lunes, 24 de agosto de 2015

Dolor-risa

Hace ya bastantes años, tenía un amigo que era tan divertido que acuñó el concepto de dolor-risa. Era un concepto raro y contradictorio, pero por lo mismo lo encontré muy interesante. El dolor–risa se refería a todas aquellas situaciones de dolor físico o emocional en que la incomodidad es tan extraña que no sabes si reír o llorar. Por ejemplo, cuando se duerme una pierna o un pie, o cuando te pegas en el epicóndilo medial, una prominencia  ósea ubicada en la articulación del codo y que popularmente se conoce como el “hueso de la risa”.

Pensándolo bien, resulta muy curioso que el dolor extremo (físico o emocional) y la risa desbocada terminen casi siempre en lo mismo: lágrimas. Debe ser porque tanto la pena como la risa, lavan, limpian y te hacen mejor persona. Cada una a su modo te va moldeando y constituyen sendas caras de una misma moneda.  ¿Se han fijado que a veces los niños son capaces de moverse rápidamente entre estos dos polos? No cesan aún de llorar desconsoladamente cuando en algún momento el llanto muta a una risa nerviosa e incontrolable, dejando perplejos a quienes los observan.

El fenómeno es parecido a lo que sucede con otras emociones ¿Cuándo la perseverancia se convierte en terquedad? ¿En qué momento una persona consecuente se convierte en intransigente? ¿En qué punto alguien amable se convierte en alguien servicial? ¿O alguien seguro de sí mismo se vuelve arrogante? ¿O una persona paciente se transforma en pasiva?  ¿O alguien ordenado en un maniático? En algún instante, lo que empieza como una característica positiva se transforma en algo negativo. La pregunta es ¿En qué momento?  ¿Dónde dibujamos la raya?

No tengo la respuesta definitiva. Sólo ensayo algunas propuestas: el sentido común puede ser una útil herramienta para resolver estos casos, pero si entendemos el sentido común como el “modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas” (así lo define la Real Academia Española), resulta un concepto muy volátil. Quizá otra forma de establecer la diferencia es hacerse consciente entre lo que te hace bien y lo que te hace mal, entre lo que te fortalece y lo que te debilita.


Como dice David Hawkins en su libro “El poder contra la fuerza”: “diferenciar entre los patrones de alta y baja energía es una cuestión de percepción y discriminación que la mayoría de nosotros aprende dolorosamente a base de la experiencia”.  En otras palabras, aprendemos a porrazos, a prueba y error, pero con el tiempo nos vamos sofisticando y haciendo más expertos. El tercer párrafo de esta columna basta para hacernos más conscientes y empezar a incrementar el poder interno de cada uno con el fin de elegir con qué emoción queremos quedarnos. Para que el dolor-risa empiece a ser menos dolor y mucho más risa. 

Momentos insignificantes


La vida está llena de instantes pequeños, aparentemente insignificantes. Momentos  minúsculos, que pareciera que no valen nada. Son como soplos de tiempo que creemos tan intrascendentes que por lo mismo son desestimados y mirados incluso con indiferencia y desdén.    

Subir las escaleras, lavar la loza, caminar por la calle, esperar la luz verde del semáforo, pelar una manzana, abrocharse los cordones, lavarse las manos, hacer una fila, poner la mesa, subirse al ascensor, abrir la puerta de la casa… Todos ellos, entre miles de otros, son momentos a los que les damos muy poca importancia. Claro, al lado de los grandes acontecimientos de la vida, los momentos insignificantes constituyen la parte no contada de la historia y por lo mismo pareciera como que no existieran.

Error.

No sólo existen. Sino que, después de todo, no son tan insignificantes como pensamos. Porque veámoslo de este modo: en términos de cantidad, los momentos insignificantes son muchísimos más que los sucesos rimbombantes de nuestra vida, por lo tanto, acumulados en la historia particular de cada uno, lo insignificante adquiere cierta trascendencia que se puede aprender valorar sólo con la perspectiva que da el paso del tiempo.

