jueves, 16 de junio de 2016

Hay que...

FreeImages.com/Paula Patrocínio
Es tan fácil decir lo que hay que hacer y tan difícil tomar la iniciativa y hacerlo. Somos expertos en diagnósticos y sugerencias pero bastante más incompetentes a la hora de hacernos cargo, de accionar y de hacer que las cosas sucedan.  En todo ámbito: “hay que lavar el auto…”, “hay que ordenar el escritorio…”, “hay que  llamar a fulanito y decirle tal cosa…”, “hay que arreglar el calefont…”, “hay que escribir un informe…”, “hay que reparar el techo…”, “hay que hacerlo de esta forma…”,  “hay que…” “hay que…” “hay que…”

Y es que el “hay que...” es un binomio perfecto. Perfecto para utilizar cuando uno quiere dar la impresión de que está involucrado con alguna situación específica. Cuando se busca aparentar que uno colabora. Cuando uno quiere desentenderse de algún asunto y disfrazar su inacción con instrucciones, con advertencias y con recomendaciones cuyo real propósito es, finalmente, lograr que otro haga la pega o el trabajo sucio. El “hay que…” es como un espejismo porque tiene la maravillosa cualidad de hacerte aparecer como parte de la solución de un problema sin que tengas que mover un dedo. ¡Fantástico! Que otro haga lo que yo digo que hay que hacer. Y al final, lo mejor de todo, es que si nadie hace lo que tú dijiste que había que hacer, puedes rematar con una frase de antología que te exculpa y te permite liberarte de cualquier tipo de responsabilidad: “…yo les dije…”

¿No será mucha la patudez? Los problemas y los desafíos de la vida no se solucionan diciendo lo que hay que hacer. Se solucionan más bien haciendo lo que hay que hacer. “Hay que lavar el auto…”, ¡lávelo!;  “hay que ordenar el escritorio…”, ¡ordénelo!; “hay que  llamar a fulanito y decirle tal cosa…”, ¡tome el teléfono y llámelo!; “hay que reparar el techo…”, ¡súbase a una escalera y manos a la obra!; “hay que escribir un informe…”, ¡siéntese en el computador y escríbalo!”.

Esperar que otro haga lo que a mi me da pereza hacer no es más que un elaborado subterfugio cuyo fin último es esconder la propia desidia y constituye una forma, bastante sofisticada eso sí, de flojera. Pero al final del día -sofisticada o burda- la flojera es simplemente eso: flojera.


No puede haber involucramiento real en ningún asunto si no hay acción. Las palabras se las lleva el viento, las recomendaciones no sirven de nada si no se ejecutan, las instrucciones bien poco aportan si detrás de ellas no hay una gestión concreta. Si no va acompañado de un responsable o de una real intensión o compromiso por hacer algo, el “hay que…” es un cacareo vacío e inútil que se pierde en la inmensidad de la atmósfera y que termina orbitando alrededor de la tierra junto a la basura espacial. El “hay que…”, no sirve;  el “hay que…” molesta; el “hay que…” es cero aporte. 

La frontera

FreeImages.com/Carlos Koblischeck
Sorprende pensar cómo los humanos pasamos tanto tiempo perdiendo el tiempo. Tanto rato haciéndole caso a la mala costumbre de creer que la vida nos sucede, que las cosas nos pasan, que la culpa siempre es de la piedra con que tropezamos  en el camino o de la mala suerte. Perdemos tanto tiempo y energía culpando al mundo y haciéndonos los desentendidos.

Porque pareciera que por defecto estamos programados para actuar de víctimas. Y es tanta la energía que desperdiciamos ejecutando ese rol, buscando justificaciones y excusas, quejándonos, lamentándonos y añorando un golpe de suerte nuestro beneficio, que no reparamos en que podríamos invertir esa misma cantidad de energía en  hacer algo para cambiar la situación que nos disgusta. El doctor y psiquiatra Scott Peck en su libro “La Nueva Psicología del Amor”, lo explica señalando que “la mayoría de las personas no comprende a cabalidad la idea de que la vida es difícil y no dejan de lamentarse, ruidosa o sutilmente de la enormidad de sus propios problemas (…) como si la vida tuviera que ser fácil”.

Scott Peck escribe más adelante que estas personas poseen la creencia de que “sus dificultades constituyen la única clase de desgracia que no debiera haberles tocado, pero que por algún motivo, ha caído especialmente sobre ellas o sobre su familia, su tribu, su clase, su nación, su raza o s especie y no sobre otros”. ¿Les suena?

