Ilustración: Paulina Gaete.
Diecisiete. Ése es, según los especialistas, el número de
músculos faciales que usamos cuando sonreímos. Y no nos damos ni cuenta. Nosotros sólo
sonreímos. Es gratis. Es agradable. Te sube el ánimo y aumenta la inmunidad.
Cuatrocientas son las veces que en promedio sonríe diariamente un niño; entre
20 y 100 es el número de veces que en promedio sonríe diariamente un adulto. Harto
menos, pues. Porque en verdad, cuando uno ya es mayor está como curado de
espanto. Ya no cree en el Viejito Pascuero; los chocolates no son tan ricos
porque engordan y ya no sueñas con que cuando grande vas a ser una estrella de
cine, porque, bueno, te convertiste en periodista.
Y no porque ser periodista sea malo. Sino porque básicamente
ya escogiste una opción. Y al escoger una opción, al elegir un camino,
desechaste todos los otros. Así de simple. Así de cruel. Además, en algún momento
entre los 5 y los 12 años, la magia se termina.
Se guarda en un baúl hasta la próxima vida. Y de a poco uno empieza a adentrarse
en la espesura de la adultez, uno empieza a hacerse grande, a hacerse maduro, a
ponerse serio… y se olvida de todas esas cosas que cuando chico le parecen
increíbles como andar en bicicleta o manguerearse en el jardín o pasar horas y
horas capeando olas en el mar. Y se olvida también de sonreír.
Mala cosa. Porque sonreír es bueno. Y es tan humano. Y está
comprobado que empezamos a hacerlo en el útero. Lo que implica que entonces
sonreír no es un comportamiento imitado por observar a los demás. Es más una
manifestación de una acción independiente, que no se aprende, sino que es
heredada, que es instintiva. Interesante. Pero Rabindranath Tagore tiene al
respecto una explicación mucho más hermosa: “La
sonrisa que reluce sobre los labios de un bebé cuando duerme -¿sabe alguien
dónde surgió? Hay un rumor que dice que en el sueño de una mañana de rocío, un
tierno halo de luz de una luna creciente tocó el borde de una nube otoñal que
se desvanecía, y en ese instante nació”.
Me voy a quedar con esta última explicación, mejor.
Y entonces, no pienso decirles ahora que se preocupen de
sonreír más. O que sería bueno que empezaran a subir la cuota diaria de
sonrisas. Porque eso sería tonto. Sería bien absurdo. En el fondo, la sonrisa
es una reacción. No una causa. Y tiene que ser honesta. Es una respuesta
involuntaria a una emoción espontánea. De hecho, las sonrisas falsas tienen
consecuencias tan deprimentes como –que
me disculpe la Rana René- andar con cara de sapo. Así lo señala un estudio de
la Universidad de Michigan que concluyó que las falsas sonrisas de los
trabajadores del área de servicio al cliente de una importante compañía, empeoraban
su estado de ánimo y afectaban su productividad. Incluso fisiológicamente, una
sonrisa falsa es bien distinta a una sonrisa verdadera. Un famoso investigador
clínico francés, del siglo XIX, Guillaume Duchenne de Boulogne, observó que una
sonrisa falsa o poco sincera sólo moviliza los músculos de los labios y la
boca, mientras que la sonrisa auténtica, esa que nace del alma, activa los
músculos orbiculares que rodean a los ojos.
Entonces, para sonreír más hay que volverse más gozador, más
entregado. Más livianito. Menos car’e
culo, como dice tan asertivamente la Pilar Sordo. Hay que andar con la
buena onda en la cartera… Con ganas de ser simpático, de ver el vaso medio
lleno. Hay que encontrarle el lado technicolor al día a día. Como si la vida
fuera un musical de Hollywood desplegado en cinerama. Y nosotros fuéramos la
Debbie Reynolds o la Doris Day o la Ginger Rogers, cantando y bailando
chinchosamente a la más mínima provocación… Sí. Así. Esa es la idea. Para que
sea de corazón. Para que sea de verdad. Para que sea auténtico, terapéutico y
sanador. Jorge Pedreros que se murió hace poco lo dijo tan bonito “…ríe y
contagia tu alegría/ríe con más fuerzas cada vez/Si un mal paso das, que te
haga sufrir/debes ignorarlo, vuelve a sonreír…/ Lalaralalala, lalala,
laralalalalaaaaaa…/Lalaralalala, lalala, laralalalalaaaa/lala, lalaralalala,
lalala, laralalalalaaaa…”
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