viernes, 30 de agosto de 2013

Animitas


Ilustración: Paulina Gaete.
 
A lo largo del camino. De este camino ancho y a veces estrecho que es la vida, nos morimos una y mil veces, para luego volver a nacer. Cada una de esas muertes es distinta a la muerte anterior y a la muerte que ha de venir. Todas las muertes son diferentes. Pero todas las muertes son penosas. Siempre es bueno llorar un poco. Y mejor aún si se llora un poco más. Lo que somos hoy no tiene nada que ver con lo que fui hace un año, o dos, o cuarenta. Y al mismo tiempo jamás sería lo que soy ahora si no hubiera vivido todas esas vidas y no hubiera muerto todas esas muertes. Es la paradoja de la existencia… para seguir viviendo necesito siempre ir muriendo. Para ser lo que soy hoy necesito haber sido lo que fui ayer y necesito haber enterrado bien al fondo de la fosa todo lo que cumplió su ciclo y quedó sin vida.
Y ojalá, no se me olvide ninguna de esas muertes. Ojalá cada velorio haya sido memorable. Para que valga la pena volver a nacer. Para no desconocer lo que aprendí en esa vida. Ojalá mi camino esté lleno de animitas que me ayuden a recordar. Para que al mirar atrás la misma senda que miró Machado y que cantó Serrat ella esté llena de cruces blancas y fotos desteñidas por el sol y velas y flores plásticas.

Nada nunca volverá a ser lo que fue. Todos sabemos eso, pero son pocos los que se atreven a hacerle caso a esa verdad. Hay muchos que siguen usando la ropa del difunto o peor aún, se ponen encima el cadáver putrefacto como si fuera una segunda piel. Y creen que no se les nota, pero apestan. Y están pasados de moda, además.  
Amigos, ideas, rencores, temores. Aplausos, sueños, pifias, dolores. Amores, errores, aciertos, canciones. Madres, padres, tíos, abuelos. Hermanos, hijos, perros, gatos, viajes, millones, zapatos, penas… todo. Todo se muere. Todo se va. Todo se queda en el camino. Todo vuelve a empezar.

Y lo digo una vez más: nada nunca volverá a ser lo que fue. Ni tú, ni yo, ni el lugar donde nos encontramos. Pero no importa porque estuvimos juntos y me miraste a los ojos y yo te miré a los tuyos y conversamos un rato. Sonríele a la muerte. Gracias a ella puedes andar cada vez más ligero de equipaje y ser más feliz. Rézale a tus animitas y cuando lo hagas aprovecha de reírte un poco porque estás vivito y coleando, a pesar de haberte muerto tantas veces, insistentemente, incansablemente, instintivamente.
Hasta que llegue la muerte de verdad. Esa muerte grande y oscura que se traga todo por los siglos de los siglos, amén. Pero en realidad esa muerte tampoco es para siempre. Porque cuando se acaben los siglos de los siglos… ahí estarás tú…. te lo aseguro… en el primer lugar de la fila… esperando tu turno para volver a nacer. Pero esta vez prometes que te olvidarás de las flores plásticas...

Te lo dije: nada, nunca, volverá a ser lo que fue.

jueves, 29 de agosto de 2013

La muñeca en el bolsillo


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Quédate en silencio y escucha tu respiración. Cómo se llenan y se vacían tus pulmones. Como late tu corazón. Poco a poco, si estás bien quietecita empezarás a oír una voz. Primero será muy a lo lejos, como si estuviera a kilómetros de distancia pero dentro de ti misma. No te aburras, ni te hagas la tonta y pon atención. De forma muy lenta, si tienes paciencia y eres valiente la empezarás a oír sutilmente con más fuerza. No tanto. Sólo sutilmente. Es una voz de comportamiento curioso. Habla despacito sólo para que la escuche la que espera escucharla. Sólo para que la escuche la que sabe que está ahí. Sólo para que la escuche la que cierra los ojos y busca respuestas dentro de su alma. Sólo para ella.
En el cuento de Vasalisa, que Clarissa Pinkola Estés en su libro “Mujeres que corren con los lobos” se encargó de reproducir, esta voz de la que hablo está personificada como la muñeca en el bolsillo. La historia cuenta que en su lecho de muerte, la madre de Vasalisa le entregó a su hija una pequeña muñeca de trapo y le dijo: “si alguna vez te extraviaras o necesitaras ayuda, pregúntale a esta muñeca lo que tienes que hacer. Recibirás ayuda. Guarda siempre esta muñeca. No le hables a nadie de ella”. La madre murió. El padre se volvió a casar con una viuda con dos hijas. Las tres detestaban a Vasalisa. Cuando el caballero dejó este mundo, la madrastra y las hermanastras le hicieron la vida imposible a la pobre huérfana. Pero ella hacía lo que tenía que hacer y –sobre todo- siempre guardó la muñeca en el bolsillo de su delantal: la apretaba cuando tenía miedo, le preguntaba cuando tenía dudas y –lo más importante- le hacía caso cuando la muñeca le respondía o le decía lo que tenía que hacer. Luego de varias desventuras, las tres malvadas fueron quemadas vivas por una calavera y Vasalisa escuchando siempre a su muñeca conquistó la libertad.

En la vida de cada mujer, las madres buenas se mueren. Como la madre de Vasalisa. Pero siempre esas madres, que casi todas hemos tenido cuando aún no sabemos lo que tenemos que saber, te dejan en el bolsillo o en el alma o en el corazón o dónde tú quieras un regalo, una muñeca, una cajita, una voz. Esa es la muñeca que tienes que tocar o la cajita que tienes que abrir o la voz que tienes que escuchar. Y sea cual sea la forma que adopte ese regalo, siempre lleva el mismo nombre: intuición.
Tantas veces que nos hacemos las locas, como que no la escuchamos, como que no la oímos, como que no la vemos. Como que no está, como que no existe. Como si anduviéramos solas por el desierto o por el bosque o por la playa tropical o por donde quiera que andemos en esta vida de tanto andar. Y la intuición siempre va con nosotros y sabe tantas cosas, y nosotros de puro pavas, de puro ciegas, creemos que sabemos más.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Las señales


"Los pies en la tierra y señales que vienen del universo en planetas
que navegan y nos rodean, es cosa de embarcar"
Ilustración y pie de foto: Paulina Gaete.
 