A veces, pensamos que no tenemos más poder que juntar las manos y rezar al cielo para que por piedad y misericordia se nos conceda la petición de turno. Pedirle al cielo está bien, pero como dice Scott Peck, para resolver los problemas de la vida se necesita disciplina: “con un poco de disciplina podemos solucionar algunos problemas y con una total disciplina podemos resolver todos los problemas”. Así de categórico es este señor,  quien se explaya en su visión señalando que “la vida cobra su sentido precisamente en este proceso de afrontar y resolver problemas”. Sin embargo, como en general, a los humanos no nos gusta pasarlo mal, nuestra tendencia natural es a eludir los problemas, “preferimos eludirlos a vivirlos”, dice claramente Scott Peck. Pues bien, una de las triquiñuelas que usamos más frecuentemente para eludir nuestros problemas, es precisamente culpar al resto del mundo de ellos, lo que implica que en su esencia, nuestro problema nunca puede ser resuelto verdaderamente, ya que como no lo asumimos, no lo trascendemos. Y así, el mismo problema reaparece una y otra vez en nuestra vida como esas manchas porfiadas que uno cree que lavó bien, pero que cuando la prenda se seca, siguen ahí con su odiosa aureola, arruinando el vestido.

Según Scott Peck,  lo más triste es que al eludir el sufrimiento genuino de enfrentar un problema, “nos privamos también de la posibilidad evolutiva que las dificultades nos ofrecen”.  Y ahí creo que está la clave, porque mirados así, los problemas no sólo pueden considerarse como una oportunidad sino más bien como una verdadera “frontera  entre el éxito y el fracaso”. 

V= (C + H) x A

FreeImages.com/Asif Akbar
Me encanta cuando encuentro cosas que me sorprenden por su simpleza y profundidad y no puedo hacer más que compartirlas. Soy una fan de las conferencias TED y TEDx (www.ted.com) en las que en 20 minutos, expertos en distintos temas te cuentan una idea. Me encontré con la charla “Actitud” del coach y escritor Víctor Küppers en TEDx  Andorra la Vella, quien reduce a una ecuación sencilla de entender el impacto que tiene la actitud en todo lo que hacemos en la vida.

Señala Küppers que nuestro valor como personas (V) puede expresarse  por la suma entre nuestros Conocimientos (C) y nuestras Habilidades (H). Para todo en la vida se requieren conocimientos, es decir, hay que saber cómo hacer las cosas (desde un pollo arvejado hasta un informe contable). A eso hay que sumarle las habilidades o la experiencia que uno tenga. Combinadas, las variables de Conocimientos y Habilidades sientan las bases para tener un desempeño más o menos aceptable en lo que dura nuestra estadía en este planeta. Sin embargo, para completar esta fórmula debe añadírsele un tercer elemento, la Actitud (A). Y Küppers lo explica así: “la C suma, la H suma… pero la A multiplica”. Y agrega que muchas veces, la diferencia entre el crack y el que se queda a medio camino “no está ni en la C ni en la H, sino en la A”.

Nunca me voy a olvidar de un ex jefe que yo tuve. Era gerente general en Chile de una gigante multinacional presente en más de 120 países en el mundo y con los Headquarters  en  New York City, Estados Unidos. Todos los jefes de mi jefe eran gringos, de esos gringos imponentes, altos, rubios, impecables, tipo Clint Eastwood pero en versión corporativa. Con sólo enfrentarse a ellos y tener que saludarlos, a uno como que le tiritaba la pera y se le trapicaba el gaznate. Mi jefe no les llegaba ni a la cintura: era más bien moderado de estatura, con aspecto de latino bonachón y, escuchen bien… no hablaba ni jota de inglés.

Cuando los gringos venían a Chile, una vez al año, la oficina entera se revolucionaba. Era como si los mismísimos dioses del Olimpo bajaran a la tierra. Se cuidaba cada detalle, todo tenía que lucir perfecto y para qué les cuento cómo se acicalaba la plana gerencial, que dicho sea de paso eran todos bilingües. Y mi jefe… bueno, ahí estaba mi jefe: metro sesenta y cero inglés.


La primera vez que fui testigo de estas reuniones con los gringos, yo nerviosa, desde afuera, miraba el reloj y pensaba en el papelón que haría este pobre hombre que apenas y sabía decir “Hello”. Lo que yo todavía no había entendido era que mi jefe era un Capo, así con mayúscula. Es cierto, no hablaba el idioma de Shakespeare, pero el caballero tenía actitud. Una actitud repleta de confianza, de entusiasmo, de visión, de buenas ideas. Mi monolingüe jefe estuvo en su cargo por muchos años y siempre fue respetado y querido por sus propios bosses quienes lo destacaron y premiaron en innumerables ocasiones. En el caso de mi jefe, su conocimiento (C) en inglés no sumaba mucho… pero su actitud (A) frente a los gringos pudo suplir esa falencia y ser el verdadero motor de su éxito.  Cito a Küppers : “Nunca, nunca, nunca podremos cambiar las circunstancias… Siempre, siempre, siempre podremos elegir nuestra actitud”.