miércoles, 4 de septiembre de 2013

El libro de quejas y reclamos


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Anoche tuve un sueño: yo me había muerto y estaba haciendo la fila de los recién fallecidos frente a las Puertas del Cielo. De pronto, volando en una nube llegó San Pedro, a quien reconocí pues tenía un enorme manojo de llaves colgando de la cintura. Se bajó de la nube y luego de carraspear fuertemente, nos miró a todos los fiambres que estábamos ahí y nos dijo: “Bienvenidos a las Puertas del Cielo. Los felicito. No es fácil llegar hasta este lugar, sobre todo si murieron recién”.

-Es verdad… -me dijo un difunto que estaba ubicado delante mío en la cola. Era flaco, tenía grandes ojeras y estaba vestido como Diego de Almagro. -Yo me morí en 1563 –continuó- y me tuve que mamar cuatro siglos en el Purgatorio. Recién ayer me dieron el pase para venir a pararme acá.  

-¡Cuatrocientos años! – pensé - ... ¿Y cuál fue su pecado para haber pasado todo ese tiempo en ese tétrico lugar?- me atreví a preguntar. El tipo me abrió los ojos y me dijo:
- ¿En su última vida usted fue periodista? Asentí con la cabeza.  -Entiendo –prosiguió el interfecto- conocí a varios periodistas en el Purgatorio. Tienen para rato allá. Preguntones como ellos solos. Recopilan información picoteando por aquí y por allá y luego arman una majamama de historia y lo peor es que sacan unas conclusiones tan absurdas… Pero supongo que usted no es de ese tipo de periodistas, por algo está acá, a las Puertas del Cielo.
-Gracias- le respondí medio confundida- al menos debe estar contento porque por fin va a entrar al Cielo.
-No se equivoque -me replicó- Que estemos  parados en esta fila, no significa que San Pedro nos va a dejar cruzar a la Gloria.
-¿Qué quiere decir?-  le pregunté un tanto alarmada.
-Que sólo estamos a las Puertas del Cielo. Todavía falta la última prueba para saber si estamos cien por ciento aptos para entrar allí.
-¿Y cuál es esa prueba?- pregunté, sintiéndome como si fuera una participante más del último programa de concursos de Canal 13.
- Su Libro de Quejas y Reclamos…- respondió mi amigo.  
- ¿Qué Libro de Quejas y Reclamos?- volví a inquirir.
- El que tiene en su mano - dijo señalándolo.

Recién entonces, me percaté que en mi mano derecha traía un libro grueso y pesado (como la antigua Guía Telefónica de la CTC), de tapa de cuero café, con los bordes desgastados y que en el lomo tenía escrito con letras doradas: “Libro de Quejas y Reclamos de Marcela Munita 1968-2013”.
-¿Y esto de dónde salió?- pregunté sorprendida.
-Se lo pasó su Ángel de la Guarda justo cuando usted dio su último suspiro – me aclaró el occiso.  
-¿El Ángel de la Guarda existe?- indagué asombrada.
-Claro que existe y en ese libro él anota todas las quejas y reclamos que usted realizó en su vida. Y así, cuando usted llega a las Puertas del Cielo, este librito –o libraco, en su caso- es el último antecedente que San Pedro le pide para saber si puede entrar al Paraíso Celestial. Es que al Gran Jefe no le gustan los alegones, los plañideros, los quejumbrosos o los que reclaman por todo.

Tragué en seco.  

-Entiendo… - dije mordiéndome el labio inferior - ¿Y cuál sería el mínimo de quejas permitidas por el Big Boss?-  pregunté tratando de disimular mi preocupación.
- No lo sé bien –me respondió mi antecesor en la hilera- pero sí puedo decirle que nunca he visto que alguien con un libro tan grueso y pesado como el suyo haya entrado al Cielo.
-Pe... pero yo no me quejaba tanto…  -traté de rebatir- algunos compañeros de trabajo, sí. Y ciertas mamás del colegio de mis hijos, ¡Viera usted! - exclamé intentando defenderme.
-Sólo le digo lo que sé- sentenció mi amigo.  