La vida está llena de señales. Señales que nos muestran si vamos por el camino correcto o si nos hemos desviado. Señales que nos indican si lo que estamos haciendo está en armonía con nuestro ser interno o si nos estamos traicionando a nosotros mismos. De una u otra forma, la vida tiene sus mecanismos para susurrarnos muy sutilmente –aunque a veces, en verdad lo hace a grito pelado- si las elecciones que hemos hecho nos potencian o nos disminuyen.
¿Dónde encontramos esas señales? En todas partes. ¿Cómo las podemos reconocer? Poniéndoles atención y entendiendo que todo lo que nos sucede es una metáfora de nosotros mismos. Y para poder hacer esto, lo primero que tenemos que comprender y asimilar es que debemos dejar de sentirnos como víctimas de cualquiera que sea nuestra circunstancia. La casa en que vivo, la pareja que escogí, los hijos engendré, la comida que como, los zapatos que uso, la música que escucho, el trabajo que hago, el cuerpo que tengo, los amigos que me quieren y los enemigos que me odian… todo es resultado de lo que somos, de lo que hemos escogido, de lo que hemos sembrado, de nuestros aciertos y de nuestros errores.

Quizá a algunos esto les pueda parecer un poco exagerado.  “Hay  cosas que nosotros no elegimos”, dirán varios. “Hay cosas que simplemente te tocan en la vida”, señalarán otros.
No.  Así no funciona este universo.  Nosotros somos dioses de nuestra existencia. Lo que pasa es que como que se nos olvidó. Yo diría que incluso como que a veces nos hacemos los lesos, como que tanta responsabilidad nos agobia un poco. Siglos y siglos de condicionamiento social nos han ayudado a sepultar muy al fondo de nuestro ser esta sabiduría innata. A lo largo de la historia de la humanidad nos hemos ido adiestrando a nosotros mismos para creer que las cosas “nos suceden”, que somos algo así como veletas indefensas en medio de un vendaval.

No hay nada más falso. Y nada más cómodo. Igual es mucho más fácil pensar que no somos responsables de nuestra vida. Es mucho más llevadero hacerse el desentendido y echarle siempre la culpa al empedrado, o al vecino, o a los papás que te trajeron al mundo, o al marido que tienes, o al jefe que te tocó, o a Dios. Lo que no estás entendiendo es que ellos son espejos que te reflejan a ti mismo. Las relaciones que tienes con los demás son un reflejo de la relación que tienes contigo mismo. Y en verdad todo es un espejo. La mayoría de las veces es un mecanismo inconsciente. Pero no por eso menos verdadero. Al contrario. Tu realidad la construyes tú. Esas son las señales a las que me refiero. Están en todas partes, a cada rato.
Aprende a leerlas. Escucha lo que te están diciendo. “Dime con quién andas y te diré quién eres”, dice el refrán, y eso se puede homologar a todo: “Dime lo que comes y te diré quién eres”,  “Dime cómo te vistes y te diré quién eres”, “Dime a qué le tienes miedo y te diré quién eres”, etc... Si te pasan cosas que no quieres que te pasen, hay un significado más profundo. Si te relaciones con quienes no quieres relacionarte, hay un significado más profundo. Si tu salud no está todo lo bien que debería estar, hay un significado más profundo. Y me atrevo a decir incluso, si tienes un accidente, hay un significado más profundo. A veces reconocerlo puede ser muy doloroso, pero al mismo tiempo muy liberador.

Nada es al azar. Todo es como tiene que ser. Tu vida es como tú quieres que sea y las señales son tu mejor aliado. Hazte cargo.

viernes, 23 de agosto de 2013

Nada es tan grave


Ilustración: Paulina Gaete
“Todo rico, sin ser fino…” Así dice –en broma, claro- una querida amiga mía cada vez que disfruta de una opípara cena en casa de algún amigo de confianza. A ella se lo dijeron una vez “con su qué”, lo cual en su momento no fue para nada agradable. Pero con el paso del tiempo, mi amiga decidió hacer de la mentada frasecita su mejor chiste. Entonces cuando junto a mi marido somos los destinatarios del jocoso comentario, nos da mucha risa… porque en verdad es muy hilarante imaginar que alguien alguna vez dijo esto en serio. Y por otro lado, es muy reconfortante ver cómo mi amiga se ríe de sus propias desventuras.   
Es que en general, la vida es muy chistosa. Pasan cosas cómicas a cada rato y siempre se le puede encontrar en lado livianito a todo. Porque si lo pensamos bien, nada es tan grave. Incluso, dicen por ahí aquellos que saben de humor y de cómo hacer reír a las personas que “la comedia es sólo la tragedia sometida al paso del tiempo”.  ¿Quién no ha contado alguna vez una anécdota que en su momento fue una desgracia de proporciones, pero que con la perspectiva del tiempo se convierte en una experiencia muy graciosa?
Todos tenemos miles de ellas. Nuestra vida está plagada de situaciones jocosas. Como esa vez cuando “en el canal de todos los chilenos” grabando un importante programa piloto con un destacadísimo elenco de famosos actores y humoristas, estaba yo, una flamante periodista, libretista y aspirante a actriz cómica, que -para hacer la historia más patética aún- se creía el cuento de “sí-soy-bacán-porque-trabajo-en-la-tele”… (Jajajaja ¡Es muy ridículo todo!). Bueno yo interpretaba a una monja voladora que cantaba como la Novicia Rebelde y le contaba al público todos los dramas que en esa época se vivían en la ciudad de Santiago (que, dicho sea de paso, son los mismos dramas que tiene hoy nuestra capital), como las calles con hoyos, las alertas ambientales, los peak de virus sincicial, los tacos… etc., etc., etc…
La letra de la canción la había inventado yo misma, por lo que resulta aún más penoso lo que sucedió, cuando con el set lleno de público, luces, productores, camarógrafos y coordinadores de piso, comienza la música y en el momento en que salgo a escena, mi mente se va a negro. ¡Se me olvidó la letra!.. y me quedé paralizada, vestida de monja, con todos esos focos alumbrándome, todas esas cámaras grabándome y todos esos ojos mirándome estupefactos durante los dos minutos y diecisiete segundos que duró la canción. ¡Fue terrible!, ¡La peor humillación que he sufrido jamás! No sé por qué no salí corriendo antes, pero cuando terminó la música me las emplumé al camarín de mujeres donde lloré y lloré y lloré… de vergüenza. Al verme tan abatida, una conocida actriz, que hasta el día de hoy hace de malvada en las telenovelas criollas, puso su mano sobre mi hombro  y socarronamente, con una crueldad digna de su mejor papel, me dijo: “… eso te pasa porque no eres actriz y no tienes oficio…”. Mala de verdad.
Bueno, esta historia la desclasifiqué hace poco, porque durante mucho tiempo, me daba un pudor enorme contarla. Ya no. Ahora me río. Incluso como que me gusta narrarla. Porque es realmente absurdo y cómico lo que pasó. 
Descubrí que es un tema de perspectiva el que las cosas sean en verdad menos bochornosas o dramáticas de lo que parecen. Nada es tan grave. Y el tiempo siempre, pero siempre-siempre, le dará la razón a esa frase.
 