Suele suceder, que tendemos a subestimar los momentos insignificantes… a tal punto que cuando aparecen, ponemos la vida en pausa y los usamos sólo como la sala de espera de los eventos más importantes, como si nuestra existencia sólo estuviera hecha de lo grandioso. Sin embargo, la manera cómo vivamos esos momentos insignificantes va a determinar cómo experimentamos finalmente nuestra vida. Si tales instantes los vivimos en la inconciencia, por ejemplo, negando el momento insignificante con la mala costumbre de anticiparnos a un futuro que aún no llega, la consecuencia es que nos mantendremos inconscientes la mayor parte de nuestra vida, añorando lo que está por venir y dejando de estar en el único espacio que tenemos para existir: el presente.


Y entonces, llegamos al verdadero regalo que nos ofrecen los momentos insignificantes: si éstos son correctamente apreciados se pueden convertir en un portal del porte de un coliseo para aprender a estar en el aquí y ahora. Es más, gracias a su frugalidad, simpleza y sencillez,  constituyen una oportunidad única para ejercitar nuestra capacidad de estar realmente presentes en el presente… que al final del día, es la única receta para vivir la vida a concho y para –de manera sorprendente- transformar lo insignificante… en grandioso.  

Conectar los puntos

No es necesario entender todo de inmediato. A veces es bueno seguir avanzando a pesar de las interrogantes y aunque no estemos seguros de por qué hacemos lo que hacemos o de por qué nos sucede lo que nos sucede. Las cosas no siempre tienen una explicación instantánea. En ocasiones a la vida le gusta jugar al misterio y se guarda para más adelante las razones de por qué las cosas son como son.

Como en esos dibujos en los que hay que conectar los puntos. Sólo en la medida en que los vas conectando vas entendiendo de qué se trata la imagen completa. No antes, porque al unir un punto con otro, sólo trazas una línea recta y esa línea recta nunca es suficiente para explicar el dibujo en su totalidad. Por eso, más importante que obsesionarse por entender, hay que simplemente trazar la línea, o sea, vivir lo que hay que vivir. Ese proceso no es más que un acto de fe que tiene relación con la capacidad de confiar en nuestra intuición y, de alguna forma, tiene que ver también con esa manoseada frase que todos hemos pronunciado en más de una oportunidad: “Por algo pasan las cosas”.

El legendario Steve Jobs, en el famoso discurso que pronunció durante la ceremonia de graduación de la Universidad de Stanford en el año 2005, ejemplifica lo que quiero decir, al señalar que él nunca se graduó de ninguna carrera, pues decidió abandonar sus estudios universitarios. Relata que cuando lo hizo, tuvo tiempo para poder tomar algunos ramos sólo por gusto. Siguiendo su instinto y curiosidad, se inscribió en el curso de caligrafía. Allí aprendió y se fascinó con las diferentes tipografías. En ese momento, dicho curso no presentaba ningún valor ni aplicación práctica en su vida, sin embargo, diez años después, cuando Jobs estaba diseñando el primer computador Macintosh, todo encajó. Ése fue el primer computador que incorporaba una amplia variedad de hermosas tipografías…  Jobs lo explica textualmente en su alocución: “Y como Windows no hizo más que copiar el Mac, es probable que ningún computador personal las tuviera ahora. Si nunca hubiera decidido dejar mi carrera, no habría entrado en esa clase de caligrafía y los computadores personales no tendrían la maravillosa tipografía que hoy poseen”.

El mensaje de Steve Jobs agrega que “no puedes conectar los puntos hacia adelante, sólo puedes hacerlo mirando hacia atrás. Así que hay que confiar en que los puntos se conectarán alguna vez en el futuro. Tienes que confiar en algo, tu instinto, el destino, la vida, el karma, lo que sea”.

