miércoles, 31 de agosto de 2016

Fotos y selfies

Ordenando cachureos, me encontré el otro día con una foto mía de hace unos 10 años y me impresionó lo bien que me veía. Suena feo decirlo pero, sí, estaba regia. “Qué flaca”, pensé. “Y ese corte de pelo… qué sentador”. “Sin  duda el color rosa de la blusa era muy favorecedor, y yo que me la puse sólo un par de veces porque la encontraba tan ñoña”. Y me quedé harto rato mirando a este personaje -que era yo misma- y que me causó tanto gusto volver a ver después de casi una década.   

Recuerdo perfectamente cuando me sacaron esa foto. Habíamos ido a visitar a mis suegros, acabábamos de disfrutar de una opípara once y yo me sentía terriblemente culpable porque había comido como una descosida. De hecho, me acuerdo que no quería salir en la foto porque eran tantas las calorías de más que había ingerido, que me sentía como una bola a punto de explotar. Además, hacía un par de días me había cortado el pelo y para mi gusto el peluquero se había excedido en sus atribuciones y las tijeras habían seccionado mi cabellera un par de milímetros más arriba de lo expresamente autorizado, lo que –según yo, en esa época- me hacía ver la cara demasiado redonda. 

“Qué tontera”, pensé, mientras seguía contemplando la foto, “si en vez de haber estado tan descontenta con el pelo, con la ropa y con el peso, hubiera disfrutado más ese momento. ¡Si sólo hubiese sabido que en diez años más yo iba a volver a ver esa foto y me iba a encontrar tan espléndida!”. Lo que hice a continuación es bien estúpido, pero lo tengo que contar no más para que se pueda comprender a cabalidad la epifanía que tuve:  con el fin de comparar mi apariencia actual con la de hace 10 años, agarré el celular y me saqué una selfie. “…Salí horrible”, pensé al mirar la foto que recién me había tomado. En ese momento, una voz que también venía desde mi interior, pero de un lugar mucho más sabio y sensato, exclamó: “Ojo con lo que te dices, querida, porque en 10 años más encontrarás que la mujer de la selfie está como para portada de revista”. Touché.

¿Por qué cuesta tanto valorar lo que tenemos o lo que somos en el aquí y ahora? ¿Por qué tendemos a ver la parte medio vacía del vaso… casi… siempre? ¿Por qué pareciera como si el paso del tiempo sublimara una realidad pretérita que lo más probable es que en su momento nunca se haya vivido con tanto esplendor? La vida se puede malgastar torpemente al añorar un pasado que en su tiempo no fue debidamente apreciado. De la misma forma, tampoco tiene ningún sentido hipotecar el valor del presente para sólo ejecutarlo en un futuro que ni siquiera sabemos si alguna vez va a llegar.  Quizá lo más sensato sea vivir el momento actual más conscientes, tratando de hacer foco en todas sus bondades y bendiciones y disimulando o borrando las imperfecciones que pudiera tener. Tal como el Photoshop lo hace con las fotos y las selfies.

Igual, una parte mía estuvo tentada de cambiar mi actual foto de perfil de Facebook por la que me tomaron hace 10 años. “Total – me dije casi casi convencida- en 10 años más pongo la que me saqué hoy… y todos contentos”. Pero en esta oportunidad, ganó la otra parte. 

La lección de Mary

Éramos un grupo de apoderadas del mismo curso, quienes durante una convivencia, conversábamos –unas más animadas que otras- sobre aquellos temas que, en esta etapa de nuestras vidas, constituyen el singular universo en el que existimos: niños, tareas, recetas de cocina, quehaceres domésticos, antialérgicos y una serie de otras menudencias que honestamente me tenían bosteza que te bosteza.

Hasta que la palabra la tomó Mary, quien confesó que una de las actividades que más detestaba realizar era planchar. “Por fin alguien dice algo sensato”, pensé para mis adentros. Y Mary se explayó en su relato: “Hasta hace un tiempo, yo podía hacer cualquier cosa con una sonrisa en la cara, cocinar, lavar, tender camas, ordenar, limpiar vidrios… lo que quisieran. Pero si me tocaba planchar, y más encima guardar en los closets la ropa planchada, se me acababa toda la simpatía y me convertía en un búfalo enjaulado”. Traté de visualizar un búfalo tras las rejas y lo vi rabioso, sudoroso, con los ojos inyectados y echando espuma por la boca. Sí, la analogía estaba perfecta. Yo también me he sentido así.

“Hasta que un día – continuó Mary- entendí que no podía seguir comportándome como una bestia aprisionada y decidí liberarme…”. Me dieron ganas de ponerme de pie y aplaudirla. “¡Así se habla, mujer!”, pensé, porque tal como llegó el día en que gracias al advenimiento del tendido eléctrico desapareció ese personaje conocido como “el sereno”, el despertar de la conciencia cósmica en esta Era de Acuario debería propiciar la erradicación definitiva del planchado como un quehacer doméstico.