 

jueves, 22 de agosto de 2013

Todas íbamos a ser reinas


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Todas íbamos a ser reinas/de cuatro reinos sobre el mar/Rosalía con Efigenia/y Lucila con Soledad. Lo decíamos embriagadas/y lo tuvimos por verdad/que seríamos todas reinas/ y llegaríamos al mar. (Gabriela Mistral).
¿Qué nos queda de lo que a los siete años pensábamos que íbamos a ser?  Cuántos caminos hemos andado. Cuántas vueltas hemos dado. Cuántos capítulos hemos cerrado y cuántos de los mismos hemos inaugurado. Cuántos sueños que se quedaron estancados, cuántos otros que pudieron volar. Cuántas canciones hemos cantado, cuantas más que quedaron por entonar. Cuánto de lo que soy ahora se lo debo a esa niña de hace rato. A las rondas que bailé, a los juegos que jugué, a los rezos que aprendí a rezar, a las reglas que me enseñaron a respetar.

Cuántos momentos aparentemente perdidos en verdad nunca los he podido olvidar, pues aunque la memoria es frágil ellos han sabido esconderse en los pliegues de la conciencia. Y allí están agazapados, silenciosos, moviendo los hilos desde la profundidad. Están las risas, las cosquillas, las penas, las rabietas, las vergüenzas, los honores, los talentos, los errores. Todo está guardado en ese cajón infinito, que a veces durante las noches, cuando me duermo bien profundo se abre despacio y me muestra cosas. Y allí veo a mi mamá, cosiendo en su eterna máquina de coser mi vestido de hada con margaritas y estrellas doradas; aparece también el columpio que teníamos en el garaje y las plantitas que me gustaba regar. Aparece la pena negra que me daba la vecina en silla de ruedas y la alegría infinita que sentía cuando podía hablar en inglés.
Y entonces ahora que estoy más grande –mucho mejor que decir que estoy más vieja- me pregunto sin hallar respuesta… ¿Por qué pasa todo tan rápido? ¿Por qué cuando las olas revientan ya nunca más vuelven a reventar? ¿Por qué los prados de la infancia parecen más verdes de lo que ningún prado volverá a parecer  jamás? ¿Por qué al final de cada día lo que verdaderamente cuenta no es lo que has logrado sino lo que has sembrado? Porque la siembra da una flor y esa flor da sus frutos y son esos los que mañana o en un mes, o en un año o en cien, vamos a cosechar.

En la tierra seremos reinas/y de verídico reinar/ y siendo grandes nuestros reinos/ llegaremos todas al mar. (Gabriela Mistral)

miércoles, 21 de agosto de 2013

Al otro lado del espejo



Ilustración: Paulina Gaete.
 
Con tres niños de 4, 7 y 10 años revoloteando por la casa, la privacidad se ha convertido en un bien derechamente escaso en mi vida. Encontrar la paz y el espacio necesario para –por ejemplo- sentarme con un espejo de aumento y una pinza a sacarme los pelos indiscretos de mis bien pobladas cejas y otros sectores faciales, puede convertirse en una tarea titánica que muchas veces es francamente imposible llevar a cabo… “¿Por qué te haces eso Mamá?”; “¿Te duele mucho?”; “¡Yo quiero, yo quiero, yo quiero!”; “¡Miren! ¡La Mamá tiene pelos en la peraaaa! ¡Jajajaja!”.
Bueno, el otro día estaba lavándome los dientes y de pronto escuché que alguien apaleaba la puerta del baño con desesperación emitiendo al mismo tiempo unos alaridos espeluznantes: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!”. Se me paralizó el corazón. Estremecida y con la boca rebalsándoseme de espuma, abrí la puerta temiendo encontrar a uno de mis angelitos chapoteando en un charco de sangre –lo mínimo de acuerdo a la intensidad de los golpes y los elevados decibeles de los chillidos, claro.

Pero no. Allí estaba ella, Leticia, la de 7 años, chupando un Kojac –o como quiera que se llamen esas cuestiones que abundan en las piñatas de los cumpleaños. “¿¡¡¡Qué pasó!!!?”, vociferé aún medio aterrada y babeando pasta de dientes… “Es que Mamá –me dijo mi Pequeña Saltamontes sin siquiera sospechar que me tuvo al borde de un síncope- te quiero preguntar una cosa… ¿Es verdad que al otro lado del espejo hay una familia igual a nosotros pero al revés?...”
Broma. 

No pude gritarle nada a la inocente cría porque ya estaba medio atragantada con la espuma inundándome el gaznate, así es que me limité a inflar furiosa los hoyos de la nariz y me encerré con un portazo nuevamente en el  baño para terminar con mi accidentado ritual de higiene bucal. Mientras lo hacía –obvio-me miré en el espejo…  Y entonces una voz en off dentro de mi cabeza volvió a susurrar la oportuna pregunta de mi retoña: “¿Es verdad que al otro lado del espejo hay una familia igual a nosotros pero al revés?”. Lo más patético de todo es que por breves instantes me sorprendí  fantaseando con ese mundo al otro lado del espejo: 
“La mamá sería igual a mí, pero rubia, curvilínea y sin pelos de más en ninguna parte. Siempre andaría maquillada, con la manicure perfecta y peinada de peluquería. El marido estaría en la casa de lunes a viernes y trabajaría sólo los sábados y domingos en la noche. Además, el caballero odiaría la televisión y le tendría una alergia severa al control remoto. Los niños no serían humanos, sino más bien estatuas -de carne y hueso, evidentemente- pero bien apernadas al piso. Les encantarían las alcachofas, los brócoli y las papas con chuchoca. ¡Ah! y una cosa adicional, el más cruel de los castigos sería obligarlos a jugar Wii o Nintendo DS durante horas, degustando unas asquerosas papas fritas con kétchup… ¡Puaj!”.

Cuando salí del  baño, mi hija Leticia estaba tendida boca arriba en mi cama mirando el techo. Seguía chupando el odioso Kojac. Sin sacárselo de la boca, me espetó… “Ya poh mamá… ¿Es verdad o no?”.
“Mira, mocosa –le dije- no me vuelvas a asustar ni a interrumpir mientras estoy en el baño… ¡Y deja de chupetear esa cochinada mientras le hablas a tu madre!”. La pobre se sentó en la cama, se sacó el dulce de la boca y poniéndome los mismos ojos lacrimógenos que pone el Gato con Botas en Shrek, me dijo: “Perdón Mamá…”. “Bueno”, le respondí algo conmovida y le di un beso en la frente.

