas al infinito. Otras se entierran en la cara de Una. Cuando pasa el momento del impacto, sólo queda el silencio y Una no entiende bien lo que pasó. ¿Una explosión? ¿Un tsunami? ¿Colapsó el edificio? ¿Se cayó el avión?... Aún tumbada en el suelo y con los ojos cerrados, muy de a poco Una empieza a sentir su cuerpo. Piernas. Manos. Tronco. Cuello. Cara… ¡auch! ahí es donde duele. En un torpe intento, Una se toca la nariz y la siente mojada, entonces agradece que no pueda abrir los ojos para mirar.

Una no puede hacer mucho, y se queda tirada en el suelo, inmóvil, ciega, rogando al cielo para que esto no sea más que una pesadilla. Intenta dormir, esperanzada de que luego al despertar, esto sólo habrá sido un mal sueño. Pero en realidad, no es que Una esté dormida… más bien está inconsciente.

Algo pasa entre medio. Algo de lo que Una nunca se entera.

Hasta que llega un día en que Una se sorprende haciendo maletas, embalando la casa, buscando arriendo en otra ciudad y un nuevo colegio para los niños. Y aunque no sabe bien por qué, Una se da cuenta que está sonriendo y piensa, aliviada, que tenía razón: todo no fue más que una horrenda pesadilla.

Pero el alivio dura sólo hasta que Una se mira en el espejo y se espanta porque no se reconoce... ésa no es Una. Una no tiene esa nariz y tampoco todas esas cicatrices en las mejillas, en la frente, en el mentón.

Pero como todos a su alrededor se ven sonrientes y entusiasmados, Una no se atreve a preguntar qué pasó. Y sigue embalando y haciendo maletas y hablando hasta por los codos y contando chistes estúpidos. Así, mientras todos los demás celebran sus ocurrencias y creen que Una volvió a ser la misma de siempre, Una se escabulle al baño, se sienta sobre la tapa del wáter y se pone a llorar.   

lunes, 1 de enero de 2018

Gracias 2017

(Escrito el domingo 31 de diciembre de 2017).
“Lo más importante, en la vida es, sonreírle al mundo, con optimismo y fe”… ¿Reconocen esta letra? Es de la canción con que cerraba cada capítulo el histórico programa Jappening con Ja. Escrita por Jorge Pedreros, esta composición se convirtió para muchos en el sound track de los domingos en la noche, y como sucede con las melodías legendarias, cada vez que uno vuelve a escucharlas afloran las mismas emociones que originalmente se asociaron a ella: el término del relajo del sábado y domingo y la inminente llegada de una nueva semana. En otras palabras, el fin de una cosa y el comienzo de otra. 

Y hoy, en este último día del año, resulta que curiosamente amanecí tarareando la mencionada cancioncilla… “Ríe cuando todos estén tristes, ríe con más fuerzas cada vez, sólo así podrás, ser siempre feliz, en risas tu vida debes convertir… la la la la laaa.” Y tengo esa misma sensación de antaño: una curiosa mezcla de cierta tristeza y cierta esperanza.

En lo personal este año fue difícil, ha costado, ha estado lleno de desafíos y, honestamente, debiera estar feliz de que termine... En cambio, como que me da pena. Debe ser porque este año aprendí, maduré (sí, uno sigue madurando a cualquier edad) y tengo la misma sensación que se tiene cuando uno – averiada, machucada y todo- logra cruzar la meta de una carrera que a ratos pensé que no iba a terminar. 

Mirando hacia atrás, me doy cuenta que nada es tan terrible; que las tormentas duran un rato, a veces largo, pero nunca, nunca, nunca, son para siempre; que lo difícil no es lo que te ocurre, sino cómo decides vivir lo que te ocurre. Uno aprende que no tiene que pelear todas las batallas y que hay algunas en las que para salir airoso hay que soltar, entregarse, desapegarse y dejar de querer controlarlo todo. Y justo ahí es cuando el mundo se reordena solo. 

Hay muchas cosas que aún no entiendo y hay muchas cosas que, honestamente, me gustaría que fueran diferentes y a las que aún me resisto. Pero bueno, sigo negociando conmigo misma para dejar que fluya lo que tenga que fluir. 

Despido este año 2017 con gratitud: por todo lo aprendido y porque los años difíciles son donde uno más crece. A toda mi familia, a mis entrañables amigos y a mi misma nos deseo un 2018 lleno de sabiduría, de templanza, de risas, de buenos momentos y de mucha felicidad. A partir de mañana tenemos todo un nuevo año por delante… la la la la la laaaa… la la la… la la la laaaa…