miércoles, 31 de agosto de 2016

La lección de Mary

Éramos un grupo de apoderadas del mismo curso, quienes durante una convivencia, conversábamos –unas más animadas que otras- sobre aquellos temas que, en esta etapa de nuestras vidas, constituyen el singular universo en el que existimos: niños, tareas, recetas de cocina, quehaceres domésticos, antialérgicos y una serie de otras menudencias que honestamente me tenían bosteza que te bosteza.

Hasta que la palabra la tomó Mary, quien confesó que una de las actividades que más detestaba realizar era planchar. “Por fin alguien dice algo sensato”, pensé para mis adentros. Y Mary se explayó en su relato: “Hasta hace un tiempo, yo podía hacer cualquier cosa con una sonrisa en la cara, cocinar, lavar, tender camas, ordenar, limpiar vidrios… lo que quisieran. Pero si me tocaba planchar, y más encima guardar en los closets la ropa planchada, se me acababa toda la simpatía y me convertía en un búfalo enjaulado”. Traté de visualizar un búfalo tras las rejas y lo vi rabioso, sudoroso, con los ojos inyectados y echando espuma por la boca. Sí, la analogía estaba perfecta. Yo también me he sentido así.

“Hasta que un día – continuó Mary- entendí que no podía seguir comportándome como una bestia aprisionada y decidí liberarme…”. Me dieron ganas de ponerme de pie y aplaudirla. “¡Así se habla, mujer!”, pensé, porque tal como llegó el día en que gracias al advenimiento del tendido eléctrico desapareció ese personaje conocido como “el sereno”, el despertar de la conciencia cósmica en esta Era de Acuario debería propiciar la erradicación definitiva del planchado como un quehacer doméstico.

Y Mary continuó con su historia y nos contó que decidió ir a una tienda de mejoramiento del hogar y se compró la plancha más atómica que pudo encontrar y 4 canastos de plástico de distintos colores. Ya de vuelta en su casa, dictaminó que durante los domingos en la tarde, la sala de estar –donde tenía empotrado su tonto Smart TV Ultra HD Full 4K3D- se convertiría en una sacrosanta sala de planchado. “Nadie puede interrumpirme, ni distraerme, ni hablarme, ni quitarme el control de la tele, ni pedirme ninguna cosa… ¿Entendieron?”, le anunció al resto de su atónita familia. “Y cuando termine, cada uno tomará, con esas manitas que Dios les dio, el canasto del color que les corresponda y guardará su ropa bien planchadita y ordenadita en su respectivo closet”. “Les juro chiquillas -dijo finalmente nuestra heroína- que desde ese día soy feliz planchando”.


Todas las apoderadas escuchábamos boquiabiertas la asombrosa historia de Mary. Y yo como que hasta me emocioné, porque Mary logró realizar una hazaña que es muy compleja y que al menos a mí me cuesta mucho: convertir algo que odio… en algo que amo. Mary, a través de una tediosa tarea cotidiana, ejerció en el sentido más profundo y personal el concepto de libertad… una libertad que te permite escoger el lugar desde dónde quieres vivir la vida y que no tiene que ver con grandilocuentes revoluciones libertarias, sino más bien con la alquimia más difícil de todas: la íntima y silenciosa transformación interna. 

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