Luego de medio segundo… aquí no ha pasado nada. Lengüeteando nuevamente el dichoso caramelo, mi hija insistió: “Mamita… ¿Tú crees que al otro lado del espejo hay una familia igual a nosotros pero al revés?”. “Puede ser”, le contesté tratando de no despedazar esa prístina inocencia infantil. “Qué pena”, me dijo ella. “¿Por qué, qué pena?”, volví a preguntar. “Obvio, poh Mamá, si al otro lado el mundo es al revés…  entonces esa debe ser una familia muy, muy triste”.
Y como si nada, saltó de la cama y salió corriendo.  Ya bajando las escaleras, la escuché gritar “¡Max, vamos a andar en bici!”

martes, 20 de agosto de 2013

La grandeza de lo cotidiano


Ilustración: Paulina Gaete
 
Las grandes proezas, las admirables epopeyas y las hazañas increíbles tienen su lugar en la historia. Y la historia de cada uno de nosotros tiene por aquí y por allá hitos inolvidables, logros épicos, conquistas apabullantes. No estoy hablando sólo de haber hecho cumbre en el Everest o haber ganado una medalla olímpica o haber sido la estrella principal en el Super Bowl. Me refiero a conquistas igual de trascendentales pero que nunca fueron portada en LUN… como por ejemplo, haberse titulado de periodista con notas medianamente aceptables o haberse casado con el mino más mino o –como una querida amiga mía- haberle ganado al cáncer. De una u otra forma todos hemos sido alguna vez héroes y heroínas. Protagonistas de momentos trascendentales que van marcando nuestra vida.
¿Pero qué pasa con todo el resto de los momentos? ¿Qué pasa con esa inmensa mayoría de instantes de nuestra vida que no califican en la categoría de “gesta” descrita en el párrafo anterior? ¿Pertenecen acaso a un pelaje inferior de vivencia? Momentos que por cotidianos, rutinarios, repetitivos, fomes, cero glamour y derechamente aburridos, pasan a ser considerados como los momentos de “desecho”(*) de la vida…

Me refiero específicamente a esos instantes que todos quisiéramos evitar, o en el mejor caso hacer “rapidito”, “sin mucho trámite”, “pa´salir luego del cacho”. Les voy a mencionar algunos que al menos a mí –que actualmente me desempeño a tiempo completo como abnegada dueña de casa- me parecen la máxima expresión del tedio: lavar la loza; doblar calcetines; limpiar el wáter; hacer colas; las luces rojas eteeernas; los tacos; hacer jugo en polvo; esperar al doctor; recoger la caca de los perros que hacen caca afuera de la reja de mi casa; las reuniones de apoderados; escuchar a las mamás que hablan leseras en las reuniones de apoderados; los trabajos de investigación sobre los atacameños; hacer maletas; las discusiones con mis hijos sobre la importancia capital de lavarse los dientes todas las noches… En fin, podría seguir con una lista interminablemente. Y seguramente, cada uno tendrá su propia lista, también interminable.
Porque los momentos poco trascendentales de la vida son ¡infinitos! Y es más, la cotidianeidad y el día a día ¡están repletos de ellos! Es una cosa impresionante. Terminas con uno y ahí aparece el otro que, incluso, como que te mira sacándote pica con cara diabólica y te dice: “ven chiquilina… ahora es mi turno… ven con papi a pasarlo como las reverendas”.  Y uno como que entra en una especie de espiral maldita, en la que el momento que viene siempre es peor que el que acaba de pasar… con algunos breves paréntesis en el camino, como la llamada de la amiga que habla con puros garabatos y que te saca un par de carcajadas no tanto por las cosas que dice sino por cómo las dice; o la bendita comedia de las tres; o mi I-Pad;  o el paquete de galletas Kuky a medio comer que suele hallarse debajo de la cama de mi hijo mayor y que –obviamente- cada vez que lo encuentro lo engullo como si se tratara del tesoro escondido del capitán Cook.

En fin. Si consideramos que un 33,3333…% de la vida nos la pasamos durmiendo, podemos señalar sin temor a equivocarnos que sólo el 2% de los dos tercios restantes corresponde a momentos gloriosos. El otro 98% (o sea, la gran mayoría del tiempo) lo constituyen los momentos banales, cotidianos, poco trascendentales…
¡¡Es mucho tiempo!!

Así es que ayer, mientras desmugraba con jabón gringo los calcetines de mis niños que el día anterior habían tenido una fabulosa tarde de cama elástica, me puse a pensar en esas mamás de comercial de detergente para la ropa que expresan una alegría extraterrestre porque las poleras percudidas les quedaron blancas, totales y radiantes. ¡Por Dios! se ven tan estúpidamente felices esas mujeres haciendo lo que hacen y son tan convincentes que incluso mientras fregaba y fregaba hubo un microsegundo en el que culposamente vislumbré la pequeñez de mi espíritu por no ser capaz de agradecer y disfrutar la gloriosa oportunidad que me otorgan los bio-solve, los blanco-activos, los azules-polares-brillantes y las partículas aceleradoras.
Obviamente estoy exagerando, pero no puedo negar que cada cierto tiempo se me pone a dar vueltas en la cabeza la excéntrica  idea de tratar de encontrarle el lado amable a estos momentos cotidianos más bien lateros. Porque son tantos, que mejor nos amigamos con ellos. Es bien poco evolucionado pasarlo mal tanto rato. Por eso me gusta Mike Dooley (¿Se acuerdan que un posteo anterior les hablé de él?) Porque él tiene una frase muy buena que me ayuda a sobrellevar el tedio de la cotidianidad… “Si no te gusta lo que haces, entonces hazlo perfecto, como si fueras un maestro”.

Y a eso me he dedicado… a hacer del día a día un MBA. Vieran ustedes lo blanquitos que me quedaron los calcetines. Se ven hermosos… Hasta fue un placer doblarlos, olerlos, acariciarlos y guardarlos en el cajón de Max. Estoy que me gradúo. Pero esta vez será con ¡honores!
~*~

(*) Es que una vez un pololo agricultor que yo tenía le regaló a mi mamá unos duraznos conserveros de su campo. Mi madre emocionadísima con el obsequio del pretendiente de su primogénita, le agradeció profusamente el gesto creyendo que el grandilocuente tamaño de los melocotones obedecía a que eran de exportación, cosa que el galán en cuestión se apresuró a desmentir (quizá pensó que si no lo hacía nuestra incipiente relación podría pasar a un nivel más comprometedor… ¡ja!) y sin la menor delicadeza le dijo a mi mamá que eran sólo fruta de “desecho”.  Mi madre lo consideró un agravio… “Mire que este mocoso me viene a regalar a mí la fruta que le da a los chanchos”, le comentó luego a mi papá, quien sin levantar la vista del libro que estaba leyendo le dijo “Mire… qué joven tan desubicado”.

 

miércoles, 14 de agosto de 2013

Las ciudades son como las personas


Desde siempre, toda mi vida, Nueva York ha sido una ciudad que me ha cautivado. Nunca, en las más de cuatro décadas que llevo habitando este planeta, había tenido la posibilidad de visitarla. Hasta hace poco, cuando al parecer los astros se alinearon a mi favor y me propiciaron una breve pero fructífera estadía en La Gran Manzana.

