miércoles, 20 de mayo de 2015

Silencio

Es difícil conectarse con el silencio hoy en día. Como que lo evitamos y le tenemos miedo.  Muy a menudo sucede que en una conversación los espacios silenciosos resultan incómodos. Y de puro perturbadores, uno los llena con lo que pilla: carraspeos, frases hechas, exclamaciones torpes y risas nerviosas… lo que sea que lo ahuyente, que lo haga desaparecer, que lo llene de ruido. Como si el silencio hiciera daño o conllevara algún tipo de maldición. Lo mismo ocurre cuando estamos solos: tendemos a abarrotarnos de bulla, con música, con el sonido de la radio o la televisión de fondo o con alguna conversación intrascendente que lo aniquile.

¿A qué le tenemos miedo? ¿Por qué no nos gusta el silencio? ¿Será porque el silencio nos obliga escucharnos a nosotros mismos? Si entendemos que el silencio es la ausencia de sonido, entonces al sonido  lo podemos definir también como la ausencia de silencio. Uno no puede existir sin el otro. Como en un cuadro, donde los trazos de pintura deben realizarse sobre algún soporte, el silencio puede entenderse como el lienzo sobre el cual se manifiesta el sonido. El silencio es primero. Como leí por ahí, es un “estado preliminar”, es un campo de potencialidad pura, donde conviven todas las posibilidades sonoras. En la música, por ejemplo, es donde se puede apreciar con mayor claridad que el silencio es tan importante como el sonido.

Sin embargo, en nuestra cotidianidad tendemos a sobreestimar el sonido y a infravalorar el silencio. Una vida sin silencios es tan esquizofrénica como una partitura sin pausas sonoras. El silencio es el oxígeno del sonido, es lo que permite que tenga vida y que se manifieste. El silencio ordena y sostiene. Es lo que hay debajo y tal como dijo el escritor Thomas Carlyle  “es el elemento en el que se forman todas las cosas grandes”.

Inevitablemente, desde la hondura abisal del silencio emerge siempre la creación. Pero cuesta mantener presente la idea de que el silencio ayuda a gestionar mejor la vida. Se nos olvida que el silencio es el punto de partida. Hemingway lo dijo de curiosa manera: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. Venimos del silencio y junto con aprender a llenarlo de ruidos, sonidos y palabras, nos olvidamos de su valor. Quizá porque el silencio es callado y no se escucha. Él nunca va a hacer un escándalo para llamar nuestra atención, sin embargo su ausencia es un suplicio ruidoso que conduce inevitablemente a la locura.

Por eso, tal como lo expresa Alejandro Jodorowsky, “procura que tus palabras sean tan bellas como tus silencios”. Toda la razón. Hay que reivindicar el silencio, porque el silencio es hermoso y sublime. Y cuando le das importancia y lo escuchas, tu realidad es mejor.  Honremos el silencio, dejemos de temerle, de esconderlo y de taparlo con lo que sea. Démosle más bien espacio y holgura y usémoslo para generar una vida más sana y verdadera, recordando lo que se dijo hace siglos: “los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”.

domingo, 10 de mayo de 2015

Una mamá llena de amor

Hay muchos sentimientos que se desarrollan cuando uno es madre. Amor incondicional, ternura, entrega, protección, entre otros. Pero hay un sentimiento que no tiene esa connotación positiva como los que acabo de mencionar, y sin embargo, la mayoría de las mamás hemos experimentado en alguna de sus más diversas formas. Me refiero a la culpa. Que levante la mano la madre que, en todos sus años de ejercicio maternal, nunca jamás se haya sentido culpable. Seguramente habrá algunas que podrán alzar la mano sin ningún remilgo... ¡Chicas, las felicito!, pero créanme: como ustedes hay muy pocas. Yo, ciertamente, no soy parte de la excepción. Más bien engroso la fila de la multitud de mamás a quienes la culpa (tanto en sus formas más grandilocuentes, como en sus manifestaciones más minúsculas) las ha invadido alguna vez de manera persistente y  majadera.