Y Mary continuó con su historia y nos contó que decidió ir a una tienda de mejoramiento del hogar y se compró la plancha más atómica que pudo encontrar y 4 canastos de plástico de distintos colores. Ya de vuelta en su casa, dictaminó que durante los domingos en la tarde, la sala de estar –donde tenía empotrado su tonto Smart TV Ultra HD Full 4K3D- se convertiría en una sacrosanta sala de planchado. “Nadie puede interrumpirme, ni distraerme, ni hablarme, ni quitarme el control de la tele, ni pedirme ninguna cosa… ¿Entendieron?”, le anunció al resto de su atónita familia. “Y cuando termine, cada uno tomará, con esas manitas que Dios les dio, el canasto del color que les corresponda y guardará su ropa bien planchadita y ordenadita en su respectivo closet”. “Les juro chiquillas -dijo finalmente nuestra heroína- que desde ese día soy feliz planchando”.


Todas las apoderadas escuchábamos boquiabiertas la asombrosa historia de Mary. Y yo como que hasta me emocioné, porque Mary logró realizar una hazaña que es muy compleja y que al menos a mí me cuesta mucho: convertir algo que odio… en algo que amo. Mary, a través de una tediosa tarea cotidiana, ejerció en el sentido más profundo y personal el concepto de libertad… una libertad que te permite escoger el lugar desde dónde quieres vivir la vida y que no tiene que ver con grandilocuentes revoluciones libertarias, sino más bien con la alquimia más difícil de todas: la íntima y silenciosa transformación interna. 

martes, 16 de agosto de 2016

A veces es mejor no hacer nada

Un día, hace algunos años, cuando aún era soltera, tomé una decisión impulsiva, temeraria y drástica: me corté el pelo corto, corto, corto, muy mínimamente corto, como nunca antes me lo había cortado y como nunca después osé volver a cortármelo, ni voy a volver a cortármelo jamás. En ese tiempo no estaba viviendo un período muy fácil, mi mejor amiga se había puesto a pololear con el tipo que me gustaba; no disfrutaba mi trabajo; no tenía un solo peso en el bolsillo y recuerdo que por esos días si sonaba el teléfono, o era número equivocado o, en el mejor de los casos, se trataba de la secretaria del dentista. Mi vida necesitaba un cambio. Urgente. Y no sé por qué perturbada razón decidí que el cambio empezaría con la poda de mi frondosa cabellera.

Fue, claramente, un error.  Despojarme de mi pelo largo, liso, brillante y sedoso, no sólo no me hizo sentir mejor, sino que agravó mi frágil condición, porque a la lista de desdichas ya enumeradas, se le sumó entonces el infortunio más patético de todos: mi cabeza parecía un kiwi. 

¿Por qué hacemos este tipo de cosas las mujeres? ¿Por qué al sentirnos ansiosas tendemos a atentar contra nuestra integridad capilar? ¿Qué tipo de disfunción cerebral nos hace creer que al cortarnos el pelo solucionaremos nuestros problemas? La respuesta en realidad es bien simple: como no nos gusta sufrir y no queremos pasarlo mal, nos subimos desesperadas al carro de la primera idea –por muy chiflada que sea- que prometa paliar nuestra desgracia. Y hacemos tonteras.

El numerito del kiwi me enseñó una simple pero valiosa lección: a veces es mejor no hacer nada. Por eso el otro día cuando se acercó una amiga y con la cara bañada en lágrimas de rímel, me preguntó si era buena idea llamar al pastel de turno para preguntarle por qué la otra noche la había dejado plantada, mi respuesta casi le reventó los tímpanos: “¡¡Ni se te ocurra!!”, le advertí desencajada, y agregué luego ecualizando mis decibeles: “Escucha bien, querida, y por favor hazme caso porque yo sé lo que te digo: a veces es mejor no hacer nada”.

En las situaciones más tristes y angustiantes, en los momentos más álgidos, en las noches más oscuras, en las discusiones más irritantes, no hacer nada es también una opción. Y en esos casos, es casi siempre la opción más sensata. Además, en cierta forma, no hacer nada, te obliga a quedarte un rato en esa emoción dolorosa y te permite sentirla y eventualmente aceptarla. Porque el dolor evitado o mal procesado siempre vuelve a salir, como resentimiento, como rabia, como envidia, como pesimismo, como inseguridad. Vivir el dolor siempre es más sano que esconderlo o enmascararlo.


A las pocas semanas de mi infortunio capilar, los nubarrones comenzaron a disiparse en mi vida. Me cambié de trabajo, mi amiga terminó con el susodicho y el dentista que me atendió resultó ser un churrazo que entre amalgama y gutapercha me invitó a salir. Sin embargo, mi cabello se demoró casi un año en crecer a un largo más o menos decente. Y durante todo ese tiempo, cada vez que me miraba al espejo, aparecía una y otra vez en mi mente, como pop-up, la misma odiosa ventana emergente: “A veces es mejor no hacer nada”.