En verdad, yo crecí soñando con New York. Mi abuela paterna me hablaba mucho de la ciudad. Pero mucho, mucho: de la Quinta Avenida, de la Calle 42, de Broadway, de los teatros, los musicales, los rascacielos, como si ella hubiese vivido allá. Era muy singular y curioso porque se la sabía de memoria, pero en realidad sólo la conoció por fotos, por libros, por revistas, por canciones y por películas. Así, poco a poco durante mi infancia, mi adolescencia y mi juventud, se me fue amalgamando en la memoria una imagen muy sui generis de la ciudad y me fui construyendo mi propia y personal Nueva York dentro de mi cabeza. Sin querer queriendo hice una interpretación libre y una representación antojadiza teñida con la enjundia de mi abuela y mi propia creatividad, que –dicen- siempre ha sido bastante profusa y exuberante.  

Bueno, pero la vida me regaló a mí lo que no pudo darle a mi abuela… y un glorioso día de junio de este año pude finalmente pisar suelo neoyorquino. La emoción fue infinita, casi como para arrancarse los pelos y chillar como una colegiala en medio de un concierto de Justin Bieber. Pero logré mantener la dignidad y esperé el taxi que me llevaría del aeropuerto al hotel con la cosmopolita actitud de ya-sé-que-estoy-en-New-York-City-so-what!  
Pasé tres días recorriendo la ciudad. Visitando museos, viendo musicales, yendo donde había que ir y gastando como condenada. La última noche, mientras preparaba las maletas para volver a mi larga y angosta faja de tierra, me cayó la teja: se había roto el hechizo. Me senté en el borde mi cama y sólo acompañada por el intermitente resplandor del letrero de neón de la esquina, me di cuenta que Nueva York ya nunca más sería para mí lo que había sido hasta hace tres días.

Al estar ahí, al andar por sus calles, al ver en vivo y en directo el vapor saliendo por las tapas de las alcantarillas; al oler el pecaminoso aroma de embutido callejero y cuánta fritanga más saliendo del carrito de la Sexta con la 47; al ponerme de pie para ovacionar esos musicales descaradamente maravillosos, conocí de primera fuente todo lo que me habían contado… ¡Y fue fantástico! ¡Amé la ciudad que nunca duerme!...  Pero al mismo tiempo algo en mi murió. Murió el sueño, murió la ilusión. Murió ese Nueva York platónico que mi abuela con tanto esmero me ayudó a inventar…
Y me dio pena.
Las ciudades son como las personas. Intrincadas, misteriosas, llenas de contrastes. Con días buenos y días malos. Con barrios elegantes y majestuosos, con callejones oscuros y peligrosos. Con alturas y perspectivas extraordinarias, con subterráneos truculentos y malolientes. Algunas son tranquilas, otras agotadoras. Al igual que las personas las ciudades tienen un pulso, un ritmo, sus centros de energía, sus vías de escape… Creemos conocer a alguien porque hemos conversado con él o con ella un par de veces o porque la hemos visto en las portadas de las revistas o porque nos vende el pan en el almacén de la esquina.

No puedes conocer de verdad a las personas o a las ciudades a menos que camines por sus propios caminos… o que te pongas en sus mismos zapatos.

Ya sentada en el avión, le imploré a Dios que me concediera el milagro de viajar sin compañero de asiento. Estuvo a punto. En el último minuto antes del “cross check y reportar”, llegó la convidada de piedra… En este caso, una señora ya mayor. No tan mayor como mi abuela, pero bien parecida a su versión de hace veinte años atrás. Me sonrió, yo le sonreí de vuelta y se sentó a mi lado silenciosamente. No pronunció palabra en las ocho horas de viaje.  Yo tampoco. No era necesario. Cada una se inventó su propia historia de la otra. Y está bien así. No todos los días se puede andar en persona por Nueva York. Y yo acababa de estar allí.

 

martes, 13 de agosto de 2013

Sincronía


 
Desde hace casi un año, recibo todos los días en la bandeja de entrada de mi Outlook las “Notes from the Universe” (Notas del Universo), escritas por Mike Dooley (si quieren saber más pueden ir a www.tut.com ). Se trata de breves mensajes que se supone te envía el universo en los que te recuerda quién eres, que no estás solo y por qué estás donde estás. Son frases simples, directas, divertidas e increíblemente sincrónicas.  Es asombroso cómo invariablemente esas palabras me dicen lo que justo necesitaba escuchar en ese momento. Y esto no sólo me pasa a mí… Interactuando con algunos miembros de la comunidad que sigue a Mike y que regularmente reciben estos  mensajes, me he dado cuenta que el fenómeno de la sincronía a través de las “Notes from the Universe” es algo habitualmente experimentado por varios de ellos.
La sincronía es esa sensación similar a la que experimentamos cuando estamos armando un rompecabezas de 1500 piezas y justo tomamos –entre las cientos de piezas esparcidas por ahí- la que calza precisa y perfectamente en el espacio que queríamos llenar. Y entonces aullamos de gozo, de placer, de alegría y también de incredulidad.

Sucede que habitualmente experimentamos la sincronía como si fuera una coincidencia al azar, una bendición que cayó del cielo, un milagro venido del más allá, una especie de manifestación mágica y esotérica de la vida. Algo que recibimos con los ojos bien abiertos y la mandíbula bien abajo, pero frente a lo que nos sentimos ajenos, al margen, convencidos de que efectivamente no hicimos nada para que ocurriera.
Bueno ¿quieren que les diga algo? Craso error pensar así. Porque en verdad, lo que yo creo es que estamos llenos, rodeados, sitiados y asediados por experiencias sincrónicas que nosotros mismos hemos creado para nosotros mismos. Lo que pasa es que no las vemos, no las reconocemos y lo que es mucho peor… ¡las negamos! Es lo mismo que sucede con esas viejas radio cassettes que tienen sucio el cabezal,  no pueden leer correctamente los códigos de la cinta magnética y por lo tanto ¡la música no puede sonar!

Hoy les digo en pleno uso de mis facultades mentales que nuestra vida es una sincronía. Una sincronía entera, perfecta, de principio a fin. Para empezar a reconocerla y disfrutarla como tal -y para definitivamente limpiar nuestro cabezal- hay un solo secreto: confiar.  
Confía en ti, en lo que quieres, en lo que crees, en lo que sientes. Confía en tu intuición, en tus corazonadas, en tus tincadas. Confía en que la vida que quieres tener es la vida que te mereces. Confía en que si ya sabes dónde quieres llegar, no tienes que preocuparte exageradamente en cómo hacerlo, no te adelantes tanto a la jugada, no quieras controlar todos los detalles. Confía, porque el camino se te mostrará sólo, las coincidencias estarán a la orden del día, te toparás con la persona indicada, vas a escuchar las palabras precisas, el despertador sonará justo a tiempo, el clima será perfecto y recibirás la llamada correcta.