Si pudiera pedirle al tiempo que retrocediera, quizá, como mamá, haría varias cosas distintas. Ahora sé mucho más que lo que sabía antes, cuando empecé a recorrer el sendero de la maternidad. De todo lo que he ido aprendiendo, nada lo he sacado de ningún manual. Simplemente sé más, porque he vivido más. Las paltas no maduran más rápido porque las metemos en el microondas. Todo tiene su cadencia y su ritmo. Y la vida solita se va encargando de hacernos más sabias con el tiempo… y sólo con el tiempo.

Internalizar esta lógica, me ha ayudado a entender la vida desde una perspectiva mucho más templada: todo es como tiene que ser. Hoy y ayer. No tengo que cambiar nada, ni mis errores, ni mis desaciertos, ni mis penas, ni mis goles de media cancha. Todo eso junto y revuelto es lo que me ha enseñado lo que ahora sé y me ha hecho ser lo que ahora soy. Sin todo lo vivido, quizá no sería capaz de entender todo lo que ahora entiendo. Ni siquiera sería capaz de mirar atrás y ver los errores que ahora veo. Esa es la mejor señal que me indica que, bueno, algo he avanzado y que también, algo he crecido. Como persona, como mujer y como mamá.

Vistas así las cosas, los hijos se nos aparecen como maestros. Maestros que nos obligan a proceder aunque no estemos preparados. En realidad, pienso que nunca estamos preparados para nada. Ni para ser madres, ni padres, ni nada. Pero son los hijos los que nos van mostrando el camino. Con ellos hacemos la práctica y el internado, para luego esperar una titulación que en verdad nunca llega, porque siempre hay un nuevo curso, un nuevo doctorado, un nuevo post grado.

Creo que por eso me han salido estas palabras, porque además de decírmelas a mí misma, puedo decírselas a todas las madres que de alguna forma se identifican con las sensaciones  que aquí  he expuesto. Decirles que sí, que al igual que ellas, he sentido un millón de veces que lo pude haber hecho mejor. Sin embargo, permanecer en ese sentimiento por más de un breve instante, no me hace ningún favor. Ni a mí, ni a mis hijos, ni a mi familia… ni a nadie. No hay nada que tenga que volver a vivir de otra forma de cómo lo viví. Nada que no pueda mirar con la compasión que da la perspectiva del trecho andado. Perdonándome yo, libero a mis hijos de vivir con una mamá llena de culpas, y puedo entregarles lo que ellos más necesitan: una mamá llena de amor.

La vida en streaming

En esta sociedad de la información o era digital, se le denomina streaming  al proceso de transmisión de datos de manera continua. Se le llama también  difusión en flujo o lectura en tránsito. Para dejarlo bien en claro, la tecnología streaming permite ver o escuchar un archivo multimedia (audio o video), mientras éste se descarga. Con esto, se incrementa la rapidez y la instantaneidad en la entrega de la información.

Hoy, la vida es en streaming. Como dice el slogan de una importante cadena de noticias… “está  pasando, lo estás viendo”. En cierto sentido el streaming es similar al concepto de “en vivo y en directo”, con la diferencia que ya no es necesario llegar al lugar con un móvil y conectarse al satélite o transmitir vía microondas. Ahora siempre hay una cámara en el lugar indicado y en el momento preciso, y siempre hay alguien que sube a la web lo que esa cámara registró. Nunca antes tantas personas de lugares tan diversos habían presenciado de manera casi instantánea hechos tan singulares que ocurren en distintas partes del mundo. En menos de un mes, y entre otras cosas, hemos sido testigos del momento exacto en que comenzó la erupción de un volcán; vimos el instante preciso en que una avalancha arrasó con un campamento en la montaña más alta de la tierra; presenciamos cómo un terremoto fue in crescendo hasta convertirse en una tragedia con miles de muertos y observamos boquiabiertos la manera cómo un aluvión arrasó en cuestión de segundos con un poblado entero.