Conectar los puntos tiene que ver con dejar fluir, pero no en el sentido erróneo de dejar pasar la vida como si fuéramos unas simples veletas a merced del oleaje y el viento… No… Se trata de dejar fluir, guiados por nuestra intuición. Por esa voz interna que a veces cuesta tanto escuchar pero que al final del día es el impulso que nos hará mover el lápiz para que los puntos de nuestra vida puedan, en algún momento, conectarse y tener, eventualmente, todo el sentido del mundo.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Batallas inútiles

A veces no es necesario dar la batalla. Con sólo bajar los brazos basta para que la pena se acabe, la rabia se desvanezca o para que el problema que parecía tan grande se haga insignificante. La resistencia hace que lo que nos molesta crezca y se desproporcione. La resistencia es esa parte testaruda que cada uno tiene y que se activa cuando uno se siente amenazado. Pero resulta que la mayoría de las amenazas no son reales, son simplemente interpretaciones subjetivas de situaciones o hechos que nos toca vivir.  Eckhart Tolle, dice en varios de sus libros que “todo aquello contra lo cual luchamos se fortalece y aquello contra lo cual nos resistimos, persiste”. William Ospina lo explicó magistralmente en este brevísimo cuento:
“-Te devoraré- dijo la pantera.
-Peor para ti- dijo la espada.”

Hace mucho tiempo, yo tenía una amiga quien me dijo una vez: “yo siempre ando con la escopeta cargada… es la única forma que te respeten”. En su momento y en mi ignorancia y falta total de experiencia y de visión, encontré que su actitud era genial. A poco andar, caí en cuenta que ser amiga de mi amiga era agotador: peleaba con todo el mundo, era pesada, agresiva, hiriente y respondía mal. Sí, al principio parecía como si ella provocara respeto, pero en realidad lo único que infundía era miedo, pues miraba a todo el mundo como enemigo potencial y la gente –obvio- la evitaba. Dejé de ser su amiga cuando entendí que la peor enemiga de mi amiga era ella misma y que ésa era la única pelea real que ella tenía que dar.

La vida no es un campo de batalla, aunque muchas veces parezca que sí. Si entendemos nuestra existencia como un lugar de combate, inevitablemente tendemos a dividir el mundo entre buenos y malos y nuestro objetivo siempre será liquidar al enemigo: "ellos o nosotros”. Pero no olvidemos que según la ley del espejo, los enemigos que vemos afuera, son en realidad un reflejo de los enemigos que tenemos adentro.

Por eso, las verdaderas batallas son siempre íntimas y personales. Lo único que tienen que hacer los auténticos guerreros es vencerse es a sí mismos. Lo irónico es que para vencerse a uno mismo ¡no hay que dar ninguna batalla!... basta simplemente con bajar los brazos, aceptar, soltar y dejar ir. Cuando sueltas, te liberas y te das cuenta que el problema nunca existió realmente, más que en tu propio universo personal. Lo que sucede finalmente, es que si uno está en paz con uno mismo no tendrá ninguna necesidad de declararle la guerra a nadie, ni de emprender batallas que son francamente… inútiles.


lunes, 3 de agosto de 2015

Descachurearse

Luego de unos días lejos por las vacaciones de invierno, llegué feliz de vuelta a mi casa. Apenas abrí la puerta de entrada me quedé un par de segundos impregnando mis pulmones con el delicioso olor a hogar-dulce-hogar, luego eché un vistazo a mi alrededor y fue entonces cuando la genial idea se incrustó en mi mente: “mañana mismo le hago un aseo profundo y un orden radical a esta casa. Ya van a ver...”

¿Por qué las mujeres tenemos que embarcarnos en tamañas empresas? ¿No puede ser sólo un simple “aseo” o un “orden”, así a secas? ¿Por qué tenemos que adjetivar tan vehemente todo lo que hacemos? ¿Por qué lo que pudo ser una simple declaración de intenciones adquiere las dimensiones de una cruzada épica? No lo sé. El caso es que a la mañana siguiente yo figuraba enfundada en la ropa más roñosa que tengo y daba inicio a lo que durante los próximos tres días se convertiría en mi obsesión: limpiar, ordenar y –como se dice en buen chileno- descachurear.

Con la limpieza y el orden no había mayor drama. Pero lo que sí se convirtió en una pesadilla de proporciones, fue el desgarrador proceso de descachureamiento. Pocas cosas hay tan traumáticas como el deshacerse de algo que alguna vez formó parte de nuestra vida. Aunque esté arrumbado en la bodega, o empolvado al fondo del closet, o uno no lo haya usado en los últimos 10 años. Por alguna misteriosa razón cuando llega la hora de desprenderse de lo que ya no sirve o no se usa emerge una curiosa resistencia que, créanme, no es fácil de superar.