Pero sobre todo, confía cuando parezca que las cosas salieron al revés, porque es en esos momentos cuando la sincronía hace su pega más ingrata… pero lejos la más valiosa.

lunes, 12 de agosto de 2013

El poder de los introvertidos


Ilustración: Paulina Gaete
 
Hace no mucho tiempo, en un país extranjero de habla inglesa tuve un encuentro se esos que te marcan. Estaba paseando por una famosísima tienda de supermercado que se jacta de tener precios bajos “siempre”, cuando me tocó pasar con mi carrito atiborrado de “Non Food” por la sección de los libros. Debo aclarar que particularmente en mi caso, las grandes esperanzas que tengo cuando voy al supermercado tienen que ver más bien con que las lechugas orgánicas estén frescas y con que haya una buena promoción de detergentes…  Porque, honestamente, no guardo ningún tipo de expectativa con respecto a efectuar algún hallazgo literario de cierta relevancia.
Sin embargo - y como ya se ha hecho habitual en mi experiencia- la vida siempre se encargado de abofetear mi prejuiciosa pseudo-sabiduría con sólidos desmentidos. Resulta que allí, refulgiendo en medio de una banal góndola de supermercado encontré una verdadera joya de libro: “Quiet” de Susan Cain, con un subtítulo que traducido reza más o menos así: “El poder de los introvertidos en un mundo que no puede parar de hablar”.

Me acordé de tantas personas que conozco que son así pa’dentro, como se dice vulgarmente. Me acordé de mi misma, cuando hace mucho, mucho tiempo solía ser así… Lamentablemente ahora es la verborrea la que me comanda. Y digo lamentablemente porque luego de leer este bestseller del New York Times, en verdad que me dieron ganas de “cerrar el pico” de por vida y dejar de pensar en voz alta de una buena vez.  Pero en mi caso ya es tarde, estoy vieja, mañosa y hablar me ayuda a no subir de peso porque me mantiene la boca ocupada con ideas en vez de chocolate.
Y entonces decidí que ésa sería mi bandera de lucha: abogar por la reivindicación de los introvertidos. “¡Qué vivan los callados!” “¡Hurra por los que piensan antes de hablar!” “¡Bravo por los que hacen y no por los que sólo se quedan en el bla bla!”… ¿Quién dijo que teníamos que ser todos extrovertidos? El mundo sería un agote, con puros floreritos interrumpiéndose unos a otros debido a su incontinencia verbal. ¿Por qué cuando estás en el colegio –sobre todo en los colegios de ahora- es tan sobre valorado el  ser comunicativo? Y entiéndanme bien. No estoy en contra que se valore… sino que se sobre valore.

Porque en esta historia… en esta triste historia, diría yo, a aquellos desafortunados alumnos con escaso talento para la cháchara… “que Dios los pille confesados”.  He sido testigo de cómo algunos profesores tratan a los introvertidos como personalidades de segunda clase y son capaces de escandalizarse porque a un niño le “gusta el silencio y se molesta cuando su compañero de banco habla hasta por los codos”… “No es normal”, me han dicho… “además, él es taaaaan silenciosamente callado”, agregan como si estuvieran hablando de una enfermedad contagiosa e incurable.
Y yo repito aquí lo que le dije aquella vez a esa singular maestra que tuvo la tupé de decirme lo que acabo de transcribir: “Con todo respeto, Señorita… No lo estrese, estimúlelo; no lo condene, valídelo; no le tenga pena, valórelo. Celébrele su capacidad de reflexión; aprenda de su habilidad de introspección; elogie su mesura; respete su individualidad; ayúdelo a ser la mejor versión de sí mismo… y ¡Nunca! ¡Nunca! lo subestime”.

No niego aquí que las habilidades sociales deben desarrollarse… pero eso no significa que la introversión deba considerarse como un “defecto” que necesita “curarse”. Para nada. Nuestro mundo necesita de todo: extrovertidos e introvertidos, pero tal como dice Susan Cain en su libro “Quiet”, tan a menudo cometemos el error de abrazar el ideal de la extroversión como si fuera el único camino. La historia de la humanidad está llena de ejemplos de cómo grandes ideas, espectaculares obras de arte e invenciones revolucionarias,  provinieron de personas calladas e introvertidas que supieron sintonizar con sus mundos internos encontrando allí grandes tesoros: Sir Isaac Newton; Albert Einstein; Frédéric Chopin; Marcel Proust; Goerge Orwell; Theodor Geisel (Dr. Seuss), Charles Schulz; Steven Spielberg, Larry Page y J.K. Rowling, entre otros.
Los dejo con una hermosa cita de Anaïs Nin: “Nuestra cultura ha hecho que sea una virtud vivir de manera extrovertida. Desincentivamos los viajes introspectivos y la búsqueda de un centro interno... Hemos perdido nuestro centro y debemos encontrarlo nuevamente”.




viernes, 9 de agosto de 2013

Esos barrios de antes


Ilustración: Paulina Gaete.
Ayer fui a la cuarta jornada de “Antofagasta Ciudad Creativa: ¡Cuidado! Creativos Pensando”, una instancia que busca contribuir al fortalecimiento del sector de las Industrias Creativas en nuestra ciudad. El encuentro consistía en un foro-panel titulado “Arte y revitalización de barrios”. Se hablaron muchas cosas interesantes, pero se me quedó dando vueltas en la cabeza el concepto de barrio al que se refirieron los panelistas. Ese barrio de antes donde uno jugaba a las tacitas en la vereda de la casa, donde se le vendía jugo de sobre a la señora de la esquina y donde no era inusual partir a pedirle una taza de azúcar a la vecina buena onda.
Y mientras escuchaba hablar a los especialistas, tuve un nostálgico flashback y en mi pantalla mental comenzaron a desfilar interminables imágenes de esos años deliciosos. Yo nací y crecí en Santiago y tuve la suerte de criarme en uno de esos barrios de antes. Me acordé de largos y calurosos veranos en los que no había presupuesto para vacaciones pero a nadie le importaba mucho porque teníamos una manguera… y eso era suficiente. Hasta que un día mi papá rescató de la casa de mis abuelos un roñoso pero amplio bote de goma que se convirtió en la “alberca” más lujosa de la cuadra. En ella chapotearon todos los amigos y algunos no tan amigos de la vecindad: el Pat’e Cumbia, la Patty, el Colorín de la Casa Grande y el Enano Maldito, que una vez le dejó el ojo morado a mi primo porque éste tuvo la mala idea de decirle que su bicicleta Caloi último modelo era de niñita…

