sábado, 6 de septiembre de 2014

Livianita de equipaje


(Publicado en "El Mercurio de Antofagasta" el 6 de septiembre de 2014)
 
Hay una señora ya mayor. Tan mayor que está a pocos días de cumplir cien años. ¿Cuántas vidas están contenidas en cien años? ¿Cuántas risas y llantos? ¿Cuántos dolores que se han secado con el tiempo? ¿Cuántos momentos de felicidad que están viajando por algún lugar del espacio? Y todavía la luz de esta señora, que es mi abuela paterna, no se apaga. Y todavía pareciera que tiene ganas, aunque la mayor parte del tiempo está tranquilita, mirando la tele y metida en la cama.  La memoria se le ha puesto olvidadiza, cosa que no parece tan rara cuando estás a punto de cumplir un siglo de vida. Al principio sus olvidos me daban pena, porque yo pensaba, qué triste no acordarse de lo que te va pasando, pero hoy como que incluso me da gusto, porque he entendido que el olvido es parte de su sabiduría. Y les voy a contar por qué.
Algo que constantemente me llamaba la atención era que en la casa de mi abuela siempre había pocas cosas. Sólo lo necesario. Nada de closets atestados de ropa, ni de baúles de recuerdos, ni de bodegas con trastos inservibles. En la casa de mi abuela todo lo que había, se usaba. Todo lo que ella tenía, servía. Recuerdo el cajón de su velador donde guardaba pulcramente sólo un par de lentes de lectura y la novela de turno de Agatha Christie. Nada más… ¡Nada más! Y así era con todo: sus carteras siempre lucían aplastadas, como si un elefante se hubiese sentado sobre ellas, porque invariablemente estaban casi vacías,  sólo un monedero y un pañuelo de género y con suerte, a veces, los lentes de sol. Cuando viajaba, lo hacía como las actrices en las películas, con una minúscula maleta en la que misteriosamente cabía todo, incluso los pomposos vestidos con que estas mismas actrices aparecían en la escena siguiente, dejándola a una con una intriga que aún no he logrado resolver del todo. Porque –la verdad sea dicha- cuando yo viajo figuro como un ekeko y además cada uno de mis bultos parece contener los sacos de cemento necesarios para construir un rascacielos.   

Pero mi abuela siempre se movió por la vida ligerita de toda carga. Y quizá esa ha sido su gran metáfora porque tampoco guardaba cachivaches en su corazón. Las tristezas rapidito las botaba, los desaires los desechaba, no coleccionaba rencores y no recuerdo haberla visto enrabiada, así con esas rabias testarudas que se quedan con uno por días, meses e incluso años. Tantas cosas que uno guarda y que no tienen sentido. Ocupan espacio, acumulan polvo, se ajan, se ponen vinagre y hacen que nuestro equipaje sea cada vez más pesado, cosa que a los 70, a los 80, a los 90 ya no podamos más y nos muramos, no de viejos, ni de enfermos, sino de cansados. De cansados de andar con tanto lastre a cuestas, con tanta pena en el lomo, con tanto resentimiento en el alma.
Por eso mi abuela siempre practicó el olvido y lo sigue practicando hoy… ahora lo entiendo. Porque pareciera que para llegar a apagar graciosamente cien velitas, conviene andar vaporosa como el viento y más bien livianita de equipaje.

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