Entonces, en medio del caos que se convirtió mi casa una vez que hube desocupado todos los closets, estantes, cajones y bodegas; cuando ya mis hijos se habían deleitado abriendo y vaciando cuanta caja “llena de sorpresas” encontraban; cuando todo, ab-so-lu-ta-men-te-to-do, estuvo fuera de lugar, yo me senté en una esquina… y me puse a llorar. 

No sabía por dónde empezar y admití que necesitaba ayuda. Me senté frente al computador y luego de un rato buceando en Internet descubrí que en la lista de los Best Sellers del “New York Times”, estaba el libro “La magia transformadora de ordenar: el arte japonés de eliminar el desorden y organizar”, de Marie Kondo.

El libro es entretenido y explica la energía que hay detrás de esta necesidad de acumular cosas y de por qué cuesta tanto desprenderse de lo que ya no nos presta ninguna utilidad. Pero hay una frase que se me grabó a fuego y que sugiere que al momento de descachurearnos, “más que enfocarnos en lo que vamos a descartar, debemos poner énfasis en lo que queremos guardar”. Hacer foco en lo que se queda, no en lo que se va. Es la misma lógica de ver el vaso medio lleno en vez de verlo medio vacío. Un simple concepto que cambia radicalmente la perspectiva y que permite no sólo descachurear la casa… sino la vida entera.

Remezones

No sólo la tierra se remece de vez en cuando. También las placas tectónicas que conforman nuestro mundo personal y privado se mueven cada cierto tiempo para reacomodarse.  Y es necesario que sea así. Los llamados remezones de la vida ayudan a ordenar las prioridades que con el tranco diario se van poco a poco alborotando y desencajando. Los remezones balancean y ajustan lo que andaba por ahí medio desubicado, perdido y desorientado.

Porque en este sueño que es vivir, los soñantes ni siquiera sospechamos que pululamos dormidos, viviendo medio inconscientes o inconscientes completos. Los remezones tienden a despertarnos y a sacarnos de la somnolencia… aunque sea por breves instantes. Un destello de cordura basta para iluminar una vida entera y por lo general son tan potentes que iluminan más de una vida.

Lo malo está en que después de un tiempo el remezón tiende a olvidarse. Y el destello puede apagarse y con la oscuridad es probable que uno retome el sueño que estaba soñando antes del sobresalto. En esos casos, todo vuelve a ser como antes y la historia comienza de nuevo, igualita a como solía ser. Pero hay otros casos en los que el efecto del remezón dura para siempre. Es lo que sucede cuando uno se empeña en mantener la vigilia –cosa que no es fácil- y en cuidar que el candil no se apague. Al final, depende de que uno se lo tome en serio para que la vida sea como esos sueños lúcidos en los que el que sueña sabe que está soñando, y lo que es mejor, que puede soñar lo que él quiera.

El objetivo del remezón no es asustar, sino sólo remecer y reacomodar. Pero uno se asusta igual y el susto es lo que finalmente hace el milagro. Por eso los remezones son tan buenos, porque primero, además de despertarnos, nos ponen la piel de gallina y luego, esa misma piel se cae y muta y obligadamente se renueva.

Si la vida te ha regalado remezones, sabrás que depende de ti que valgan la pena. Sabrás también que con cada remezón se destraban algunos postigos, y por lo tanto, sabrás que el sol tendrá muchas más posibilidades de entrar a entibiarte el alma. Si la vida te ha regalado remezones, sabrás que de ahí en adelante el camino será más verdadero y sabrás también claramente cuáles son los errores que no volverás a cometer. Si la vida te ha regalado remezones, sabrás que al principio todo puede parecer duro, difícil e incluso muy triste, pero con el tiempo –quizá mucho tiempo- uno siempre termina entendiendo que ante un remezón lo único que puede hacer es… agradecer.