El mundo se ha achicado, pero la vida como experiencia se ha expandido. Con el ejemplo que acabo de dar, en sólo 30 días, hemos  visto más que lo que cualquier ser humano pre-era digital vio en toda su vida. Hoy las cosas ya no se cuentan, más bien se muestran, dejándonos con la sensación  de que lo que no está en la web, no existe. Quizá por eso uno mismo tiende a querer mostrar su vida también. Se postea el plato que voy a comer, el lugar en el que estoy, el estado de ánimo que tengo, el  corte de pelo que hice, y mil y una cosas más, quizá con la oculta creencia de que si mi vida no la posteo, no existe. Ya no basta sólo con vivir una experiencia, hay que mostrarle al mundo que uno la vivió.
Pero en realidad, siempre ha sido un poco así. Parte del valor de vivir una experiencia es, precisamente, contarla y compartirla. El punto es que hoy la vida en streaming permite que este proceso sea mucho más brutal: ya no sólo cuento lo que me pasó, lo muestro casi en tiempo real y al mismo tiempo veo en línea y al instante lo que le ha pasado a otros.


El mundo cambió y nunca volverá a ser lo que fue y por lo mismo, porque no hay nada permanente excepto el cambio, no creo que haya que temerle a la vida en streaming. Hay que acostumbrarse a ella y aprender a gestionarla, así como la humanidad se acostumbró a la llegada del automóvil o de la televisión, por poner un par de ejemplos. La vida en streaming nos conecta con nuestro entorno de una forma como nunca nos habíamos conectado antes… Sólo hay que procurar que esa conexión no nos desconecte de nosotros mismos. 

Prisioneros

Pensaba yo el otro día, en todas esas personas que están (o estamos) privados de libertad. Y no me refiero exclusivamente a aquellas que están físicamente tras las rejas, en una cárcel, porque sucede que los barrotes que cada uno de nosotros le pone a su propia vida, terminan por convertirse a veces en las celdas más difíciles de franquear. No sólo porque nosotros mismos somos los más severos carceleros al rigidizar nuestras creencias y juicios acerca del mundo y del resto de las personas, sino porque – y aquí viene lo más peligroso- ni siquiera somos conscientes que lo hacemos.

Como le ocurrió al elefante encadenado, un hermoso relato del escritor argentino Jorge Bucay, que cuenta la historia de un elefante de circo que en cada función hacía gala de su peso, tamaño y fuerza descomunal.  Sin embargo, después de cada actuación, el elefante volvía a su lugar de descanso donde una de sus patas permanecía encadenada una pequeña estaca clavada en el suelo. La cadena era gruesa y la estaca sólo un minúsculo pedazo de madera enterrado en la tierra. Era obvio que ese formidable animal era capaz de arrancar la estaca con facilidad y huir. Pero… ¿Qué lo mantenía prisionero entonces? ¿Por qué no huía?

El elefante del circo no escapaba porque había estado atado a una estaca desde que era muy pequeño. En esa etapa inicial de su vida, el pequeño elefantito claro que empujó, tiró y sudó tratando de liberarse, pero a pesar de todo su esfuerzo, no lo logró. La estaca era muy fuerte para él. Así, poco a poco, el paquidermo fue aceptando e internalizando su impotencia y se resignó a su destino. Aquel  elefante enorme y poderoso que el público veía en el circo no escapaba porque creía que no podía. Él tenía registro y recuerdo de la incapacidad que sintió cuando era pequeño, nunca volvió a cuestionarse seriamente ese registro y jamás intentó poner a prueba su fuerza otra vez.

Verdades que no son verdades, prejuicios que están errados, fantasmas que no existen, todas ellas son estacas a las que nos mantenemos amarrados;  cárceles que nosotros mismos vamos construyendo a nuestro alrededor.  Pasa el tiempo y seguimos prisioneros, de rabias de resentimientos y de rencores. De dolores que alguna vez dolieron mucho y que, de alguna forma, nosotros procuramos que sigan doliendo igual, e incluso más, prolongando con ello condenas que hace rato debieron haber prescrito.


Sólo hace falta que un día cualquiera, en un momento cualquiera, sin más testigos que la propia conciencia, cambiemos el traje a rayas por un vestido de fiesta y nos sorprendamos de lo bien que se siente mirarse al espejo y verse más flaca, no porque hayamos bajado de peso, sino porque estamos más livianas. Porque liberarse de las cadenas pucha que hermosea  el espíritu y aligera la carga… y sólo entonces la vida se vuelve a disfrutar como la más alegre función de circo que alguien alguna vez haya podido  imaginar.