Cómo disfrutábamos cuándo sentados en la cuneta justo debajo del aromo de la casa de la Señora Bebé, esperábamos al heladero que pasaba rigurosamente todas las tardes a eso de las tres y cuarto, tocando las campanillas de su carrito. El Colorín de la Casa Grande siempre se compraba el hit del momento: el recién salido “Cone” de Bresler… Todos lo envidiaban. Pero a mí no me importaba porque yo sólo era feliz con el helado de agua de naranja, el que sorbeteaba escandalosamente hasta chuparle toda la anilina y dejar adherido al palito de madera sólo un breve pedazo de hielo tan blanco como la nieve… Y entonces me iba corriendo desesperada a mi casa para sacar la lengua frente al espejo del baño y descubrir con enorme placer que el “amarillo crepúsculo” me había teñido hasta la más recóndita de mis papilas gustativas.  
Por allá lejos andaba, en el barrio de mi infancia, cuando de repente me percaté que el foro-panel se había terminado. De golpe volví al 8 de agosto de 2013 en Antofagasta. Agarré mis cosas apurada  y me acordé que la Baby Sitter podía cuidarme a mis hijos sólo hasta las nueve y media.  Me fui caminando al estacionamiento con una sensación calientita en el alma.

Apenas me subí al auto, me acordé que no tenía dinero en efectivo en la billetera para pagarle a la Baby Sitter. Manejé hasta el Cajero Automático más cercano, inserté la tarjeta Redbank, metí mi clave y crucé los dedos para que la bendita maquinita me diera el monto solicitado. Gracias a Dios lo hizo. Me volví a subir al auto y descubrí con angustia que estaba a punto de quedarme sin bencina. ¡Maldición! Necesitaba una estación de servicio ¡ya!… Llegué rezando a la bomba de la Avenida Angamos y me bajé rauda porque es autoservicio. Metí la tarjeta de débito, saqué la tarjeta de débito, ingresé el monto, la clave, el tipo de octanaje, enchufé el pitón en el estanque del auto y mil, diez mil, veinte mil, treinta mil, cuarenta mil pesos después... stop. Retiré el pitón, retiré el comprobante de pago, retiré la boleta fiscal y leí en la pantallita: “Muchas gracias por haber venido a Copec”.
Por tercera vez en menos de 10 minutos me volví a subir al auto. Eran las nueve treinta y cinco PM. Pero antes de echar a andar el motor, me tuve que sacar la chaqueta porque tenía calor. Llamé a la Baby Sitter, le dije que iba llegando, que estaba en la casa en 5 minutos. Mentí. Me demoré exactamente 3 minutos y 47 segundos en llegar a mi casa. La Baby Sitter me estaba esperando con la puerta abierta. Le pregunté cómo se habían portado los niños, me dijo que bien aunque mi hija más chica había tosido varias veces, lo que significaba que una “amena” noche me esperaba. Le pagué y se fue.

La casa estaba en penumbras y en silencio. Entré al living, dejé mi bolso en el sillón floreado y no sé por qué cuando pasé frente al espejo que está en el comedor me dio por abrir la boca y sacar la lengua… pero el "amarillo crepúsculo" ya se había ido.

jueves, 8 de agosto de 2013

Tu boquita de cereza y esa lengua depilada


Ilustración: Paulina Gaete.

Quizá más de alguno habrá leído el libro “Los Cuatro Acuerdos” del  mexicano y tolteca don Miguel Ruiz… Si no, se los recomiendo. Excelente libro. Breve, simple y duro y al hueso. Es un best seller, traducido a varios idiomas y contando casi una veintena de ediciones en español. Bueno, desde que leí ese libro, se me incrustó como un puñal en el corazón el primer acuerdo: “Sé impecable con tus palabras”, donde el autor nos abre los ojos con respecto a hablar con integridad, decir solamente lo que queremos decir, evitar vilipendiar a los demás y –aquí viene lo que más me golpeó- captar profundamente el asombroso poder de las palabras. Porque en verdad, poco nos detenemos a entender que las palabras “constituyen el poder que tenemos para crear”.
Al principio suena raro, pero en realidad, lo raro es que no nos hayamos percatado antes de este poder inconmensurable. Porque podemos ver a las palabras sólo como simples símbolos y sonidos, pero como dice el libro, ellas “son una fuerza; constituyen el poder que tienes para expresar y comunicar, para pensar y en consecuencia para crear los acontecimientos de tu vida”.

Durante los últimos años, debo confesarlo, he estado medio obsesionada tratando de entender el proceso creativo de este universo o de este espacio-tiempo en que nos encontramos. Y cuando hablo de proceso creativo me refiero a cómo es creada -o más bien- a cómo creamos esta realidad, nuestra realidad. ¿Por qué nos pasa lo que nos pasa? ¿Por qué mi vida es así y tu vida es asá?  Y… en fin, miles de preguntas así medio trasnochadas que se me han ido atropellando unas a otras en la cabeza.
Está claro que las conexiones sinápticas de mis humildes neuronas no han sido suficientes para develar estos intrincados misterios, pero sí de vez en cuando me he encontrado con estas valiosas “stepping stones”  o peldaños de avance (sé que es un poco siútico poner estos anglicismos pero no puedo evitarlo ¡me encantan!) que estimulan la sinapsis y poco a poco me van abriendo el entendimiento. Uno de estos peldaños fue este primer acuerdo que nos da a conocer Miguel Ruiz.

A ver si puedo explicar cómo lo entiendo: nuestra realidad es. Así, sin nombre y menos aún apellido. Es no más. Lo que nosotros hacemos con las palabras es que vamos bautizando y etiquetando lo que vemos, lo que sentimos, lo que pensamos. Al árbol le llamamos árbol, al cielo, cielo, a la nube, nube. En una segunda etapa podríamos estar hablando del árbol “frondoso”, del cielo “maravilloso” o de la nube “amenazante”… Nuestra percepción se manifiesta a través de nuestras palabras y al mismo tiempo va creando nuestra realidad. Y las palabras constituyen la varita mágica de todo este proceso. Y esta magia de las palabras es tan poderosa que “una sola palabra puede cambiar una vida o destruir  millones de personas”.
La invitación, finalmente, es a utilizar las palabras de la forma correcta. Ojalá que todo lo que digas esté relacionado con la realidad que quieres crear para ti. Es fácil traicionarse, por eso cumplir este primer acuerdo no es un desafío menor. A veces ufanarse de ser una persona sin pelos en la lengua puede ir en contra de este cuarto acuerdo y puede estar ayudándote a crear una realidad que en verdad no quieres para ti. Que de tu boquita de cereza salga puro amor y alegría y... olvídate de depilarte la lengua.

miércoles, 7 de agosto de 2013

"When you know better, you do better"