Y entonces miré al resto de los fenecidos en la fila. Era cierto. Todos tenían en su mano derecha un libro similar al mío. Pero ninguno era tan grueso. Incluso había una monjita que tenía sólo una miserable hojita.

-¿Y su libro dónde está?- Le pregunté curiosa a mi camarada parlanchín. 
-Aquí-  y me mostró un delgado cuadernillo que apenas tenía lomo.
-¿Tan flaquito es el suyo?-  espeté suspicaz.
- Así eran casi todos en la época que yo pasé a mejor vida. Aunque me he dado cuenta que a medida que han ido transcurriendo los años y los siglos, los muertos cada vez traen libros más gruesos… Pero nada como el suyo… verdaderamente - comentó impresionado.

En eso estábamos cuando oímos a San Pedro gritar: “¡El siguiente!”.
-Es mi turno – me dijo mi amigo- Deséeme suerte… espero ahora por fin entrar al Jardín del Edén.  Y vi cómo mansamente se acercó a San Pedro a quien le entregó su cuadernillo. El llamado Príncipe de los Apóstoles lo tomó en sus manos, lo hojeó rápidamente y dijo con voz solemne:
-Finalmente, las Puertas del Cielo se abren para ti, Hijo mío. Un séquito de ángeles celestiales te acompañará en tu entrada triunfal. El Paraíso es todo tuyo, que Dios te bendiga. Amén.
Y mi amigo cruzó el tan ansiado portal, saltando de alegría y dando gritos de felicidad. Había purgado finalmente todos sus pecados.

-¡Siguiente!- gritó San Pedro.
Era mi turno.
-Bienvenida, Hija mía… Acabas de morir… ¡Humm! Debes haber sido una buena persona. No es fácil llegar aquí recién fallecida. ¿Me pasas tu Libro de Quejas y Reclamos?
Temerosa, le acerqué el Libro con ambas manos, pero al momento en que San Pedro lo tomó en las suyas, instintivamente empecé a forcejear para que no me lo quitara.

- ¿Qué pasa Hija Mía? ¿Por qué no sueltas el libro?- preguntó el dueño de las llaves del Olimpo.
Y yo lo agarré con más fuerza y nos trenzamos en un forcejeo feroz… San Pedro me miraba sorprendido, pero seguía tratando de quitármelo. Yo cerré los ojos para concentrar toda mi fuerza y energía en evitar que San Pedro sacara el libro de mis manos. Y así nos quedamos tironeando el requerido vademécum por un rato.

Sin despegar mis párpados, escuché a San Pedro que ya exasperado me gritaba:
-¡Qué pasa Marcela!  ¡Qué pasa!... ¡Marcela!… ¡Marcela!…
Cuando finalmente abrí los ojos, vi a mi marido que me tenía agarrada de las dos manos.
-¡Qué pasa Marce!… ¡Qué pasa!… ¡Despierta! ¡Parece que estabas soñando!
-¿Todavía no me he muerto?-  le pregunté aún confundida y sobresaltada…
-No…-  Mi pobre marido no entendía nada.

-Escúchame Mi Amor… - le dije tomándolo de los hombros y enterrándole una mirada desesperada en sus pupilas- Te prometo que a partir de este momento ninguna queja, ni ningún reclamo saldrá nunca más de mi boca… Te lo juro, te lo juro... ¡Te lo juro!…

A mi marido se le iluminaron sus ojitos.
-¿O sea que podré ir a jugar tenis los sábados en la mañana sin que me pongas cara de pescado? - dijo ilusionado.
- Y los domingos también, Mi Vida… - agregué aún en un estado de semi-inconciencia.

Entonces mi marido me abrazó fuertemente y si no hubiese sido porque todavía estaba medio adormilada, hubiese jurado que le escuché mascullar entre dientes y muy levemente algo así como… “Gracias San Pedro por favor concedido”…

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