“When you know better, you do better”. Estaba escuchando a Oprah Whinfrey, la famosa presentadora norteamericana y cómo ella se recordaba de esas palabras que una vez le dijo la escritora Maya Angelou… “When you know better, you do better”… Algo así como “Mientras mejor sabes, mejor haces”. Me impactó, porque la ley de la vida es esa: cuando somos más jóvenes pensamos cosas, hacemos cosas y decimos cosas que a veces con el tiempo se nos desdibujan y se vuelven tan absurdas que a uno no le queda más que darse cabezazos en la pared y preguntarse con la cara ardiendo en vergüenza y arrepentimiento… “¡¿Cómo fui tan tonta!?” “¿Cómo pude decirle eso?”, “¿Por qué hice algo tan estúpido?” “¿Cómo no me di cuenta?”.
Y entonces, pueden pasar semanas, meses, e incluso años sintiendo el tortuoso martilleo del fastidioso Pepe Grillo que todos tenemos dentro murmurando palabras condenatorias y apuntándonos con su largo dedo acusador. Y en cierta forma nos volvemos prisioneros de nosotros mismos, de nuestra severidad, de nuestra rigidez y de nuestra ab-so-lu-ta-men-te nula autocompasión.

Hiciste lo mejor que pudiste con lo que tenías, con lo que sabías, con lo que creías. Punto. No te juzgues duro… compréndete y –aunque suene raro- empatiza contigo. No te condenes, amnistíate. No te angusties, agradécete. Porque aunque hoy pienses que lo sucedido en el pasado fue un error… no lo fue. Para nada. En verdad, fue perfecto y fue simplemente… lo que tenía que ser.
Cada uno de nosotros está dando su mejor batalla… Me encanta esa frase, porque cada vez que la digo me siento un poco más suelta de mis propias cadenas y más liviana de mis propios lastres. En verdad, confieso que he pecado… que he cometido varios errores… bueno, muuuchos errores... pero mirarlos desde esta nueva perspectiva me hace valorar su existencia… Y liberarme. Por fin liberarme (Imaginen que en esta parte del relato comienza a sonar la canción Freedom de George Michael, pero la parte del coro...)

El gran regalo de todo esto, es que en la medida en que me voy liberando y que me voy perdonando… solito el corazón empieza a liberar y a perdonar a aquellos con quienes teníamos cuentas pendientes, aquellos que también hicieron lo mejor que podían con lo que tenían, con lo que sabían y con lo que creían.
La gran Oprah termina diciendo: “No tienes que ser un rehén de la persona que eras o de las cosas que hacías… Porque… ¿Quién ha vivido sin cometer errores?”...  Y finalmente agrega que “no debes juzgarte por ser la persona que fuiste, sino por ser la persona que estás tratando de ser…”


 
Si quieren ver el testimonio de Oprah Winphrey, sigan este enlace:     Oprah Winfrey's                

martes, 6 de agosto de 2013

El sol sale para todos


El sol sale para todos. Y eso en la ciudad de Antofagasta, instalada en pleno desierto –pero no cualquier desierto, sino el más árido del mundo- es una verdad aún más potente. A propósito del tema de la depresión, que se convirtió en trending topic todos-ya-sabemos-por-qué, escuché un par de datos que no me dejaron indiferente: algunos países con prolongados inviernos con poca luz natural (como Dinamarca y Noruega) tienen las más altas tasas de depresión y suicidios en el mundo. Es lo que los especialistas llaman depresión estacional. Así, a primera vista parece lógico,  y aunque hay gusto para todo, los días grises, fríos y más cortos del invierno en general no parecen tan estimulantes como aquellas jornadas donde predomina un sol brillante, con temperaturas más cálidas y donde hay mucho más rato para disfrutar de la luz natural.

Claro está que el tema lumínico no es el único factor que gatilla síntomas depresión en el ser humano, obviamente tampoco es el más preponderante. Y peor aún, ni siquiera  vivir en un lugar donde se dan condiciones privilegiadas en cuanto a la presencia del Astro Rey en el cielo, garantiza mayores índices de felicidad en sus habitantes. Es cierto, los estudios serios al respecto escasean, y me atrevo a decir que no hay, sobre todo, aquellos que se refieran en forma específica a nuestra querida Antofagasta.

Sin embargo al conversar con especialistas locales sobre el estado anímico general de los antofagastinos, ellos deslizan cuidadosa y sutilmente una realidad que ven a diario en sus consultas: en esta ciudad la depresión estaría a la orden del día. Está bien, estas son palabras mías, las que yo inferí luego de mis conversaciones con los doctores. Y vuelvo a insistir, ni ellos ni yo tenemos datos duros para respaldar esta visión. Pero ellos cuentan con su experiencia clínica… y yo, bueno, con mi sentido común, con mi percepción personal del tema, con mi deambular diario por esta ciudad y con las interacciones que tengo con el resto de los antofagastinos. Y raya para la suma, lo que me queda en la retina no es precisamente que estoy rodeada de gente alegre, ni entusiasta, ni optimista… para nada.

La pregunta es por qué… Qué nos falta para ser más felices, para ser más agradecidos de la vida, para tener más confianza en nosotros mismos, para vibrar con las oportunidades que se nos presentan.

Si la felicidad la estamos buscando fuera de nosotros, la respuesta es de Perogrullo: nos falta todo: plata, autos, cuerpos hermosos, televisores, I-Pads, I-Phones, nos faltan mejores calles, más oportunidades laborales, más igualdad social, mejores esposas, maridos más dadivosos y cariñosos, hijos más responsables y estudiosos, profesores más amorosos, vecinos más considerados, jardines más verdes, flores más baratas… en fin la lista es interminable e inalcanzable.

La buena noticia es que si la felicidad la buscamos dentro de nosotros… en verdad, no nos falta nada.  Tenemos todo para ser felices, para disfrutar la vida, para reírnos más, para encontrarle el lado amable a lo que nos toca experimentar.  Por diseño de fábrica los seres humanos venimos al mundo programados para gozar, para ver lo bueno en vez de lo malo, para que el vaso siempre nos parezca medio lleno. Por defecto, tenemos la capacidad para detenernos y entender que la vida no es sólo “lo que nos sucede”, sino que tenemos plena potestad para escoger “cómo nos sucede”. Cada una de las elecciones que yo haga con respecto a lo que me pasa va a determinar cómo va a ser mi vida. En otras palabras va a crear mi vida. Y si nos damos cuenta que permanentemente estamos ejerciendo nuestro derecho a elegir qué pensar, a elegir cómo reaccionar y finalmente elegir qué creer…  entonces… Elijamos sabiamente. Elijamos lo que nos conviene. Elijamos lo que nos haga sentir bien. Elijamos lo que nos ayude a progresar. Elijamos lo que nos haga más felices.

Elijamos ver el sol… porque el sol sale para todos.    

Ilustración: Paulina Gaete.